JOSE DE SAN MARTIN
“Un día, cuando saltaban las piedras en
España al paso de los franceses, Napoleón clavó los ojos en un oficial, seco y
tostado, que vestía uniforme blanco y azul; se fue sobre él, y le leyó en el
botón de la casaca el nombre del cuerpo: “¡Murcia!” Era el niño pobre de la
aldea jesuita de Yapeyú, criado al aire entre indios y mestizos, que después de
veintidós años de guerra española empuñó en Buenos Aires la insurrección
desmigajada, trabó por juramento a los criollos arremetedores, aventó en San
Lorenzo la escuadrilla real, montó en Cuyo el ejército libertador, pasó los
Andes para amanecer en Chacabuco; de Chile, libre a su espada, fue a Maipú a
redimir el Perú; se alzó protector en Lima, con uniformes de palmas de oro;
salió, vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió; abdicó;
cedió a Simón Bolívar toda su gloria; pasó solo por Buenos Aires; se fue a
Europa, triste; murió en Francia, con su hija Mercedes de la mano, en una casita
llena de flores y de luz. Escribió su testamento en una cuartilla de papel, como
si fuera el parte de una batalla; le habían regalado el estandarte que el
conquistador Pizarro trajera a América hace cuatro siglos, y él le regaló el
estandarte, en su testamento, al Perú.” Esta es la manera en que José Martí
resume toda la existencia de José de San Martín.
Yapeyú, cuna del
héroe
El 4 de
febrero de 1627, en un paraje donde hasta entonces sólo había tres casas con
cien indios, por decisión del provincial de la Compañía de Jesús, padre Nicolás
Durán Mastrillo, quedó fundada la reducción de Nuestra Señora de los Tres Reyes
de Yapeyú. Se levantaría sobre la margen derecha del río Uruguay, junto al río
entonces llamado Yapeyú y denominado más adelante Guaviraví. La nueva población
no difería en mucho de otras creadas antes o después por los misioneros
jesuitas. Uno de ellos, el padre José Cardiel, describe así la planta de los
pueblos misioneros: “Todas las calles están derechas a cordel y tienen de ancho
dieciséis o dieciocho varas. Todas las casas tienen soportales de tres varas de
ancho o más, de manera que cuando llueve e puede andar por todas partes sin
mojarse, excepto al atravesar de una calle a otra. Todas las casas de los indios
son también uniformes: ni hay una más alta que otra, ni más ancha o larga; y
cada asa consiste en un aposento de siete varas en cuadro como los de nuestros
colegios, sin más alcoba, cocina ni retrete…” Y más adelante agrega: “Todos los
pueblos tienen una plaza de 150 varas en cuadro, o más, toda rodeada por los
tres lados de las casas más aseadas y con soportales más anchos que las otras: y
en el cuarto lado está la iglesia con el cementerio a un lado y la casa de los
padres al otro… Hay almacenes y granero para los géneros del común y algunas
capillas”.
Por ser el
lugar de residencia del superior de los misioneros jesuitas, Yapeyú tuvo
situación privilegiada entre todos los pueblos destinados a reunir a los indios
reducidos e incorporados plenamente a las formas de convivencia propias de la
civilización cristiana. Pero por su privilegiada situación geográfica fue el
blanco de las asechanzas de los portugueses y de las hordas de indígenas de
yaros, minuanes y charrúas, que alentados por los primeros saqueaban las
estancias, robando ganados, y destruyendo las sementeras. Por esto los
pobladores debieron en muchas ocasiones tomar las armas para escarmentar a los
invasores y así impedir la pérdida de vidas humanas y de importantes riquezas
materiales.
En julio de
1768, y dándose así cumplimiento a lo dispuesto por la real cédula firmada por
Carlos III el 27 de febrero de 1767, los jesuitas eran expulsados de Yapeyú,
hasta donde llegó para ejecutar la orden -una orden que sería repudiada y
resistida por muchos vasallos del rey Borbón- el gobernador Francisco de
Bucarelli y Ursúa. Idos los jesuitas -esos misioneros que, junto con las
verdades evangélicas, enseñaron concomitantemente a los indios a amar el trabajo
y a defender con su libertad la independencia del suelo patrio-, pronto el
desorden se generalizó en las reducciones, como lo testimonió Juan José de
Vértiz al afirmar en un memorial dirigido al monarca que los indios “se
entregaron a la matanza de ganados para alimentarse sin término ni medida, no
atendiendo ya sus telares, siembras y otros trabajos establecidos, y lo que
antes se llevaba y gobernaba por unas muy escrupulosas reglas se redujo a
confusión y trastorno”.
Reemplazado
Bucarelli en 1770 por Vértiz (entonces en el ejercicio de la gobernación del Río
de la Plata), el nuevo mandatario designó en 1774 por teniente gobernador de
Yapeyú al mayor Juan de San Martín, oficial que había llegado América en 1765 y
que desde 1767 administraba una vasta hacienda, la Estancia y Calera de las
Vacas, en la Banda Oriental, también propiedad de los jesuitas.
Así, por obra
del encadenamiento histórico que sucedió a la real orden de extrañamiento de los
hijos de San Ignacio, se instalaron en Yapeyú don Juan de San Martín, que a poco
sería ascendido a capitán, y su esposa Gregoria Matorras. El capitán San Martín
ejerció el cargo con gran responsabilidad. Si bien debió prestar preferente
atención a la lucha armada contra minuanes y portugueses, no descuidó su gestión
administrativa, que llegó a ser fecunda. Tanto fue así, que cuando dejó el
cargo, el Cabildo de Yapeyú manifestó respecto de aquélla que “ha sido muy
arreglada, y ha mirado nuestros asuntos con amor y caridad sin que para ello
faltase lo recto de la justicia y ésta distribuida sin pasión, por lo que
quedamos muy agradecidos todos a su eficiencia”.
Mientras don
Juan de San Martín se entregaba a la atención del cargo que se le había
confiado, Gregoria Matorras vivía en Yapeyú dedicada a la crianza de sus cinco
hijos, el menor de los cuales era José Francisco, nacido allí, el 25 de febrero
de 1778.
Sus padres y
hermanos
En el antiguo
reino de León -cuyas vicisitudes históricas corren parejas con el de Castilla-
nacieron los padres del Libertador.
En el pueblo
de Cervatos de la Cueza nació don Juan de San Martín y Gómez, un 3 de febrero de
1728, hijo de Andrés de San Martín e Isidora Gómez. La aldea se levanta en la
comarca de la Cueza, por donde atravesaba una calzada romana, y cuyo nombre lo
toma por el del río que la cruza. El investigador Eugenio Fontaneda, a quien
seguimos en parte de esta exposición, supone que debió existir una antigua
fortaleza Celta, origen de la actual población, en las cercanía del que fuera
solar de los San Martín, hoy casa-museo salvada para la posteridad por el mismo
autor.
Se trata de
una morada noble castellana, austera, fuerte, construida de adobe, con tapial
revestido de barro y paja, y concebida para guardar de los fríos de invierno. De
este tipo de edificación cabe decir, como observó González Garrido, que fue
llevada a América por Alonso de Ojeda, Juan de Garay y el mismo Juan de San
Martín convirtiéndose, allende los mares, en la “técnica criolla por
antonomasia”.
Cervatos es,
probablemente, la cuna del apellido San Martín. Parece ser originario del nombre
de un santo hidalgo caballero andante, San Martín de Tours.
El mismo que
providencialmente, fue patrono de la ciudad de Trinidad y Puerto de Santa María
de los Buenos Aires, hoy Buenos Aires, Capital de la República Argentina.
El hogar
donde naciera Juan de San Martín era morada de humildes labradores.
Al amparo de
sus mayores, fortaleció su noble espíritu de cristiano y cuando cumplió
dieciocho años, algo tarde para lo acostumbrado en la época, dijo adiós a sus
buenos padres, orgulloso por ingresar en las filas del ejército de su patria,
para seguir las banderas que se trasladaban de uno a otro confín del mundo.
El joven
palentino se incorporó al Regimiento de Lisboa como simple soldado.
Inició su
aprendizaje militar en las cálidas y arenosas tierras de Africa (al igual que lo
haría su hijo José Francisco), donde realizó cuatro campañas militares. El 31 de
octubre de 1755 alcanzó las jinetas de sargento y, seis años más tarde, las de
sargento primero. Cuando después de guerrear en tierras de las morerías regresó
a la metrópoli, siguió a su regimiento a través de las distintas regiones en que
estuviera de guarnición. Así le vemos actuar en la zona cantábrica y en la
fértil Galicia, en la activa y fértil Guipúzcoa, en la adusta y sobria
Extremadura y en la alegre Andalucía. Era Juan de San Martín un soldado fogueado
y diestro en los campos de batalla cuando, en 1764, se le destinó para continuar
sus servicios en el Río de la Plata. Cuando el 21 de octubre de 1764 se
regularon en Málaga los servicios de Juan de San Martín, se le computaron
diecisiete años y trece días en campañas. A raíz de su meritoria foja de
servicios, se le ascendía a oficial del ejército real con los galones de
teniente, cuyo título le fue extendido el 20 de noviembre de 1764. Su embarque
con destino al Río de la Plata lo debió efectuar en Cádiz. La carrera militar de
Juan de San Martín es, pues, aparentemente modesta; pero, en la hondura de su
abnegada vida, se puede percibir el anuncio de las virtudes heroicas de su hijo
menor, José Francisco.
Cuando
desembarcó en el Riachuelo ejercía las funciones de gobernador Pedro de
Cevallos, quien le confió el adiestramiento e instrucción del Batallón de
Milicias de Voluntarios Españoles, hasta que, en mayo de 1765, lo destinó al
bloqueo de la Colonia del Sacramento y del Real de San Carlos. Permaneció en esa
zona hasta julio de 1766, en que se le confió la comandancia del Partido de las
Vacas y Víboras, en la actual República Oriental del Uruguay.
En ese nuevo
destino prestó imponderables servicios en la persecución del contrabando. En
1767 ocurrió el extrañamiento de los jesuitas con la confiscación de los
edificios y toda suerte de bienes que poseían en España y en América. Los
religiosos tenían en la actual República Oriental del Uruguay, dependiente del
Colegio Belén de Buenos Aires, una extensa y bien poblada estancia llamada
“Calera de las Vacas” -que fue conocida después con el nombre de “Las
Huérfanas”-; se extendía ésta por el norte hasta el arroyo de las Vacas, al este
lindaba con el Migueletes y el San Juan y al oeste y suroeste con el caudaloso
Río de la Plata.
En ese rico
latifundio de cuarenta y dos leguas cuadradas, pastaban por millares distintas
especies de ganado. El entonces gobernador Francisco de Paula Bucareli y Ursúa,
le confirió al teniente San Martín la ocupación de la referida estancia,
encargándole después su administración, que desempeñó hasta 1744, haciendo
aumentar en forma extraordinaria sus beneficios.
Al mismo
tiempo que Juan de San Martín ejercía las funciones de administrador, no dejó
inactivas sus funciones militares, cooperando de acuerdo con órdenes de sus
superiores en el bloqueo establecido permanentemente por España a la Colonia del
Sacramento.
El gobernador
Bucareli otorgó el 10 de abril de 1769 al padre del Libertador, el empleo de
ayudante del Batallón de Voluntarios de Buenos Aires, que confirmó el monarca
por título expedido en San Lorenzo el Real el 30 de octubre de 1772.
Varios hechos
trascendentales ocurrieron en la vida de nuestro personaje durante su actuación
n el Uruguay. Su casamiento con Gregoria Matorras y el nacimiento de sus tres
hijos mayores.
El matrimonio
se realizó en el palacio episcopal, estando a cargo del obispo titular, Manuel
Antonio de la Torre, el 1º de octubre de 1770. Los nuevos esposos se reunieron
en Buenos Aires el día 12 de octubre de ese año, trasladándose poco después a
Calera de las Vacas. Allí formaron su hogar y en ese lugar, en octubre nacieron
tres de sus hijos: María Elena, el 18 de agosto de 1771; Manuel Tadeo, el 28 de
octubre de 1772 y Juan Fermín Rafael, el 5 de octubre de 1774.
Cuando el
teniente Juan de San Martín cesó en las funciones de administrador de la
estancia de Calera de las Vacas, el gobernador de Buenos Aires, Juan José de
Vértiz y Salcedo, lo designó el 13 de diciembre de 1774 teniente gobernador del
departamento de Yapeyú, haciéndose cargo de sus nuevas funciones “desde
principios de abril de 1775”.
Yapeyú había
sido una de las reducciones más florecientes y ricas en tierras y ganados, que
fundó la acción fervorosa y ejemplar de los padres de la Compañía de Jesús. Fue
erigida a iniciativa del provincial P. Nicolás Mastrilli, con la cooperación del
mártir y beato P. Roque González de Santa Cruz, superior de las misiones del
Uruguay, y el P. Pedro Romero, su primer párroco. Su instalación se efectuó el 4
de febrero de 1.627, junto al arroyo llamado Yapeyú por los indígenas,
bautizándose con el nombre de Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú.
Yapeyú fue
baluarte de civilización y del cristianismo frente a los indomables indígenas,
como los charrúas y los yaros, y también lo fue contra los temibles
bandeirantes, hordas de hombres blancos que vivían al margen de toda ley humana
y que a sangre y fuego sembraron el terror y la muerte, asolando a las
incipientes misiones.
Con el correr
de los años, Yapeyú se convirtió en uno de los pueblos más ricos de las
misiones. Poseía estancias en ambas bandas del río Uruguay.
El pueblo
quedó casi abandonado después de la expulsión de los misioneros de la Compañía
de Jesús. Dos nuevos vástagos aumentaron la familia San Martín-Matorras en
Yapeyú: Justo Rufino, nacido en 1776, y nuestro Libertador, José Francisco, que
vio la luz el 25 de febrero de 1778.
Siendo el
pueblo de Yapeyú fronterizo a zonas de litigio, sus habitantes vivían bajo
continuas amenazas de guerra.
El nuevo
mandatario, Juan de San Martín, desde que ocupara la tenencia, activó la
organización de un cuerpo de naturales guaraníes compuesto por 550 hombres, que
al ser revistados por el gobernador de Misiones, Francisco Bruno de Zabala, le
hicieron decir que era como la más arreglada tropa de Europa. Esas fuerzas,
adiestradas por el teniente San Martín, se destinaron a contener los desmanes de
los portugueses y las acometidas de los valerosos y aguerridos charrúas y
minuanes.
Merced a un
informe emitido por el Virrey Vértiz, Juan de San Martín ascendió al grado de
capitán del ejército real, por título que se expidió en El Pardo el 15 de enero
de 1.779. Cuando este despacho llegó a sus manos hacía algunos meses que había
cumplido cincuenta y un años de edad.
El constante
estado de intranquilidad en que se vivía en la región motivó el traslado de
Gregoria Matorras de San Martín a Buenos Aires, trayendo consigo a sus cinco
hijos. En la capital se le reuniría su esposo en los primeros meses de 1781. El
capitán San Martín, con actividad y celo encomiables no sólo puso en estado de
defensa el departamento a su mando, sino que lo impulsó por las vías del
progreso, realizando diversas obras de carácter público.
Terminada su
actuación en Yapeyú, el capitán San Martín embarcó con rumbo a Buenos Aires el
14 de febrero de 1781, volviendo a reunirse entonces con su esposa e hijos e
incorporándose de nuevo a las filas del ejército para ejercer las funciones de
ayudante mayor de la Asamblea de Infantería. Desde Buenos Aires, el 18 de
agosto, se dirigió por escrito al virrey Vértiz, a la sazón en Montevideo,
ofreciéndose para cualquier servicio o bien para instruir a los naturales, en
cuyo ejercicio se había distinguido durante su residencia en Yapeyú.
El padre del
Libertador se dirigió a las autoridades superiores de la Corte pidiendo la
correspondiente licencia para embarcarse con su familia con destino a la
metrópoli. Le fue concedido lo solicitado por Real Orden, expedida el 25 de
marzo de 1783. Casi un cuarto de siglo de constante actividad había consagrado a
las regiones del Plata el veterano soldado; había actuado en campañas militares
que acreditaron su valentía y había administrado con suma pureza bienes
confiados a su cuidado.
En abril de
1784, Juan de San Martín llegaba a Cádiz; retornaba al suelo patrio con su mujer
y cinco hijos. Los cuatro varones, al igual que su padre, abrazarían la carrera
de las armas, pero de todos ellos, sólo el benjamín daría gloria inmortal al
apellido paterno.
En Málaga
pasaría los últimos años de su existencia, mientras sus hijos avanzaban en edad
y aspiraciones. En esa ciudad iniciaron o completaron, en parte, los estudios
los jóvenes hermanos San Martín. Con los ojos mirando más allá de los mares,
Juan de San Martín exhalaba, el 4 de diciembre de 1796, su último suspiro. Se
hizo constar que no había testado y que habitaba en un lugar de Málaga conocido
por Pozos Dulces, camino de la Alcazabilla.
La viuda del
antiguo teniente de Yapeyú, al mes siguiente del óbito de su esposo, dirigió una
instancia al monarca Carlos IV en la que solicitaba una pensión. En 1806
gestionó e insistió para que la reducida pensión que disfrutaba, de 175 pesos
fuertes anuales, fuera transferida a su hija después de su fallecimiento. El rey
resolvió no acceder a lo solicitado. Sus restos descansan hoy en el cementerio
de la Recoleta de Buenos Aires.
La madre: Gregoria
Matorras
La madre del
futuro Libertador, doña Gregoria Matorras del Ser, fue el sexto y último vástago
del primer matrimonio de Domingo Matorras con María del Ser. Fueron sus hermanos
mayores: Paula, Miguel, Francisca, Domingo y Ventura. Vino al mundo el 12 de
marzo de 1738, en el pueblo de la Región de Palencia, Reino de León, llamado
Paredes de Nava (la villa debió su origen a antiguas construcciones castrenses,
de donde viene su nombre “Paredes”, en tanto que “Nava” significa llanura en
lengua vasca y majada en hebreo).
Fue bautizada
en la parroquia de Santa Eulalia al cumplir diez días (el mismo lugar donde
nacieron y se bautizaron genios del Renacimiento español como Pedro Berruguete y
su hijo Alonso, o Jorge Manrique, autor de “la más bella poesía del Parnaso
castellano de la Edad Media”, según Marcelino Menéndez y Pelayo).
Haciendo
valer el contenido del viejo proverbio “Una madre vale más que cien maestros”,
muchos biógrafos aciertan a observar que en la idiosincrasia de la madre de José
radicaron las razones más profundas de la nobleza y el desinterés del
Emancipador. A los seis años, quedó huérfana de madre. A los treinta, aún
soltera, viajó al Río de la Plata con su primo Jerónimo Matorras, ilustre
personaje que aspiraba a colonizar la región chaqueña, obteniendo para el logro
de esa empresa el título de gobernador y Capitán General de Tucumán. Antes de
emprender el viaje obtuvo Matorras licencia, otorgada el 26 de mayo de 1.767,
para traer consigo a su prima Gregoria, a su sobrino Vicente y a otras personas.
Llegada a
Buenos Aires con don Jerónimo en 1767, fue el azar o la añoranza de su Tierra de
Campos lo que le motivó a reunirse con paisanos. Así empezó a relacionarse con
un bizarro capitán, oriundo de un pueblo próximo al suyo, que luego sería su
esposo. En poco tiempo, se conocieron, se amaron y se prometieron.
Pero, como el
deber de las armas llevó al novio a un destino en las Misiones Jesuíticas del
norte, la novia hubo de casarse, por poder, con un representante de su marido el
capitán de dragones D. Juan Francisco de Somalo, el 1 de octubre de 1770, con
las bendiciones del obispo de Buenos Aires, don Manuel de la Torre, también
oriundo de otro pueblo palentino, Autillo de Campos. La escritura, otorgada por
don Juan cuatro meses antes de la celebración, “por palabra de presente como
ordena Nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica Romana”, se refiere a la novia
con estas palabras: “doña Gregoria Matorras, doncella noble, con quien tengo
tratado, para más servir a Dios Nuestro Señor, casarme”.
Es revelador
conocer el testamento de doña Gregoria para vislumbrar su personalidad. Firmado
en Madrid, el año 1803, diez antes de morir. En el mismo se puede leer: “En el
nombre de Dios Todopoderoso y de la Santísima Reina de los Angeles, María
Santísima, Madre de Dios y Señora Nuestra, amen. Sépase por esta pública
escritura de testamento (…) como yo, Doña Gregoria Matorras, viuda de Don Juan
de San Martín capitán (…). Teniéndome la muerte, como cosa natural a toda
criatura viviente, su hora tan cierta como incierta la de su advenimiento (…)”.
En sus
palabras se destacan una serenidad firme ante la muerte, una intensa fe
religiosa y una gran reciedumbre de carácter.
De hecho, los escritos de doña
Gregoria y don Juan son testimonios de tales rasgos que, junto al amor por las
Indias, eran principios que transmitían cuidadosamente a sus hijos, aunque de un
modo muy particular fueron desarrollados por el general.
En otra parte
del documento, se entrevé cierta predilección hacia José Francisco; porque, tras
referirse a provisión económica destinada a la atención de las necesidades de
sus hijos mayores, Manuel Tadeo, Juan Fermín y Justo Rufino, “para su decoro y
decencia en la carrera militar”, destaca que el que más le había costado era
Justo Rufino, “actualmente guardia de Corps en la Compañía Americana”, pues
principalmente con él “se han gastado muchos maravedíes”.
A lo que añade, con
entrañable acento:
“Pero sí puedo asegurar que el que menos costo me ha tenido
ha sido don José Francisco”. ¿Cómo explicar esto, sabiendo que éste tomó
lecciones de guitarra del compositor don Fernando Sors; que reunió una gran
biblioteca, cuyo valor equivaldría a su sueldo integro de militar durante tres
años; que tomó lecciones de canto, que nunca pidiera dinero a sus padres? El
aparente misterio se aclara, si aceptamos que obtenía ingresos extra con
actividades artísticas, que percibía, tal vez, de sus amigos y comerciantes de
la logia de los “Caballeros Racionales”, asamblea de inspiración francmasónica a
que pertenecía.
En efecto, en una de sus cartas comentaba que, si fracasaba en
la carrera de armas, siempre podría ganarse la vida pintando paisajes de
abanico. De hecho, la bandera de los Andes pintada al gouache él por nos le
revela como avezado pintor.
No obstante, como militar decimonónico, tuvo el
pundonor de ocultar sus trabajos manuales como medio de obtener ingresos; y es
que, en general, lo artesanal y las actividades mercantiles estaban mal vistas
en aquella época. Doña Gregoria tuvo otro hermano, presbítero, llamado don
Miguel, capellán de numero de la Santa Iglesia Catedral de Palencia, que aparece
citado en documento de su esposo, autorizándole a administrar su bienes raíces
adquiridos por herencia, sitos en Paredes de Nava.
Tenía también otros
hermanastros -pues el padre enviudó y volvió a casarse- que alcanzaron
importantes puestos en la sociedad, como don Andrés, procurador de tribunal
civil, don José, medico cirujano, y don Simón, medico de cámara de la reina
Isabel II.
Desde que don
Juan falleciera en Málaga a los sesenta y ocho años, teniendo José Francisco
dieciocho, doña Gregoria no estuvo sola. Siempre le acompañaba el matrimonio
formado por su hija María Elena y don Rafael González Menchaca, empleado de
rentas, que le dio a su nieta Petronila.
La muerte de
dona Gregoria acaeció en Orense (Galicia) el primero de junio de 1813, donde
estaba destinado don Rafael.
Tanto él como María Elena cumplieron los deseos de
su madre, que había expresado en el mencionado testamento, la voluntad de que su
cuerpo “sea amortajado con el hábito de Santo Domingo de Guzmán”. Ambos habían
profesado en la Orden Tercera de Santo Domingo, en cuyo convento orensano fue
inhumada.
En ese mismo
año, don José Francisco de San Martín y Matorras se manifestaba por primera vez
como triunfador de la causa de la Emancipación americana, en combate de San
Lorenzo, demostrando una valía militar extraordinaria.
Contemplando
el pasado del general, sus raíces, cimentadas en la aguerrida tierra palentina
donde sus padres nacieron, y estableciendo sus virtudes humanas en un
cristianismo auténtico, e comprende mejor como: “De azores castellanos nació el
cóndor que sobrevoló los Andes” (lema de la casa- solar de los San Martín, en
Cervatos de la Cueza).
Los hermanos
Del
matrimonio contraído entre don Juan de San Martín, ayudante mayor de la Asamblea
de Infantería de Buenos Aires, y doña Gregoria Matorras, nacieron en la Real
Calera de las Vacas, jurisdicción de la parroquia de Las Víboras -actualmente en
la República Oriental del Uruguay- sus hijos María Elena (18 de agosto de 1771),
Manuel Tadeo (28 de octubre de l772) y Juan Fermín (5 de febrero de l774).
Trasladada la
familia al departamento de Yapeyú, donde don Juan fue designado Teniente de
Gobernador, nacieron los otros dos hijos: Justo Rufìno (l776) y José Francisco
(25 de febrero de l778).
Se casó en
Madrid el 10 de diciembre de 1802 con Rafael González y Alvarez de Menchaca.
En su
testamento, el Libertador estableció: “… es mi expresa voluntad el que mi hija
suministre a mi hermana María Elena una pensión de mil francos anuales y, a su
fallecimiento, se continúe pagando a su hija Petronila una de doscientos
cincuenta hasta su muerte, sin que para asegurar este don que hago a mi hermana
y sobrina, sea necesario otra hipoteca, en la confianza que me asiste de que mi
hija y sus herederos cumplirán religiosamente ésta mi voluntad”. (París, 23 de
enero de 1844).
María Elena
falleció en Madrid el año 1852.
Como María
Elena, nació en Calera de las Vacas, territorio de Misiones del Uruguay el 28 de
octubre de 1772.
La hoja de
servicios de Manuel Tadeo le presenta robusto y de corta estatura. Tuvo especial
gusto por la música, acaso originado en el Colegio de San Telmo, de gran
prestigio entonces, al que pudo asistir desde su llegada a Málaga, y también
debe suponerse que como José Francisco fuera un buen matemático, pues desde sus
primeros años de oficial se le dieron cargos de artillería, arma facultativa, ya
entonces muy científica y, por ello, solo accesible a los técnicos y marinos.
Del mismo
modo que todos sus hermanos varones, siguió la carrera de las armas, iniciándose
en el Regimiento de Infantería Soria, “El Sangriento”. En el que ingresó como
cadete en 1788. Con dicha unidad tomó parte en la campaña de Africa (l790),
participó en las campañas de Ceuta y de los Pirineos Orientales (l793-l794).
Quedó prisionero de los franceses, junto con su regimiento, al rendirse la plaza
de Figueres. Firmada la Paz de Basilea (julio de 1795) fue liberado. Concluida
la guerra contra Francia, sirvió como maestro de cadetes durante dos años y
medio y fue comisionado, por el término de nueve meses, en el reino de Murcia en
persecución de malhechores y contrabandistas.
Al iniciarse
el siglo XIX obtuvo el grado de capitán y pasó a revistar en el Regimiento de
Infantería Valencia. En 1806 fue agregado al Regimiento de Infantería de la
plaza de Ceuta.
Participó en
la guerra de la Independencia y luchó contra los franceses; el 16 de setiembre
de 1808 fue nombrado ayudante de campo del general conde de Castrillo y Orgaz,
revistando en los ejércitos del Centro, Extremadura, Cataluña y Valencia.
Participó en las jornadas de Tudela, Navarra, Ciudad Real y en la retirada de
Despeñaperros. En los últimos años de esta guerra se halló en el sitio y defensa
de Valencia.
Se graduó de
coronel en 1817; revistó en el Regimiento de Infantería León y, en 1826, se le
concedió el gobierno militar de la fortaleza de Santa Isabel de los Pasajes, en
San Sebastián. Falleció en Valencia en 1851.
Juan Fermín
Rafael
Ingresó como
cadete en el Regimiento de Infantería Soria el 23 de setiembre de 1788, en el
cual revistó durante catorce años.
Permaneció
luego tres años en el Batallón Veterano Príncipe Fernando. Luego pasó a la
caballería, prestando servicio en el Regimiento Húsares de Aguilar y,
posteriormente, en el Escuadrón Húsares de Luzón, con destino en Manila,
Filipinas. Según su foja de servicios, se encontró en la plaza de Ceuta; hizo la
guerra contra Francia desde el 17 de julio de 1793; estuvo en la retirada del
Rosellón en mayo de 1794.
Continuó en el mismo regimiento incorporándose a la
guerra marítima y participó en la batalla naval del 14 de febrero de 1797,
contra los ingleses.
En el año
1802 se trasladó a Filipinas, donde contrajo matrimonio con Josefa Manuela
Español de Alburu. Falleció en Manila el 17 de julio de 1822.
Los
descendientes de Juan Fermín Rafael eran hasta hace unos pocos años los únicos
miembros de la familia comprobados que seguían con vida.
Justo Rufino
El 18 de
agosto de 1793 solicitó ingresar en el ejército español siendo admitido en el
Real Cuerpo de Guardias de Corps el 9 de enero de 1795.
Permaneció en ese cuerpo
durante trece años, en cuyo transcurso fue ayudante de campo del marqués de
Lazán y ascendido a teniente el 9 de enero de 1807.
Posteriormente se incorporó al Regimiento
de Caballería Húsares de Aragón, con el grado de capitán.
Asistió a los
acontecimientos de Aranjuez (mayo de 1808); al ataque y defensa de Tudela (junio
de 1808); a los dos sitios de Zaragoza (1808 y 1809), donde fue hecho prisionero
cuando se rindió la ciudad. Fugó de sus captores y se presentó al gobierno, que
lo destinó -ya graduado de teniente coronel- junto al teniente general Doyle.
Participó en
la destrucción del fuerte de Sant Carles de la Rápita y asistió al sitio de
Tarragona.
Falleció en Madrid en 1832. Fue el único de los hermanos varones que
estuvo junto a José Francisco durante su período de ostracismo en
Europa.
Primeros años en
España
La fragata
“Santa Balbina” era una airosa embarcación velera de la Armada Real inglesa,
construida en astilleros británicos, seguramente los de Plymouth.
El 9 de agosto
de 1780, cuando custodiaba con otras dos fragatas un importante convoy de velas,
fue sorprendida y apresada junto a ellas, a la altura de las Azores por la
escuadra del general Córdoba, e incorporada a las fuerzas navales españolas con
el nombre de “Santa Balbina”.
Se la asignó al apostadero naval de Montevideo en
1781, donde efectuó diversas misiones, como la de perseguir a las naves inglesas
y francesas que se dedicaban a la pesca de ballenas en aguas españolas.
En noviembre
de 1783 fue designada para trasladar a España, llevando de transporte a diverso
personal del Ejército con sus familiares. Los viajeros fueron fletados partir
del 5 de noviembre hasta el 6 de diciembre, en que el buque salió a la mar.
La familia
más numerosa de las embarcadas fue la del ayudante D. Juan de San Martín, que se
presentó acompañado de su mujer, Doña Gregoria Matorras, y de sus hijos María
Elena, de doce años, Manuel Tadeo, de once, Fermín de diez, Justo Rufino de
ocho, y José Francisco, el futuro emancipador de Argentina, de seis.
El
escribiente naval que anotó la edad de los niños consignó a José un año más del
que le correspondía, suponiendo que su fecha real de nacimiento fuera la
comúnmente admitida del 25 de febrero de 1778. No creemos que se equivocara,
pues, en caso contrario, no hubiera podido ingresar el 21 de julio de 1789 como
cadete de Regimiento de Murcia, ya que el articulo 2do., tratado 2, título XVIII
de las “Ordenanzas” del Ejército, instituida por Carlos III en 1768, determinaba
que el que se recibiere por cadete no había de ser menor de doce años,
prescripción que se cumplía rigurosamente.
El autor conoce muchos casos de
influyentes militares, como el de general Conde de España, que tuvo que esperar
hasta los doce años para que su hijo ingresara en el Ejército como cadete. Se
duda entonces de que un oficial de poca relevancia, como el padre de nuestro
héroe, pudiera conseguir una dispensa de edad.
Acompañaba a la familia San
Martín un criado, esclavo negro, llamado Antonio, adquirido seguramente por D.
Juan con los ahorros que pudo reunir en su destino de Yapeyú.
En total, los
pasajeros eran nueve oficiales de infantería, caballería y dragones, con dos
esposas y catorce hijos, una viuda de oficial, dos sargentos, cuatro cabos, un
tambor con su hijo, un soldado, dos marineros ingleses, un presidiario y nueve
criados.
La fragata
media 69 pies de eslora y 18 de manga. Su velamen se componía de dos palos
mesanos, dos mayores y dos trinquetes, y portaba treinta y cuatro cañones. Su
tripulación estaba formada por once oficiales, un guardiamarina, dieciocho
oficiales de mar, veintidós soldados de infantería, cincuenta y seis artilleros,
cuarenta y siete marineros, treinta y seis grumetes y cuatro pajes. Transportaba
también veinticinco guanacos destinados al Monarca, para los que se habilitaron
a bordo divisiones, comederos y bebederos.
Mandaba la
fragata el capitán de navío D. Roman Novia de Salcedo, un vasco de cuarenta y
siete años, hijo de un alcalde de Bilbao, que poco después se retiraría del
servicio activo. Complementaban la oficialidad tres tenientes de navío (uno de
ellos era D. Juse van Halen, el célebre aventurero, tío carnal de Juan, que
coincidiría años después con San Martín en la Guerra de la Independencia de
Bélgica, otro, Casimiro Lamadrid, antepasado del general Francisco Franco
Bahamonde), un contador, dos capellanes, dos cirujanos y dos pilotos.
Durante el
viaje, tuvieron que soportar algún temporal que les rompió por la cruz la verga
mayor.
Además, los guanacos enfermaron de sarna, por lo que murieron todos.
El joven San
Martín, que recorrería con curiosidad todos los compartimentos del buque y
realizaría mil travesuras a pesar de los esfuerzos de Antonio, conservó siempre
un recuerdo entrañable de la navegación y cierta inclinación a la Marina, que le
movería catorce años más tarde a embarcar voluntariamente en Cartagena, en la
fragata “Santa Dorotea”.
A los ciento
ocho días de navegación, la fragata entraba en la bahía de Cádiz, donde anclaba
el 23 de marzo de 1784. Ante los ojos infantiles y asombrados de José Francisco
se mostró el paisaje de las poderosas murallas de la ciudad y la blancura de sus
numerosas torres y casas.
El muchacho no pudo sospechar entonces el glorioso
porvenir que le aguardaba. Al día siguiente desembarcó con su familia, pero eso
es otra historia.
Su regreso a la
patria
Marzo de
1812. En su edición correspondiente al viernes 13, un periódico local –“La
Gaceta de Buenos Aires”- hace pública la llegada de la fragata inglesa George
Canning, salida de Londres cincuenta días atrás. Trae noticias de la desgraciada
situación por laque pasa España, donde el invasor francés, con bríos recobrados,
tiene grandes probabilidades de dominar todo el territorio. Informa, también,
que a su bordo arribaron como pasajeros seis americanos y un europeo, todos
oficiales de las armas de la Monarquía. Entre ellos, el teniente coronel José
Francisco de San Martín, quien así retorna a su país nativo, al país de su
nacimiento.
La
información decía así: “El 9 del corriente ha llegado a este puerto la fragata
inglesa Jorge Canning, procedente de Londres en 60 días de navegación.
Comunica
la disolución del ejército de Galicia y el estado terrible de anarquía en que se
halla Cádiz, dividido en mil partidos y en la imposibilidad de conservarse por
su misma situación política. La última prueba de su triste estado son las
emigraciones frecuentes, y aún más a la América Septentrional.
A este puerto han
llegado, entre otros particulares que conducía la fragata inglesa, el teniente
coronel de caballería D. José San Martín, primer ayudante de campo del general
en jefe del ejército de la Isla, marqués de Coupigny; el capitán de infantería
D. Francisco Vera; el alférez de carabineros reales D. Carlos Alvear y
Balbastro; el subteniente de infantería D. Antonio Arellano y el primer teniente
de guardias valonas, barón de Holmberg.
Estos individuos han venido a ofrecer
sus servicios al gobierno, y han sido recibidos con la consideración que merecen
por los sentimientos que protestan en obsequio de los intereses de la patria”.
El otro periódico que por entonces se imprimía en Buenos Aires –“El Censor”- no
dio información acerca del arribo de la fragata inglesa.
El recién
llegado
¿Quién es
este Teniente Coronel recién llegado? Muy pocos recuerdan a su padre y a su
madre, aunque sí quedan todavía unos pocos parientes o amigos de uno y de otra;
menos son, seguramente, los que a él lo conocieron niño, durante su breve paso
por las bandas rioplatenses.
Nacido en
Yapeyú el 25 de febrero de 1778, de la mano de sus progenitores y junto con sus
cuatro hermanos, mayores que él, marchóse a España cuando apenas contaba cinco
años de edad (25 de febrero de 1778 es la fecha tradicional y oficialmente
aceptada, aunque hay desacuerdos al respecto. José Pacífico Otero, por ejemplo,
afirma que el Libertador vino al mundo en 1777. Yapeyú y 25 de febrero de 1778
son lugar y fecha de nacimiento que figuran en el registro de sepelios,
correspondientes al año 1850, de la iglesia parroquial de Boulogne-sur- Mer).).
En Málaga realizó el aprendizaje elemental -ya en el hogar, como se solía, ya en
alguna escuela pública, muy probablemente en una de Temporalidades- y en 1789
sentará plaza de cadete en el Regimiento de Murcia. Comenzó así para José
Francisco una carrera militar que se prolongaría hasta 1811. El 5 de setiembre
de ese año se le concedió, a su solicitud, el retiro y permiso para pasar a
Lima. Interin, ha combatido en Africa y en Europa, en el desierto de Orán (Norte
de Africa), en el llano, en la montaña pirenaica (Cordillera de los Pirineos,
entre Francia y España) y en el mar (a bordo de la fragata “Santa Dorotea”); ha
sido vencedor y prisionero.
Fue jefe victorioso de unos pocos soldados en el
combate de Arjonilla y oficial subordinado en el campo triunfal de Bailén.
Conoció el riesgo de perder la vida en tres ocasiones: entre Valladolid y
Salamanca, al ser asaltado por cuatro bandoleros en un solitario camino; en
Cádiz, al ser confundido con el general Solano por una multitud enardecida, y en
Arjonilla, donde lo salvó el soldado Juan de Dios. Se inició como cadete y llegó
a teniente coronel; empezó su carrera en la infantería y la concluyó en la
caballería.
Fue distinguido por los jefes a cuyas órdenes estuvo señalemos en
particular al marqués de Coupigny, mencionado por la Gaceta de Buenos Aires-, y
ostenta como premio la medalla de Bailén. Esbocemos ahora, en lo físico, en lo
moral, en el carácter, a este criollo, según lo verán en los próximos años sus
compatriotas y los americanos que compartirán con él luchas y afanes. Su
estatura no pasa de 1,70 m y casi seguramente no llega a tal medida, pero
impresiona como tanto o más porque el recién llegado está siempre erguido, con
presencia castrense. El rostro se muestra moreno, ya por coloración natural de
la piel, ya por la huella que en él ha dejado el servicio prestado a campo
abierto.
La nariz es aguileña y grande. Los prominentes y negros ojos no
permanecen nunca quietos y son dueños de una mirada vivísima. Posee un
inteligencia poco común y sus conocimientos van más allá de los propios de una
estricta formación profesional. De maneras tranquilas y modales que revelan
esmerada educación, según los momentos es dicharachero y familiar, severo y
parco, optimista y dispensador de ánimo para quienes lo han perdido o vacilan.
Ni en este momento de su retorno ni en el futuro, alguien podrá tacharlo de
indiscreto, llegando en ocasiones a ser por necesidad, casi críptico o
disimulador sin mentira.
Escribía
lacónicamente, con estilo y pensamiento propios, dice Bartolomé Mitre (“Historia
de San Martín y la Emancipación Americana”). Poseía el francés, leía con
frecuencia y, según se desprende de sus cartas, sus autores predilectos eran
Guibert y Epicteto, cuyas máximas observaba, o procuraba observar, como militar
y como filósofo práctico.
Profundamente reservado y caluroso en sus afecciones,
era observador sagaz y penetrante de los hombres, a los que hacía servir a sus
designios según sus aptitudes. Altivo por carácter y modesto por temperamento y
por sistema más que por virtud, era sensible a las ofensas, a las que oponía por
la fuerza de la voluntad un estoicismo que llegó a formar en él una segunda
naturaleza.
Por qué, para qué
retorna
En tres
ocasiones, el futuro Libertador explicará por qué y para qué decidió retornar a
América. Así, en 1819, dirá: “Hallábame al servicio de la España el año de 1811
con el empleo de comandante de escuadrón del Regimiento de Caballería de Borbón
cuando tuve las primeras noticias del movimiento general de ambas Américas, y
que su objetivo primitivo era su emancipación del gobierno tiránico de la
Península”.
“Desde este
momento, me decidí a emplear mis cortos servicios a cualquiera de los puntos que
se hallaban insurreccionados: preferí venirme a mi país nativo, en el que me he
empleado en cuanto ha estado a mis alcances: mi patria ha recompensado mis
cortos servicios colmándome de honores que no merezco…” Y en 1827, hablando de
sí en tercera persona, manifestará:
“El general
San Martín no tuvo otro objeto en su ida a América que el de ofrecer sus
servicios al Gobierno de Buenos Aires: un alto personaje inglés residente en
aquella época en Cádiz y amigo del general, a quien confió su resolución de
pasar a América, le proporcionó por su recomendación pasaje en un bergantín de
guerra inglés hasta Lisboa, ofreciéndole con la mayor generosidad sus servicios
pecuniarios que, aunque no fueron aceptados, no dejaron siempre de ser
reconocidos”.
Y corridos veinte años, volvió sobre el tema al decir a Ramón
Castilla: “Como usted, yo serví en el ejército español, en la Península, desde
la edad de trece a treinta y cuatro años, hasta el grado de teniente coronel de
caballería.
Una reunión de americanos en Cádiz, sabedores de los primeros
movimientos acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etc., resolvimos regresar cada
uno al país de nuestro nacimiento, a fin de prestarle nuestros servicios en la
lucha, pues calculábamos se había de empeñar”.
Retorna,
entonces, porque ha tenido noticia de los importantes sucesos que están
ocurriendo y para ofrecer sus servicios militares a la tierra de su nacimiento.
Algunos no lo creerán así y tras su llegada comienzan a correr las versiones más
contradictorias o disparatadas: así, se llega a decir, con intención que no
necesita ser explicada, que es un espía, que es agente francés, que lo es, sí,
pero británico. Con el correr de los años, y aún después de la muerte de San
Martín, se seguirá dando aliento a estas patrañas, a estas especiales maneras
que tienen algunos para exhibirse sabedores de lo que todos desconocen. Más
nadie encontrará el menor dato que favorezca sus aserciones hechas a media voz,
ninguno de sus impugnadores podrá valerse del menor principio de prueba en favor
de tesis tan peregrinas como reiteradas.
Cómo se lo
recibe
La rápida
comunicación hecha a Juan Martín de Pueyrredón, a cargo del Ejército Auxiliador
del Perú, y la difusión por la Gaceta de la llegada de los siete oficiales
atestiguan que el Gobierno le concede importancia al hecho.
No es para menos. En
momentos difíciles como los que transcurren para el movimiento iniciado en mayo
de 1810, todo aporte, todo apoyo, cobra significación especial.
No se la
restará tampoco Gaspar de Vigodet, quien a la sazón gobierna en Montevideo. Por
ello, el 25 de marzo se dirigirá al ministro de Guerra del Consejo de Regencia
para señalar “la grande sorpresa, y sentimiento que me ha causado como a todos
los buenos españoles este inesperado acontecimiento y representarle el gravísimo
perjuicio que resulta al Estado de la concesión de semejantes permisos a unos
individuos como éstos, reputados por infidentes y adictos al sistema de la
independencia”. Suspicacias y prevenciones se manifiestan también en el seno del
Gobierno.
“A principios de 1812 -escribirá San Martín en 1848, a Ramón Castilla-
fui recibido por la Junta gubernativa de aquella época, por uno de los vocales
con favor y por los dos restantes con una desconfianza muy marcada”. Quiénes son
estos dos, no se lo sabrá nunca a ciencia cierta, mas los hechos por ocurrir a
poco permitirán afirmar que, prontamente, todo quedará aventado.
Su esposa:
Remedios
Nació en
Buenos Aires el 20 de noviembre de 1797, siendo sus padres D. José Antonio de
Escalada, rico comerciante, canciller de la Real Audiencia de 1810, y doña
Tomasa de la Quinta Aoiz Riglos y Larrazábal. Esta ilustre familia -ha dicho un
historiador- se caracterizó siempre en la colonia y en la república, por el
mérito de sus varones y el boato representativo de sus mujeres. Se recuerda
entre las familias porteñas el empleador de las veladas y fiestas con que estos
señores Escalada mantenían el prestigio de su elevada posición.
Remedios,
esposa del general San Martín más tarde, era de una delicadeza exquisita. Su
elevado sentido de la dignidad y sus patrióticas virtudes envuelven su recuerdo
en un aroma agradable, ocupando un lugar destacado entre las damas de la época,
por haber sido la que primero tuvo el noble y patriótico gesto de desprenderse
de sus sortijas y aderezos para contribuir a la formación de las huestes
patriotas.
Remedios
tenía 14 años cuando arribó a nuestras playas el Teniente Coronel de caballería
D. José de San Martín, grado adquirido en una interminable serie de combates,
ora en la madre patria contra el extranjero invasor, ora en África, guerreando
contra la morisca audaz y bravía.
Al llegar a
su patria, ofreció su brazo y su espada a la causa emancipadora, y el gobierno
de las Provincias Unidas se apresuró a aceptar tan patriótico ofrecimiento, sin
soñar acaso, que al hacerlo acababa de armar caballero de la causa americana al
más decidido y esforzado paladín, que debía escribir largas páginas brillantes,
rebosantes de gloria y exuberantes de nobles ejemplos para las generaciones
futuras.
Desde el momento en que San Martín ofreció sus servicios al la causa de
la independencia, la casa de la familia Escalada, que era un centro de patriotas
de la Revolución, le abrió sus puertas y fue uno de los más asiduos
concurrentes. Allí conoció a la niña que debía ser después su esposa. El futuro
adalid, llegó pobre y sin relaciones, no trayendo más que una buena foja de
servicios de España y el propósito de prestar leales y desinteresados servicios
a su patria.
José Antonio
de Escalada, con clara visión, entrevió en aquel arrogante militar a un general
de nota y no tuvo inconvenientes en aceptar los galanteos a su hija, no obstante
la diferencia de edad entre ambos, que llegaba casi a 20 años: “ella, niña, no
muy alta, delgada y de poca salud; él de edad madura, estatura atlética, robusto
y fuerte como un roble”.
San Martín al
vincularse a esa familia conquistaba posición y atraía a las filas del Escuadrón
de Granaderos a Caballo, que estaba organizando, a una pléyade de oficiales,
como sus hermanos políticos Manuel y Mariano y sus amigos, los Necochea, Manuel
J. Soler, Pacheco, Lavalle, los Olazábal, los Olavarría y otros que llenaron
después con su espada páginas admirables en la epopeya americana.
Desde que San
Martín conoció a Remedios, como él llamaba a su tierna compañera, se enamoró de
ella y comenzó el idilio que terminaría en el matrimonio celebrado en forma muy
íntima en la Catedral de Buenos Aires, el 12 de septiembre de 1812. Fueron sus
testigos “entre otros” -dice la partida original- el sargento mayor de
Granaderos a Caballo D. Carlos de Alvear y su esposa doña Carmen Quintanilla.
No habían
transcurrido tres meses de la fecha en que se celebró la boda, cuando el coronel
San Martín recogía su primer laurel en los campos de San Lorenzo, donde, como es
sabido, muy poco faltó para que doña Remedios quedase viuda. Desde este instante
su talla militar adquiere contornos gigantescos y es el comienzo real de su vida
pública que terminaría simultáneamente con los días de su esposa, once años
después.
Cuando San
Martín marchó a tomar el mando del Ejército del Norte, Remedios quedó en Buenos
Aires. Fue en esa época cuando el ilustre soldado sintió los primeros síntomas
del grave mal que debía alarmarlo en una gran parte de su agitada existencia,
mal que lo obligó a trasladarse a la provincia de Córdoba, al establecimiento de
campo de un amigo, reponiéndose algún tiempo después de sus dolencias.
Cuando
fue designado Gobernador Intendente de la provincia de Cuyo, su esposa lo
acompañó en su estadía en Mendoza y apenas llegó ella a esta ciudad, la casa del
General se transformó en alegre y hospitalaria, en un centro radioso de la
sociedad mendocina, por obra de su exquisita cultura y el prestigio de su bondad
y virtudes.
A ella concurrían los oficiales y los jóvenes de la localidad que
después se agregaron, Palma, Díaz, Correa de Sáa, los Zuloaga y Corvalán, que
unidos a los primeros cruzaron la cordillera y formando parte de los vencedores,
llegaron hasta la Ciudad de los Virreyes, en el paseo triunfal que realizaron a
través de media América.
En el mes de
enero de 1817, el Ejército de los Andes emprendió la colosal empresa que debía
cubrirlo de laureles y su comandante en jefe dejó el hogar para no volver a él
sino de paso, en los entreactos que le permitían sus victorias.
Así continuó el
andar del tiempo y en 1819, San Martín, que tenía su pensamiento aferrado a la
idea de afianzar la independencia de su Patria atacando al enemigo en el centro
de su poderío, el Perú, pidió a su esposa que regresara a casa de sus padres y
así lo hizo “Remeditos”, revelando que era tan tierna como obediente esposa.
Ya
tenía entonces a su pequeña Mercedes de San Martín, que sería más tarde esposa
de D. Mariano Balcarce, única hija del matrimonio, la cual había nacido en
Mendoza, en 1816. Acompañáronla en su viaje, su hermano, el Teniente Coronel
Mariano de Escalada, y su sobrina Encarnación Demaría, que después fue señora de
Lawson.
Remedios de
Escalada de San Martín tras su traslado de Mendoza a Buenos Aires vivió en la
casa de sus padres, y agravada la enfermedad que padecía, por consejo médico
debió trasladarse a una quinta de los alrededores (actual Parque de los
Patricios), de propiedad de su medio hermano Bernabé. Abatida y enferma,
esperaba siempre la vuelta de su esposo, anunciada tantas veces. La muerte de su
padre, acaecida el 16 de noviembre de 1821, agravó su malestar, justamente en
los momentos en que el héroe renunciaba a los goces de la victoria y de las
delicias del poder, después de la célebre entrevista de Guayaquil, y se retiraba
para siempre de la escena política, cerrando su vida pública con un broche de
oro, que deberá ser siempre profundamente comprendido por las generaciones
futuras, porque su renunciamiento evitó la guerra civil en Sud América que
habría destruido la obra emancipadora iniciada en mayo de 1810.
Profundamente
atormentada por sus preocupaciones, que facilitaron el desarrollo del terrible
mal en su delicado organismo, falleció en la quinta en que se radicó para
combatir su enfermedad el 3 de agosto de 1823. San Martín se encontraba en
Mendoza y en junio había escrito su última carta a D. Nicolás Rodríguez Peña, en
que le decía que habíale llegado el aviso de que su mujer estaba moribunda, cosa
que lo tenía de “muy mal humor”, pero sus propios males le impidieron llegar a
Buenos Aires para recibir de su esposa el postrer beso, antes de iniciar viaje
sin retorno.
“Murió como
una santa -refería su sobrina Trinidad Demaría de Almeida, que rodeó su lecho en
los últimos instantes- pensando en San Martín, que no tardó en llegar algunos
meses después, con amargura en el corazón y un desencanto y melancolía que no le
abandonaron jamás”.
De regreso en Buenos Aires, el General San Martín -entre
noviembre de 1823 y febrero de 1824- hizo construir un monumento en mármol, en
el cementerio de la Recoleta, para depositar en él los restos de su Remeditos,
en el que hizo grabar el siguiente epitafio: “Aquí yace Remedios de Escalada,
esposa y amiga del general San Martín”.
Monumento que
cubre los restos de la que “fue digna hija, virtuosa esposa, madre amantísima,
patricia esclarecida y mujer merecedora del respeto general”.
Remedios de
Escalada de San Martín figuró en la Sociedad Patriótica, asistió al célebre
“complot de los fusiles”, en que las damas patricias se propusieron armar un
contingente con su peculio particular, y tomó parte en todas las iniciativas
promovidas por las mujeres de la época en pro del movimiento emancipador.
El
documento que redactan aquellas nobles damas que se propusieron reforzar los
contingentes que bregaban por afianzar la independencia nacional, con la famosa
empresa llamada el “complot de los fusiles”, terminaba con las palabras
siguientes: “Yo armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra
libertad.”
Su hija:
Mercedes
“Aunque es
verdad que todos mis anhelos no han tenido otro objeto que el bien de mi hija
amada, debo confesar que la honrada conducta de ésta y el constante cariño y
esmero que siempre me ha manifestado han recompensado con usura todos mis
esmeros, haciendo mi vejez feliz”. San Martín, 1844.
En Francia,
el 28 de febrero de 1875, fallecía Mercedes San Martín de Balcarce. Blanca ya su
cabeza, mostrábase aún como la evocara un compatriota tras visitarla en su
residencia de Brunoy: “Tengo todavía presente su alta e imponente figura,
aquella su gracia seductora y súbita simpatía que a las primeras palabras
inspiraba”.
Cuando le
llegó la muerte, estaba por cumplir 59 años de edad. En el otro extremo de su
existencia, el nacimiento había sido así anunciado por su padre a Tomas Guido,
el gran amigo: “Sepa usted que desde anteayer soy padre de una infanta
mendocina”. La carta tiene por fecha la del 3 de agosto de 1816. También en este
día se la cristianaba en la Matriz de la capital cuyana, por mano del presbítero
Lorenzo Guiraldes, a la sazón vicario general castrense.
La correspondiente acta
dice que fue bautizada y llamada “Mercedes Tomasa, de siete días, española,
legítima de señor Coronel Mayor General en Jefe del Ejercito de los Andes y
Gobernador Intendente de la Provincia de Cuyo, don José de San Martín y la
señora María Remedios Escalada. Fueron padrinos: el sargento mayor don José
Antonio Alvarez Condarco y la señora doña Josefa Alvarez”.
El “anteayer” de la
carta Guido y los “siete días” de que habla el acta bautismal provocan duda
acerca de la fecha exacta del nacimiento de la hija unigénita del futuro
Libertador. Y no deja de llamar la atención lo de “española”, tratándose de
quien había nacido cincuenta días después de declarada la independencia
nacional. Quizá tal calificación se debió a la fuerza de la costumbre.
Entre dos
travesías
Poco más de
cuatro meses de vida tiene Mercedes cuando su padre, en enero de 1817, parte de
Mendoza al frente del ejército llamado a realizar el plan continental de
liberación política. Por los mismos días, Remedios y su hija viajan a Buenos
Aires. Seguramente, el alejamiento habrá producido en el esposo y esposa un
dolor como “cuando la uña se separa de la carne”, según expresa el Poema del
Cid. El cruce de la cordillera fue la gran hazaña inicial. Chacabuco, la primera
victoria de San Martín en tierra chilena.
Con tal motivo, el 5 de marzo de 1817,
el director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Juan Martín de
Pueyrredón – sabedor de que no puede premiar al padre por sus triunfos pues todo
honor y recompensa los rechaza sistemáticamente- acuerda a Mercedes una pensión
vitalicia de 600 pesos anuales.
Así lo comunica a Remedios, tres días después,
Juan Florencio Terrada, encargado del Departamento de Guerra. Aquella, el 11 de
marzo expresó por carta su agradecimiento a Pueyrredón y agrega que desearía
hacerlo personalmente, más que la priva de ese gusto un “notorio quebranto de mi
salud”.
Cuando el 1821 la Junta de Representantes de Buenos Aires deje en
suspenso el pago de todas las pensiones graciables, exceptúa expresamente de
ello a Mercedes. Empero a partir del año siguiente la niña no percibirá más la
anualidad y, según señala Mitre, a partir del cuarto trimestre de 1823, su
nombre ya no figurará más en la lista de pensionados.
Fue este el
segundo obsequio oficial recibido por Mercedes. El primero, a poco de su
nacimiento, le había sido hecho por el gobierno de Mendoza: 200 cuadras en Los
Barriales. Cuando San Martín renunció en nombre de su hija a la donación,
sugiriendo que se destinase dichos terrenos para premiar a oficiales militares
que se distinguieran en el servicio a la patria, el asesor fiscal dictaminó que
los padres no podían perjudicar a sus hijos menores en mérito a la patria
potestad ejercida sobre ellos.
Padre e hija
volvieron a estar juntos por dos veces. La primera fue cuando el héroe tras su
triunfo en Chacabuco, viajó a Buenos Aires, ciudad a la que llegó a comienzos de
abril de 1817 y en la que permaneció hasta el 20 de ese mes. La segunda fue en
1818, oportunidad en que el padre, madre e hija marcharon a principios de julio
a Mendoza desde la Capital, adonde había arribado aquel el 11 de mayo, apenas
corrido un mes de la victoria de Maipú. Al agravarse el mal que aquejaba a su
esposa, el Libertador debió aceptar que ella y la niña retornaran a Buenos
Aires, lo cual hicieron en marzo de 1819.
Corren los días y los años. EL 2 de
agosto de 1823, Remedios muere en la ciudad porteña. El 4 de diciembre
siguiente, tras catorce días de viaje, llega el héroe y le rinde postrero y
público homenaje con la siguiente inscripción en su tumba: “Aquí yace Remedios
de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”.
Hostilizado por muchos y en
desacuerdo con su suegra doña Tomasa, por la educación harto regalona que
recibía Mercedes, toma la tremenda decisión de hacer una segunda travesía: la
que lo llevará al ostracismo definitivo, aunque el nunca lo concibió como tal.
El 10 de febrero de 1824, padre e hija se embarcan con rumbo a Europa, en el
navío francés “Le Bayonnais”.
Educación de la
hija
La educación
de Mercedes es idea fija, casi obsesiva, para su padre. Acerca de como había
encontrado a la niña al regresar a Buenos Aires, hará en 1828 esta confidencia a
Manuel de Olazabal: “¡Que diablos!, la chicuela era muy voluntariosa e
insubordinada, ya se ve, como educada por la abuela”. Mientras navegan, se
muestra tan severo, (quizá para eliminar prontamente la inconducta), que
Merceditas “lo más del viaje lo pasó arrestada en el camarote”.
Ya en Europa
e internada la hija en un colegio inglés, del que más adelante pasará a otro
sitio en el continente, el Libertador dedica a su educación la mayor parte de
los pocos bienes con que cuenta por entonces.
Pero no solamente el dinero, sino,
también, sus meditaciones. Si para los granaderos había dictado un severo
reglamento, un código con mucho de pedagogía castrense, para mejor guiar, para
mejor formar a Mercedes, redacta en 1825 las celebres once máximas, esas que él
tendrá por objetivos y a cuya lectura recurrirá con frecuencia para hacerlas
realidad. A medida que el tiempo transcurra y vea concretarse el éxito deseado,
San Martín se referirá al asunto una y otra vez.
Así, escribirá a Guido: “Cada
día me felicito más de mi determinación de haber conducido mi chiquilla a Europa
y arrancada del lado de doña Tomasa; esta amable señora, con el excesivo cariño
que la tenía, me la había resabiado, -como dicen los paisanos- en términos que
era un diablotín. La mutación que se ha operado es tan marcada como la que ha
experimentado en figura. El inglés y el francés le son tan familiares como su
propio idioma, y su adelanto en el dibujo y la música son sorprendentes.
Ud. me
dirá que un padre es un juez muy parcial para dar su opinión, sin embargo mis
observaciones son hechas con todo el desprendimiento de un extraño, porque
conozco que de un juicio equivocado pende el mal éxito de su educación”.
Casamiento de
Mercedes
En 1831, San
Martín y su hija residen a dos leguas y media de París, en una casa de campo
donde siempre hay preparada una habitación para el recién llegado. Hasta allí,
providencialmente, desde Londres arriba en marzo el joven Mariano Balcarce, hijo
del vencedor de Suipacha. Allí día siguiente, Mercedes enferma de cólera y poco
después sucede otro tanto con su padre.
Los dos serán solícitamente atendidos
por el huésped, seguramente con más eficacia que la que podría haber mostrado la
única criada que allí sirve. La joven se repondrá en un mes; su padre tendrá
complicaciones gástricas y necesitará mucho más tiempo.
El ocasional
encuentro provocó mutua simpatía entre los jóvenes y derivó noviazgo. Con tal
motivo, el 7 de diciembre de 183l, el héroe así escribía a Dominga Buchardo de
Balcarce, madre de Mariano: “Antes del nacimiento de mi Mercedes, mis votos eran
porque fuese varón; contrariado en mis deseos, mis esperanzas se dirigieron a
que algún día se uniese a un americano, hombre de bien, si posible, el que fuese
hijo de un militar que hubiese rendido servicios señalados a la dependencia de
nuestra patria”.
“Dios ha
escuchado mis votos, no sólo encontrando reunidas estas cualidades en su
virtuoso hijo don Mariano, sino también coincidir en serlo de un amigo y
compañero de armas.
Sí como espero este enlace es de aprobación de usted, sería
para mí la más completa satisfacción”. “La educación que Mercedes ha recibido
bajo mi vista, no ha tenido por objeto formar de ella lo que se llama una dama
de gran tono, pero sí el de hacer una tierna madre y buena esposa; con esta base
y las recomendaciones que adornan a su hijo de usted, podemos comprometernos en
que estos jóvenes sean felices, que es lo que aspiro”.
La carta,
además de permitirnos conocer el deseo sanmartiniano de haber sido padre de un
varón, constituye una prueba más de la importancia y sentido concedidos por el
héroe a la educación de Mercedes.
La boda se
realizó el 13 de septiembre de 1832, siendo testigos José Joaquín Pérez y el
general Juan Manuel Iturregui, ministro de Chile en Francia y agente diplomático
del Perú, respectivamente.
Los esposos viajaron prontamente a Buenos Aires,
donde quedaron por dos años y nació María Mercedes, su hija y la primera nieta
del Libertador. La llegada del matrimonio hizo que Guido escribiese a San
Martín, el 27 de marzo de 1833, lo siguiente: “Ya tenemos por acá a la amable
Mercedes. Desde el domingo está entre nosotros. Dos veces he ido a verla y en
ambas ha estado recogida porque la navegación la ha desmedrado un poco”.
“Cuantos la
han visto y la han hablado notan la educación cuidada que ha recibido y me dan
de ella una idea bien honrosa. El joven Balcarce me ha gustado mucho: desnudo de
la secatura de carácter de la familia, ha tomado los modales suaves y la
susceptibilidad necesaria de sus años. Basta solamente que no los deje usted
solos y que los venga pronto a acompañar”.
Ya estaban los esposos de regreso en
Francia cuando advino al mundo su segunda hija, Josefa, según anoticia el
abuelo, por carta de 1º de febrero de 1837, a su gran amigo Pedro Molina: “La
mendocina dio a luz una segunda niña muy robusta: aquí me tiene usted con dos
nietecitas cuyas gracias no dejan de contribuir a hacerme más llevaderos mis
viejos días”.
La vida en el
hogar
San Martín y
los Balcarce viven en Grand Bourg. Allí los visita un hermano de Mariano, el
joven Florencio, poeta residente en Francia. En 1838, escribe así a otro hermano
que está en Buenos Aires: “Tengo el placer de ver la familia un domingo si y
otro no. El general goza a más no poder de esa vida solitaria y tranquila que
tanto ambiciona. Un día lo encuentro haciendo las veces de armero y limpiando
las pistolas y escopetas que tiene; otro día es carpintero, y siempre pasa así
sus ratos, en ocupaciones que lo distraen de otros pensamientos y lo hacen gozar
de buena salud”. De su cuñada expresa: “Mercedes se pasa la vida lidiando con
las chiquitas que están cada vez más traviesas”; y de éstas: “Pepa entiende
francés y español, aunque no habla aún”, y de Merceditas dice “…el abuelo que no
la ha visto un segundo quieta”. La ancianidad Llega para el Libertador.
Su hija
ha colmado todas sus esperanzas. Por eso, en 1844, cuando testa, expresa así su
recatado agradecimiento: “Aunque es verdad que todos mis anhelos no han tenido
otro objeto que el bien de mi hija amada, debo confesar que la honrada conducta
de esta y el constante cariño y esmero que siempre me ha manifestado han
recompensado con usura todos mis esmeros, haciendo mi vejez feliz”.
Los últimos años
El dolor
sufrido por Mercedes al morir su padre, el 17 de agosto de 1850, se renovará
diez años después, al fallecer su primogénita María Mercedes en plena juventud.
La memoria del héroe permanece viva en su hija y en Mariano Balcarce. Los dos
cumplirán celosamente las mandas testamentarias y no escatimarán el archivo
paterno a Mitre cuando éste se decide a escribir con método científico la
historia de la epopeya libertadora. Radicados en Brunoy, una habitación se
destinará a conservar cuanto recuerda materialmente al gran padre y abuelo.
Y
también allí, en el panteón familiar erigido en el cementerio de Brunoy,
permanecerán los restos del Libertador mientras su hija viva. Mercedes sabe que
su padre ha expresado el deseo de que su corazón sea llevado a Buenos Aires y no
se opone a ello, pero no consentirá en separarse de esos restos mientras Dios no
la llame a su seno para poder tributarle así homenaje del amor filial. Esto
explica por qué las veneradas cenizas no retornarán a la Argentina, a América,
hasta 1880.
Y allí en
Brunoy, en Francia, “la mendocina” concluirá su existencia, y corrida una
década, el 20 de febrero de 1885, la seguirá su esposo. Los sobrevive Josefa
Dominga, quien contrajo matrimonio con Fernando Gutiérrez Estrada, vástago de
una familia mexicana. Ella fallecerá en 1924, sin dejar descendencia.
El 13 de
diciembre de 1951, los restos de Mercedes, de Mariano Balcarce y de María
Mercedes recibieron definitiva sepultura en un monumento fúnebre especialmente
construido en la basílica de San Francisco, de la ciudad de Mendoza, la tierra
donde vino al mundo la hija del Libertador. Los despojos habían llegado a Buenos
Aires dos días antes, traídos desde Francia a bordo del guardacostas
“Pueyrredón”.
Máximas
redactadas por el General San Martín para su hija Mercedes Tomasa:
1º.-
Humanizar el carácter y hacerlo sensible aún con los insectos que nos
perjudican. Stern ha dicho a una mosca abriéndole la ventana para que saliese:
“Anda, pobre Animal, el Mundo es demasiado grande para nosotros dos”.
2º.-
Inspirarla amor a la verdad y odio a la mentira.
3º.-
Inspirarla gran Confianza y Amistad pero uniendo el respeto.
4º.-
Estimular en Mercedes la Caridad con los Pobres.
5º.- Respeto
sobre la propiedad ajena.
6º.-
Acostumbrarla a guardar un Secreto.
7º.-
Inspirarla sentimientos de indulgencia hacia todas las Religiones.
8º.- Dulzura
con los Criados, Pobres y Viejos.
9º.- Que
hable poco y lo preciso.
l0º.-
Acostumbrarla a estar formal en la Mesa.
11º.- Amor al
Aseo y desprecio al Lujo.
12º-
Inspirarla amor por la Patria y por la Libertad.
Su destierro
El 10 de
febrero de 1824, el general San Martín le escribe a su amigo y compadre, el
coronel Brandsen: “Dentro de una hora parto para Europa con el objeto de
acompañar a mi hija para ponerla en un colegio y regresaré a nuestra patria en
todo el presente año, o antes, si los soberanos de Europa intentan disponer de
nuestra suerte”.
Con la mente
puesta en su país y en el futuro de su pequeña hija, partía espartanamente hacia
la vieja Europa el hombre que más laureles y glorias había prodigado a la tierra
de su nacimiento. Atrás quedaban los recelos, los odios y las diatribas de los
pequeños en méritos pero de grandes bocas frente al coloso de la historia.
Cuando San
Martín comprendió, frente a Bolívar, que los dos no cabían en América del Sur, y
que el escenario y el fruto de sus triunfos peligraban frente a posibles o
seguras disensiones, tuvo la abnegación y el mérito sublime de posponer sus
derechos y sus concepciones estratégicas y políticas para que la única causa,
que había abrazado y defendido con eficacia y con gloria, no sufriera tropiezos.
Su causa, como lo dijera muchas veces, era “la causa de la libertad de América y
la dignidad del género humano”.
Había
regresado del Perú con la íntima convicción de que su “ínsula cuyana” le
depararía la tranquilidad y quietud a que aspiraba; que podía colgar su sable
legendario y transformarse en un sereno observador del acontecer humano y en un
eficaz agricultor de la tierra que tanto amaba.
Su obra ya estaba en marcha y en
vísperas de su eclosión definitiva. Sus palabras proféticas, dichas al virrey La
Serna en la conferencia de Punchauca, estaban grabadas en su mente: “Sus
ejércitos se batirán con la bravura tradicional, pero serán impotentes ante la
determinación de millones de hombres a ser independientes”. Bolívar y sus
compañeros cerrarían inevitablemente este capitulo que él había iniciado y, sin
duda alguna, ambicionado terminar.
Mitre señaló con verdad y con justicia: “Sin
Chacabuco y sin Maupú no hubiesen tenido lugar ni Boyacá, ni Carabobo, ni
Ayacucho”.
No era, pues,
ese balance lo que turbaba la tranquilidad del héroe. Su destino, que el había
elegido, estaba echado. Lo que torturaba su alma era la ingratitud, la perfidia
y la traición de quienes más le debían, de aquellos a quienes había colmado de
honores y abierto las puertas de la posteridad. No volvía derrotado y disminuido
en su prestigio, como no venía tampoco huyendo de ningún fantasma ni de ningún
remordimiento, como echaron a rodar sus adversarios mediante la cobardía del
libelo anónimo o del pasquín irresponsable. No era verdad que la sociedad
porteña lo recibiera con frialdad o con disgusto, como no es verdad que su
familia política le negara su apoyo o su adhesión, como se comprueba fácilmente
a través de numerosos testimonios.
Su llegada a
Mendoza, en enero de 1823, fue causa de afectuosos y emotivos encuentros con sus
antiguos camaradas y amigos. Su chacra estaba lista para recibirlo y a ella se
dirigió, antes de proseguir su viaje a Buenos Aires y reintegrarse a su familia.
Allí experimentó los primeros sinsabores y tropiezos al verse vigilado en sus
movimientos, violada o sustraída su correspondencia, rodeado, en fin, por los
sicarios al servicio del gobierno. En esas condiciones no pudo continuar su
viaje a la capital, pues se exponía a cualquier ultraje o atropello en el
camino.
El 3 de
agosto de 1823 fallecía en Buenos Aires su esposa y amiga Remedios de Escalada,
sin que el Libertador pudiera ofrecerle el aliento de su presencia y su postrera
despedida. El 20 de noviembre, San Martín inicia su viaje a la capital,
arribando, sin escolta ni aparato alguno, el día 4 de diciembre. La calumnia
volverá a ensañarse contra su persona y Carlos María de Alvear lanzará un libelo
atacando su honradez y su entereza.
¿Qué podía
esperar el Libertador de un gobierno que cobijaba a los envidiosos de su gloria,
y que, a todas luces le rehuía y le temía? Solo cabía expatriarse. Pedidos los
pasaportes -y no los sueldos que se le debían desde 1819- se ausentó hacia
Europa a bordo del barco francés “Le Bayonais”.
Zarpó de Buenos Aires el 10 de
febrero de 1824, en compañía de su pequeña hija Mercedes, rumbo al puerto de El
Havre en Francia. Dos meses más tarde, el 24 de abril, arribó la nave a destino.
La presencia de San Martín despertó sospechas y múltiples consultas entre las
autoridades francesas y las cancillerías amigas de los Borbones.
Sus papeles
fueron incautados y prolijamente revisados, pues sus antecedentes
revolucionarios y republicanos le hacían persona no grata al régimen imperante.
Sus documentos, que según los funcionarios estaban impregnados de un
republicanismo exaltado, le fueron devueltos y el 4 de mayo San Martín se
embarcó con su hija hacia Southampton, estableciéndose provisionalmente en
Inglaterra.
El mencionado
puerto ingles era a la sazón refugio de numerosos exiliados políticos. Allí se
encontró con su antiguo camarada Mac Duff – Lord Fiffe- quien lo introdujo en la
alta sociedad, presentándolo como conquistador de las libertades de América y
émulo digno de Washington.
Por esos días, se celebró un banquete en
conmemoración de la independencia norteamericana, al que concurrió especialmente
invitado. Se encontró con antiguos amigos: García del Río, Paroissien y Alvear,
entre otros. A los postres, el primero ofreció una demostración y San Martín,
alzando la copa, brindó por su amigo Bolívar y por la feliz culminación de la
campaña.
Esta actitud
del prócer fue motivo para que Alvear reiniciara su tarea difamatoria,
informando al gobierno de Buenos Aires que San Martín conspiraba con el general
mejicano Agustín de Iturbide, apoyando su lucha para imponer el sistema
monárquico en América. Circuló, por entonces unlibelo titulado “La vida del
general San Martín”, cuya autoría se atribuyó a Alvear, como también una
caricatura del Libertador que lo mostraba con la corona del Perú escapándosele
de las manos.
En cuanto a la entrevista con Iturbide –que este sí le pidió por
carta- nunca se supo si efectivamente se realizó, pues el político mejicano
regresó a su patria con el objeto de derrocar al régimen del general Guadalupe
Victoria, siendo capturado y fusilado en Padilla.
Es muy poco
lo que se conoce de las actividades de San Martín en Inglaterra. Se sabe,
ciertamente, que permaneció allí desde mayo hasta diciembre de 1824, viajando
por distintas partes del país, principalmente por el norte de Escocia donde, por
gestión de Lord Fiffe, fue distinguido con la ciudadanía honoraria de Banff,
principal localidad vecina a las heredades del ilustre amigo inglés. Este
episodio no debe sorprender si tenemos en cuenta que Inglaterra recibió con gran
beneplácito a los próceres sudamericanos y que San Martín cultivaba otras
amistades con nobles ingleses que había conocido durante las campañas contra la
invasión napoleónica en España.
El Libertador
seguía aferrado a los problemas americanos. En Londres intervino en las
gestiones para adquirir dos fragatas que reforzaran la armada peruana. La
maledicencia le atribuyó planes intervencionistas lo cual despertó la
indignación de Bolívar al creer, de buena fe, tamaños infundios. Tomás Guido
informará a la posteridad los acontecimientos vividos en Lima con ese motivo.
San Martín
intentó radicarse en Francia, pero fueron infructuosas las gestiones de su
hermano Justo, que vivía en París, para que el conde de Corbiere accediese a
ello. Resolvió, entonces, viajar a los Países Bajos. Obtenida su admisión a ese
reino, retiró a su hija de la pensión en que la había confiado y, a fines de
1824, se estableció en una casa del arrabal de la ciudad de Bruselas.
Bruselas y La
Haya eran las dos ciudades más importantes de los Países Bajos y ambas se
destacaban por la cultura y laboriosidad de sus habitantes. La liberalidad de
las costumbres, la sensación de seguridad y lo barato de la vida, con respecto
al resto de Europa, las señalaban como las más indicadas para residir en ellas.
No en vano fueron refugio para numerosos extranjeros que, por una u otra causa,
debían exiliarse. San Martín eligió Bruselas.
Desconocemos
como consiguió radicarse en ese país y que gestiones previas realizó. José
Pacífico Otero efectúo numerosas investigaciones al respecto, con resultado
negativo. En cuanto a la casa que habitó, pudo establecerse que estaba ubicada
en Rue de la Fiancee Nº 1422. Se sabe que en el centro de la ciudad, en una
pensión inglesa, había alojado a su pequeña Mercedes, que entonces tenía ocho
años de edad.
En cartas a
Guido y a otros amigos, los temas dominantes de este período son la política y
la educación de su hija, contento de esto último al notar sus notables
progresos. Confiesa que se considera en cierta medida feliz, aunque extraña
sobremanera su tierra y sobre todo Mendoza. Por su casa, con tres habitaciones y
un gran jardín, paga mil francos anuales, suma que considera increíblemente
barata. En ella hospedó, durante un tiempo, a su antiguo subordinado y amigo, el
general Miller, y le proporcionó valiosos datos para concretar su biografía. Esa
era también la casa que ofreció a Guido para “compartir un puchero”.
Las
vicisitudes económicas, no obstante, le agobiaban. Del Perú se alejó con un
modesto haber y sólo cuando se tuvo la certeza de su viaje al exterior, se le
adelantaron dos años de la pensión votada por el Congreso.
El gobierno de
Rivadavia, permitió que se fuese sin abonarle un peso de sus sueldos atrasados.
La caída de los valores en Londres; la quiebra de la casa en la que su amigo
Alvarez Condarco había depositado parte de sus ahorros; la depreciación del
cambio; la falta de rentas sobre algunas propiedades -excepto la casa de Buenos
Aires; todo, en fin, configuraba un panorama nada halagüeño. No debe extrañar
esto, por cuanto para San Martín el vil metal no es un fin, sino un medio. El
desinterés constituía, para el, una virtud dinámica y primordial.
En 1830 el
pueblo belga se levantó contra la opresión holandesa y ofreció a San Martín,
según una versión repetida, la conducción del movimiento revolucionario. El
Libertador rehusó la propuesta, indicando que se hiciera cargo de esa tarea un
hijo del país.
Atento a las convulsiones sociales que sobrevinieron, San Martín
decidió llevar a su hija a un colegio de París y luego, debido a una epidemia de
cólera que asoló Bruselas y solucionados los anteriores problemas de residencia
en Francia, resolvió trasladarse a París, previo paso temporario en la ciudad
termal de Aix-en- Provence.
El hombre
que, lejos de la patria, la extrañaba y la seguía sirviendo con denuedo; el
hombre que no había querido ser el verdugo de sus conciudadanos, diciéndole a
Lavalle, después de rehusar el mando que le había ofrecido en 1829: “… en la
situación en que Ud. se halla, una sola víctima que pueda economizar a su país,
le servirá de consuelo inalterable, sea cual fuere el resultado de la contienda
en que se halle usted empeñado, porque esta satisfacción no depende de los demás
sino de uno mismo”; ese hombre de excepción, que para gloria de los siglos se
llamó José de San Martín. Continuaba su peregrinación, esta vez en Francia.
Gran Bourg
Es posible
que hacia 1828 -no hay certeza informativa- San Martín se encontrara en París o
en Bruselas, con el noble español Alejandro Aguado y Ramírez, marqués de las
Marismas del Guadalquivir, antiguo compañero de armas, que en 1808 había sentado
plaza en el Regimiento de Campo Mayor, en el que el argentino ya se distinguía
por sus relevantes méritos; fue entonces que trabaron amistad. Aguado era,
veinte años después, un acaudalado banquero.
Había sido hombre de consejo
económico para Fernando VII y para el mismo rey francés, que le otorgara la Cruz
de la Legión de Honor. Radicado en Francia, alejado del mundo de los negocios y
convertido en mecenas artístico, administraba sus cuantiosos bienes y se
desempeñaba como intendente de la comuna de Evry, en la que estaba comprendido
el predio de Grand Bourg. Residía en el castillo Petit-Bourg, a 25 kilómetros de
París.
Cuando en
1830 San Martín abandonó Bruselas y se trasladó a París, su situación económica
era harto difícil, pues solo subsistía gracias a las rentas exiguas de su finca
mendocina y de una casa porteña, puesto que la estimable pensión que le asignara
por decreto el gobierno peruano había dejado de pagársele. Los gobiernos de
Chile y de Argentina tampoco lo ayudaban en el exilio. Y, en fin, la devaluación
de la moneda lo había llevado a una situación afligente. Su intención de
radicarse en Mendoza se había frustrado en su viaje al Plata en 1828-1829, al
hallarse frente a un país convulsionado por la guerra civil.
Precisamente, al
retornar a Francia se produjo entonces, ahora en 1830, el reencuentro con
Aguado, que fue providencial, pues acudió con ayuda económica a su amigo: “Me
puso a cubierto de la indigencia. A él debo, no solo mi existencia, sino el no
haber muerto en un hospital”, escribe en una carta. Gracias, al parecer, a aquel
auxilio, y con alguna base propia, es que el héroe pudo adquirir una finca en la
localidad de Grand Bourg, el 25 de abril de 1834. Un año después, compró también
una casa en París, sita en la Rue Nueve Saint- Georges, cerca de la residencia
del célebre Thiers.
Pasaba en la
capital temporadas muy breves; la mayor parte del año permanecía en su finca de
campo, junto al Sena, vecino de Aguado, a quien visitaba con frecuencia.
Grand-Bourg, se hallaba a 7 km de París. Su extensión era de escasas 70 áreas.
La casa tenía un piso bajo y dos altos: en la planta baja se encontraban el
salón, el comedor y la cocina; el primer piso tenia cinco habitaciones y tres el
segundo. Su techo era de pizarra.
El nuevo habitante introdujo algunos cambios
edilicios. La sede actual del Instituto Nacional Sanmartiniano de Buenos Aires
es una réplica, con leve modificación de escala, de la residencia francesa. La
casa estaba rodeada de un vasto parque: una huerta con árboles frutales, un
jardín, un invernáculo y algunas dependencias en ese terreno circundante. El
Libertador se entretenía en el cuidado del jardín y algo de la huerta. Casada
Merceditas con Mariano Balcarce, en 1832, fueron a vivir a Grand- Bourg y allí
crecieron las dos nietecitas: Mercedes, nacida en Buenos Aires, y Josefa, en
aquella casa de campo, en 1836. Allí lo visitaba, dominicalmente, Florencio
Balcarce, hermano de Mariano, el autor de “El cigarro”, poema escrito en Grand
Bourg, en el que reflexiona sobre lo efímero de la gloria humana.
A San Martín
le placía la vida reposada y aislada que el lugar le permitía. Sus jornadas eran
ordenadas y apacibles. Allí pasaba de 8 a 9 meses del año, con salidas a sitios
mas cálidos durante el invierno. Sus cartas registran su gusto por esa sosegada
existencia. Se levantaba con el alba, preparaba su desayuno, consistente en te o
café, que tomaba en un mate con bombilla.
Luego pasaba a sus tareas habituales:
el picado de tabaco, que fumaba en pipa y, a veces, en chala; el trapicheo, como
llamaba a la tarea de limpiar y lustrar su colección de armas; la realización de
pequeñas obras de carpintería, a la que era afecto; o, bien, iluminaba
litografías, como entonces se decía al colorear de estampas, particularmente de
barcos, paisajes marinos y escenas campestres; algunas de estas piezas han
llegado hasta nosotros.
El mismo cosía sus ropas, según el hábito adquirido en
el ejército, que no quería abandonar pese a los reclamos de su hija. Tenía un
perrito de aguas, un “choco”, traído de Guayaquil, al que adiestraba en pruebas
de obediencia. Hacía paseos a caballo por las inmediaciones.
De regreso,
descansaba en una vieja poltrona, donde tomaba mate, fumaba y leía. La lectura
fue la más sostenida de sus distracciones. Lo hacía en inglés, italiano y,
naturalmente, francés. Era amigo de leer periódicos particularmente americanos.
En 1848, el agravamiento de sus cataratas lo limitó en ello. Su librería
personal aún se conserva en nuestra Biblioteca Nacional. Dormía en una simple
cama de hierro, comía asado, de preferencia, y bebía vino con sobriedad.
Parte
considerable de su tiempo lo destinaba a ordenar los papeles y documentos de su
archivo personal. Había planeado escribir sus memorias, que esperaba se dieran a
publicidad después de muerto. No avanzó en esta tarea; solo alcanzó a trazar una
cronología de los hechos que protagonizó, desde 1813 a 1832, acompañada con
documentos probatorios. Quizá, les agrego algunas notas y glosas a dichos
papeles, pero, es de lamentar, no compuso finalmente sus Memorias.
Cultivó un
activo dialogo epistolar desde su retiro de Grand-Bourg. Es abundante y
reveladora su correspondencia con los amigos distantes, a los que confía sus
opiniones siempre francas y definidas, sobre la evolución política de los
pueblos americanos o de Europa, y se franquea sobre rasgos de su salud o sobre
la intimidad familiar. Varios de sus corresponsales -v.g. los chilenos Joaquín
Prieto, Manuel Antonio Pinto o Joaquín Tocornal- le encomendaban sus hijos de
viaje por Europa, que visitaban al varón venerable con el respeto inculcado por
sus padres.
De los prohombres americanos, quien le arrancó epístolas mas
fraternales fue Bernardo O’Higgins. Y las más duras y contundentes las
provocaron Manuel Moreno (diplomático argentino destacado en Londres, hermano de
Mariano Moreno), quien, aviesamente, animó el rumor de que el general planeaba
proyectos monárquicos para América; y el peruano Riva Agüero, “despreciable
persona”. También respondía las cartas de historiadores y publicistas que
requerían su información sobre cuestiones en las que había sido ejecutor
principal. Así, las epístolas a Gastón Lafond de Lurcy, quien componía sus
“Viajes alrededor del mundo”, en uno de cuyos tomos insertó la polemizada carta
en la que se revelaría la situación de la entrevista de Guayaquil.
O, de igual
manera, a Guillermo Miller, que había servido a sus órdenes y redactaba por
entonces sus Memorias, para las que obtuvo noticias de primera mano y el último
retrato de San Martín en Grand- Bourg. Miller lo invitaba a un vasto viaje a
Oriente -Constantinopla, Irán, Jerusalén… Nueva York-, casi una vuelta al mundo,
pero no cuajó el proyecto amical. San Martín hizo viajes europeos en los meses
de invierno, pues el de París le resultaba nocivo a sus ataques nerviosos que a
veces lo aquejaban.
En 1841 hizo
una excursión a Bretaña y a la región de la Vandee. Al año siguiente, al Havre,
la Baja Normandía y el Mediodía de Francia. En 1845 visitó Florencia, luego
Nápoles, donde permaneció hasta enero del año inmediato; se desplazó a Génova y
a Roma, regresando a su finca en febrero. En 1847 hizo un viaje a los Pirineos
Orientales, visitó Port-Vendres y Colliure, retornando a Grand-Bourg, para no
emprender ningún otro viaje de estación. El año 1842 fue doblemente luctuoso
para San Martín: murió O’Higgins, en su destierro peruano y murió Aguado, en
viaje por España, nombrándolo albacea testamentario y tutor de sus hijos y
dejándole, como legado, sus joyas y medallas. El prócer cumplió cabalmente su
tarea de albacea y curador, concluida en 1845.
Una
satisfacción vino a morigerar el dolor por la muerte de sus amigos: el gobierno
de Chile, presidido por don Manuel Bulnes, reconoce los méritos del Libertador,
considerándolo en servicio activo hasta el fin de sus días e invitándolo a
residir en aquel país. Un año antes de 1842, Sarmiento, con su artículo sobre la
Batalla de Chacabuco, publicado en “El Mercurio” de Valparaíso, había reavivado
la conciencia chilena de gratitud. En 1838, al enterarse del bloqueo francés a
Buenos Aires, escribió a Rosas ofreciendo sus servicios en defensa de nuestra
soberanía. Cambiará varias cartas con el Gobernador de Buenos Aires hasta 1850.
En una de ellas, el mismo le informa que se lo ha designado ministro
plenipotenciario frente al gobierno del Perú, pero San Martín rechaza el honor y
ofrece sus gestiones en otros terrenos, en favor del suelo patrio. Y lo hará en
un par de epístolas con sensatas y oportunas consideraciones que llamarán a la
reflexión a los gobiernos de Inglaterra y Francia. La primera es la respuesta a
Jorge Federico Dickson, representante del alto comercio de Londres, que fue
difundida por la prensa inglesa. La segunda, dirigida al ministro francés
Bineau, fue leída en el Parlamento por Mr. Bouther. Ambas surtieron poderoso
efecto.
La ultima decía: “establecido y propietario en Francia veinte años ha y
contando acabar aquí mis días las simpatías de mi corazón se hallan divididas
entre mi país natal y la Francia, mi segunda patria”. Sarmiento en una
conferencia de 1847 en el Instituto Histórico de Francia, dijo que todos los
americanos de paso por ese país concurrían a un punto: “Grand-Bourg se llama el
lugar de esta romería” (…) El monumento que los americanos solicitan ver allí es
un anciano de elevada estatura, facciones prominentes y caracterizadas, mirar
penetrante y vivo, en despecho de los años, y maneras francas y amables. La
residencia del general San Martín en Grand-Bourg es un acto solemne de la
historia de América del Sur, la continuación de un sacrificio que principió en
1822 y que se perpetúa aún, como aquellos votos con que los caballeros o los
ascéticos de otros tiempos ligaban toda su existencia al cumplimiento de un
deber penoso”.
Señalaba así el largo ostracismo del héroe y el desfile incesante
de personalidades que acudían a su retiro campestre a conocerlo. Entre ellos,
cabe destacar a tres argentinos ilustres: Juan Bautista Alberdi, quien en 1843,
tras conocerlo en París, en casa de los Guerrico, acudió a Grand-Bourg y pasó
una velada allí. Al año siguiente, lo hizo Florencio Varela; y en el verano de
1846, el mismo Sarmiento, quien dialogó extensamente con el Libertador en el
petit cottage.
Todos ellos han dejado páginas evocativas de aquellos encuentros
dignas de relectura y que registran, con diversidad de ópticas, ricas y
diferentes impresiones sobre la figura prócera y los temas de la conversación. A
medida que los años pasaban y no podía San Martín quebrar su exilio, regresando
a su patria querida, se afirmaba en sí “el sentimiento doloroso de no poder
dejar mis huesos en la patria que me vio nacer”. Su anhelo, nunca amortecido, de
retornar al Plata, reflotaba recurrentemente, pero siempre se lo impedían las
circunstancias políticas mal barajadas.
En 1844,
redacta y firma en París su testamento ológrafo. Cuatro años después, ante el
clima revolucionario creciente en Francia, abandona Grand- Bourg y París, y se
instalará en Boulogne-sur-Mer. A mediados de 1849 venderá su querida finca de
Evry, junto al Sena, que le dio sereno cobijo desde 1834 hasta 1848, casi tres
lustros de apacible vida retirada, con el cálido entorno familiar de los suyos.
Allí, en
Grand-Bourg, cultivó las tres dimensiones del diálogo humano: el hablar con los
muertos, que era la lectura de su selecta biblioteca; el hablar con los vivos,
los distantes, mediante las epístolas, y los cercanos, con sus visitas; y,
finalmente, el hablar consigo mismo, la meditación, de la que extrajo luz de
desengaño y verdad para iluminar su estoico ostracismo.
Boulogne-Sur-Mer
A comienzos
de 1848, San Martín y su familia se hallaban en su casa de la Rue Saint Georges
35, en París. En el mes de febrero se desató el movimiento revolucionario que
instauró la Segunda República, entre graves desbordes populares y sangrientas
luchas callejeras.
Lo tumultuoso de los acontecimientos y lo confuso de la
situación instaron al Libertador a alejarse de aquel foco conflictivo y
radicarse, temporalmente, en sitio más retirado y apacible. Lo decía en carta a
Juan Manuel de Rosas, del 2 de noviembre de ese año: “Para evitar que mi familia
volviese a presenciar las trágicas escenas que desde la revolución de febrero se
han sucedido en París y ver si el gobierno que va a establecerse según la nueva
constitución de este país ofrece algunas garantías de orden para regresar a mi
retiro campestre (Grand Bourg) y, en el caso contrario, es decir, el de una
guerra civil -que es lo más probable- pasar a Inglaterra y desde ese punto tomar
algún partido definitivo”.
Elige, pues,
para esta etapa transitoria – que será la final- la ciudad de Boulogne Sur-Mer,
en el departamento Paso de Caláis, en la costa norte francesa sobre el canal de
la Mancha. San Martín se trasladó hacia allí el 16 de marzo de 1848. “Este
puerto, que agrada mucho a mi padre…”, escribía Balcarce a Alberdi.
En efecto,
la ciudad le era grata al general por ser marítima, según las razones aducidas
en su carta, y porque el ferrocarril les aseguraba fácil acceso a París, tanto
para las ocupaciones propias de Balcarce como, quizás, para las consultas
médicas, cada vez mas frecuentes, de San Martín.
La familia se
instaló en los altos de la casa situada en la Grand Rue 105, propiedad del
abogado Alfred Gerard, director de la Biblioteca Pública de la ciudad, quien
ocupaba la planta baja del edificio. Hasta aquel sosegado retiro le llegaron a
San Martín las insistentes invitaciones de tres gobernantes de países americanos
para que se trasladara a las patrias que había ayudado a fundar: Argentina,
Chile y Perú. La decisión de vender su dilecta residencia de Grand
Bourg,concretada el 14 de agosto de 1849, parecía confirmar su decisión de
alejarse de la convulsionada Francia. Solamente rescató los muebles y
pertenencias de su dormitorio, que trasladó a su habitación de Boulogne-sur-Mer,
y que hoy se hallan resguardados en una sala de nuestro Museo Histórico
Nacional, respetando la distribución que tuvieron en los altos de Gerard. Estos
muebles revelan la sobriedad de ambientes en que desarrollaba su vida cotidiana,
pautada por hábitos estoicos.
En
Boulogne-sur-Mer se agudiza el mal de cataratas en ambos ojos, que empezó a
presentarse en 1845 y que había de limitarlo sensiblemente provocándole una
acentuada desazón. La ceguera gradual le impidió el goce de la lectura, a la que
era tan afecto, y la redacción de sus cartas, de lo que se lamenta en reiteradas
ocasiones. También lo obligó a una mayor reclusión y a espaciar sus paseos
vespertinos con sus nietas Mercedes y Josefa, por las que tenía entrañable
cariño y quienes a veces le servían de lazarillo.
El mismo había dicho, veinte
años antes, en una carta al general Miller, en la que se quejaba de su incomodo
reumatismo: “en casa vieja todas son goteras”, valiéndose de un refrán de los
que acostumbraba incluir en su correspondencia y en su charla informal. A los
males padecidos por años, otros siguen desgastando su trajinado organismo. “Me
resta la esperanza de recuperar mi vista el próximo verano, en que pienso
hacerme la operación a los ojos.
Si los resultados no corresponden a mis
esperanzas, aún me resta el cuerpo de reservas (en evidente alusión castrense),
la resignación y los cuidados y esmeros de mi familia”. La anhelada intervención
quirúrgica, efectuada en la primavera del año siguiente, apenas si le restituyó
algo de su vista. Ese mismo año tuvo un nuevo ataque de cólera y recrudeció su
gastritis crónica -que tanto le afecto en sus campanas militares- con vómitos de
sangre y punzantes dolores.
También se agravó su úlcera. A fines de la primavera
de 1850 se trasladó, para atenuar sus dolencias, a los baños termales de aguas
sulfurosas de Enghien, cerca de París. Permaneció allí hasta el mes de julio,
recuperándose parcialmente. Su hija y yerno intentaron disuadirlo de regresar a
Boulogne-sur-Mer, considerando la humedad de su clima, pero fue en vano. Escribe
Mariano Balcarce: “no pudo, por el mal tiempo, hacer el ejercicio que le era
necesario; perdió el apetito y fue postrándose gradualmente.
Aunque sus
padecimientos destruían sus fuerzas físicas y su constitución, que había sido
tan robusta, respetaban su inteligencia. Conservó hasta el último instante la
lucidez de su ánimo y la energía moral de que estaba dotado en alto grado”.
El día 6 de
agosto salió a dar un paseo en carruaje – ya que le era imposible hacerlo a pie
– y volvió tan extenuado que debió ser auxiliado para descender del coche y
subir las escaleras hasta su dormitorio. El día 13, por la noche, fue atacado
por agudos dolores de estomago y debió recurrir a una fuerte dosis de opio para
amenguarlos. Como única manifestación frente al padecimiento, dijo a su hija,
que lo asistía con la ternura de siempre: “C’est l’orage qui mene au port!” (“Es
la tempestad que lleva al puerto”). Doble delicadeza del padre que se vale del
francés y de una metáfora para expresar su sensación del inminente fin y no
agravar el dolor de su hija.
Al día
siguiente amaneció amortecido, pero, en medio de una fiebre alta, se recuperó.
En la mañana del 17 de agosto, se mostró con aparente mejoría y pidió pasar a la
habitación de su hija y escuchar la lectura de los periódicos.
El doctor
Jardón, que lo atendía, lo visitó y aconsejó la asistencia de una hermana de
caridad para secundar a Mercedes en la atención que el enfermo requería. Hacia
las dos de la tarde rodeando su lecho su hija, su yerno, las niñas y Francisco
Javier Rosales, encargado de la representación de Chile en Francia- se produjo
una nueva crisis de gastralgia y fue recostado en el lecho de su hija:
“Mercedes, esta es la fatiga de la muerte…”. Sus últimas palabras fueron para
pedir a Mariano que lo condujera a su habitación. A las tres de la tarde expiró.
Registrado
oficialmente el deceso, se embalsamó el cadáver y el día 20, poco después de las
seis de la mañana, salió de la casa de Gerard un reducido cortejo que se detuvo,
para un responso, en la iglesia de San Nicolás. Después, la triste procesión
continuó hacia la catedral de Nuestra Señora de Boulogne donde, gracias a los
buenos oficios del abate Haffreigue, sus restos fueron depositados en la cripta
catedralicia. Allí reposarían hasta su traslado, en 1861, al panteón familiar en
el cementerio de Brunoy.
Tres
testimonios directos nos ofrecen sus impresiones sobre los penosos días del
Libertador en Boulogne-sur-Mer: las cartas de su yerno y los artículos
necrológicos de Félix Frías y de Albert Gerard.
Frías lo
encontró durante su ultimo viaje a los baños termales: “en algunas
conversaciones que tuve con él en Enghien… pude notar un mes antes de su muerte,
que su inteligencia superior no había declinado. Vi en ella el buen sentido, que
es para mi el signo inequívoco de una cabeza bien organizada.” Conversó con San
Martín sobre Tucumán, Rivadavia, los años de su Tebaida cuyana, el estado actual
de Francia y las cualidades de los franceses. “Su memoria conservaba frescos y
animados recuerdos de los hombres y de los sucesos de su época brillante. Su
lenguaje era de tono firme y militar, cual el de un hombre de convicciones
meditadas. Pero, hacía algún tiempo que el general consideraba próxima su
muerte, y esta triste persuasión abatía su ánimo, ordinariamente melancólico y
amigo del silencio y del aislamiento…
Su razón, sin embargo, se ha mantenido
entera hasta el último momento”. Frías arribó a la casa de San Martín pocas
horas después de su muerte: “En la mañana del 18 tuve la dolorosa satisfacción
de contemplar los restos inanimados de este hombre, cuya vida está escrita en
páginas tan brillantes de la historia americana. Su rostro conservaba los rasgos
pronunciados de su carácter severo y respetable. Un crucifijo estaba colocado
sobre su pecho y otro entre dos velas que ardían al lado de su lecho de muerte.
Dos hermanas de caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel
cadáver”.
Gerard
publicó su artículo en “L’Impartial” de Boulogne-sur-Mer y en él decía de su
huésped: “El señor San Martín era un lindo anciano de elevada estatura, que ni
la edad, ni la fatiga, ni los dolores físicos habían podido doblegar. Sus rasgos
fisonómicos eran muy expresivos y simpáticos, su mirada viva y penetrante, sus
modales llenos de amabilidad… Su conversación, fácil y jovial, era una de las
más atractivas que he escuchado”.
Las más
significativas cartas de San Martín, en sus dos últimos años, fueron las
dirigidas a Juan Manuel de Rosas y al mariscal Ramón Castilla, presidente del
Perú. Es común, en ambas correspondencias, el espacio que destina al análisis de
la situación política de Francia en el marco europeo –más explayado en las
dirigidas al presidente peruano- de apreciable densidad y nitidez conceptual,
que ratifican su lucidez mental pese al deterioro físico. También es común su
gratitud para con las gestiones y ofrecimientos que le hacen los dos
mandatarios.
La carta del
11 de noviembre de 1848, dirigida a Castilla, contiene una apretada pero
relevante “autobiografía” que merece una detenida relectura y que cierra así: “A
la edad avanzada de setenta y un años, una salud enteramente arruinada y casi
ciego, con la enfermedad de cataratas, esperaba, aunque contra todos mis deseos,
terminar en este país una vida achacosa; pero los sucesos ocurridos, desde
febrero, han puesto en problemas dónde iré a dejar mis huesos”.
Sería ocioso
destacar la elocuencia lacónica de estas palabras y el drama que representan.
Cuando se le presentaban propuestas para volver a alguna de las tres patrias que
libertara, que lo esperanzaban, no pudo emprender el retorno al seno americano
porque la muerte lo libró de todos sus afanes.
Una comisión
de argentinos, en París, promovió y concretó, en 1909, la erección de una
estatua ecuestre del Gran Capitán en Boulogne-sur-Mer, obra del escultor francés
Henri Allouard. En el acto inaugural destacó la memorable pieza oratoria de
Belisario Roldán: “Padre nuestro que estas en el bronce…!”
En carta a
Balcarce, el señor Gerard había escrito: “Nos envanecía la posesión de un hombre
de esa edad y un carácter tan grande bajo este techo que nos abriga. Esta casa
estaba santificada a nuestros ojos. El gobierno argentino, en 1926, adquirió la
casa que fuera hogar postrero del Libertador”.
La
iconografía ha fijado para siempre algunas instancias de aquella etapa de
Boulogne-sur- Mer. La única fotografía del anciano, en esos años, es el
daguerrotipo parisino de 1848. Sobre él trabajó su aguafuerte Edmond Castan,
difundiendo la imagen del gran viejo de cabeza blanca, algo ennegrecido todavía
el bigote y las cejas,erguido en su asiento.
El retrato de
Christiano Junior (c.1870) lo muestra con similar atuendo al del daguerrotipo.
Hacia 1871, el italiano Epaminondas Chiama pintó a San Martín anciano luciendo
traje militar.
María Obligado de Soto y Calvo nos presentó un “San Martín en su
lecho de muerte”. Otra visión magnifica es la conocida de Antonio Alise, “San
Martín en Boulogne-sur- Mer”, de pie sobre una roca, mirando el horizonte que
clarea sobre el mar de la Mancha, en tanto el viento se engolfa en su capa
negra. Simbólica es también “La visión de San Martín” de Luis de Servi, cuadro
en el cual el anciano se ve rodeado por una nube que encierra esfumadas escenas
de los momentos decisivos de su esforzada vida, como una objetivación de
recuerdos que rondan y acompañan al olvidado en su ostracismo.
Sus enfermedades
En su larga
vida, el general San Martín sufrió traumatismos y enfermedades. Con la
aplicación correcta del método clínico se puede afirmar con bastante seguridad
la patología que padeció.
Fue herido en
la mano y en el pecho cuando fue asaltado por bandoleros en la localidad de
Cubo. En la batalla de Albuera, la última en que participo San Martín en Europa,
tuvo un enfrentamiento, cuerpo a cuerpo, con un oficial francés. Fue herido en
el brazo izquierdo: se supone que cubrió la estocada con ese miembro y con su
espada atravesó a su oponente ante la vista de los soldados presentes.
En San
Lorenzo fue herido en la cara: le quedó una cicatriz indeleble. En el vuelco que
sufrió en Falmouth, un vidrio lo hirió en brazo izquierdo, lesión que demoró
mucho en curarse. Ninguna de sus heridas tuvo repercusión ulterior para su
salud.
En San
Lorenzo sufrió el aplastamiento de una pierna y la contusión de un hombro, que
se deduce fue el izquierdo.
Cuando San
Martín desembarcó en el Perú y el ejército se instaló en el valle de Huaura, la
tropa fue afectada por una violenta epidemia de paludismo y, en menor grado, de
disentería. San Martín no fue afectado por esta epidemia, pero tuvo vómito de
sangre. El Dr. Christmann sostiene, acertadamente, que el episodio era una
reactivación de su mal crónico, la úlcera. El prócer, acorralado por las
dramáticas circunstancias que adquiría la guerra, hizo reposo de siete días,
lapso exiguo para superar un episodio de tanta gravedad.
Después de su renuncia
al poder, en Perú, y llegado Chile le afectó el reumatismo y concurrió tomar
baños termales. Además contrajo chavalongo, nombre vulgar de la fiebre tifoidea:
el cuadro clínico que presentó fue similar al que habitualmente nos era familiar
en época preantibiótica.
En 1832 una
grave epidemia de cólera asoló Europa, incluyendo a Francia. San Martín y su
hija no escaparon al flagelo. En meduloso estudio el Dr. Christmann sostiene que
no se trató del cólera epidémico, que es gravísimo, sino del cólera
morbus-nostras esporádico, cuyo cuadro patológico es un proceso toxico-
infeccioso con gran repercusión general y, en la parte digestiva, manifestado
por una gastroenteritis con diarrea. En la época de su padecimiento no se
conocía la bacteriología (el vibrión colérico y el bacilo de la tuberculosis
fueron descubiertos por Robert Koch en 1892). El agente etiológico pudo haber
sido algún otro germen: este es el enigma que no puede ser dilucidado.
Lo único
elocuente es el testimonio de San Martín con su referencia: “Me atacó del modo
más terrible, que me tuvo al borde del sepulcro y me ha hecho sufrir
inexplicables padecimientos”.
a) Asma: sin
ninguna duda San Martín padeció esta enfermedad. Se inició en España en 1808 y
el proceso fue diversamente interpretado pues, por la intensidad que adquirió,
se vio obligado a pedir licencia. No guardó el debido reposo y durante seis
meses cumplió tareas administrativas.
Cuando se repuso, comunicó la mejoría al
marqués de Coupigny y solicitó reintegrarse al ejército que comandaba el general
Castaños, consignando que “la respiración ya me permite viajar”.
La frase
empleada significa que el prócer tenía dificultad respiratoria y las vías
bronquiales se habían estrechado: el proceso que padeció fue asma. El primer
acceso, ya regresado a su patria, lo tuvo en Tucumán cuando era jefe del
Ejército del Norte. El episodio fue coetáneo con el primer vómito de sangre. A
principios del siglo XIX no se tenía la menor noción de la etiopatogenia y la
fisiopatología y, por supuesto, la terapéutica era nula, pero la entidad asma se
conocía y el diagnóstico era fácil.
El asma que
padeció el general San Martín debe encuadrarse en la variedad de la
exoalergénica, pues se inició a los 30 años, y soportó accesos importantes que
lo obligaron en ciertas oportunidades – estando en Mendoza- a pasar toda la
noche sentado en una silla para poder respirar. En Europa sus accesos se fueron
espaciando y tuvo largas temporadas en que se vio libre de ellos. A pesar de
tener que soportar grandes cambios climáticos y fríos intensos, por su oficio
guerrero, nunca contrajo la bronquitis.
Otro dato
confirma la presunción de asma exoalergénica. Es una noción clínica importante
que el asma intrínseca y la tuberculosis se agravan a orillas del mar. En 1834
San Martín fue a Dieppe a tomar baños y en la carta que dirigió a Guido le
expresaba: “me han hecho el mayor bien”.
b)
Tuberculosis: se pensó que San Martín padeció de tuberculosis pulmonar. El
diagnóstico se basó en sus reiteradas enfermedades al pecho y sus vómitos de
sangre, que se juzgaron como hemoptisis. El primer episodio ocurrió en España,
en 1808, y con una repetición ulterior cuando estuvo en Tucumán. La hipótesis
fue robustecida por el hecho de que efectuó una cura climática en Córdoba. A
esto se agregó la tuberculosis pulmonar que padeció su mujer, según algunos,
adquirida por contagio de su marido.
La conclusión
que San Martín estuvo afectado de tuberculosis es errónea: juicios sensatos y la
documentación existente así lo prueban. Cuando San Martín padeció desde 1808 el
asma, tuvo una larga convalecencia que despertó la sospecha de una bacilosis.
La
suposición de una tuberculosis queda descartada, pues cuando pidió la baja del
ejército se deja constancia que tiene una fuerte complexión y una salud robusta.
Por otra parte, la carta que el cirujano del ejército Dr. Juan Isidro Zapata
dirigió a Tomás Guido el 16 de julio de 1817, es terminante para reafirmar dos
conceptos: el general San Martín antepuso el deber y su patria a su propia
existencia y sus enfermedades y, segundo, que fue decisiva la influencia del
sistema nervioso en la renuencia y agravación de sus males.
Desde el punto de
vista semiológico, no establece de dónde provenía el “hematíe”, nombre que en la
época se daba a la sangre azul expulsada por la boca. El texto no discrimina si
se trataba de una hemoptisis o una hematemesis, en que la sangre proviene del
pulmón o del estómago, respectivamente. Para que fuera una hemoptisis le falta
un cortejo sintomatológico característico que no se halla en la descripción de
Zapata. En la hematemesis, la iniciación y la terminación de la hemorragia son
bruscas: en esta condición encuadra la pérdida de sangre del general San Martín.
Mitre y Rojas
emitieron este juicio: padeciendo una tuberculosis, enfermedad astenizante,
crónica a rebrotes evolutivos que llevan a la caquexia, San Martín no habría
podido soportar los intensos fríos y escalar altas montañas. En los diez años de
su trajinada vida militar, aún enfermo, no descansó un solo día (Rojas), y Ruiz
Moreno agregó: “no existe documento que consigne que tuvo fiebre, tos y
expectoración”. Por todo ello, la tuberculosis pulmonar debe descartarse.
Es
indiscutible que San Martín tuvo numerosos ataques reumáticos: se calculan unos
diez o doce los sufridos durante su vida. El Dr. Aníbal Ruiz Moreno ha realizado
al respecto un exhaustivo trabajo. Por su autoridad y el acierto de sus
consideraciones, resumimos sus conclusiones: se sabe que el día de la Batalla de
Chacabuco el general San Martín estaba aquejado de un ataque reumático-nervioso
que apenas le permitía mantenerse a caballo.
En una carta que dirigió al
congresal Tomás Godoy Cruz, le expresaba: “mi salud está arruinada”. Ruiz Moreno
hace consideraciones exactas por las que se puede descartar la fiebre reumática,
que es más frecuente en los adolescentes y ataca en un alto porcentaje al
corazón. Se puede afirmar que el prócer no padeció del corazón, pues no hubiera
podido soportar los esfuerzos a que sometió su organismo. También excluyo la
artritis reumatoide, que es deformante y hubiera dejado secuelas que habrían
sido exteriorizadas en los cuadros que se pintaron y, principalmente, en el
daguerrotipo de 1848, dos años antes de su muerte.
Padeció de
úlcera, gastritis, hemorroides gangrenadas y estreñimiento. Nos detendrá el
estudio de la úlcera; la gastritis no está confirmada, pero se la sospecha por
la confesión del prócer, que comía sólo “para no tentarme con los manjares y la
debilidad de mi estómago”. La úlcera fue la principal patología de San Martín,
desde 1814, en que una hematemesis marcó la iniciación clínica, hasta el 17 de
agosto de 1850, en que una nueva hemorragia lo llevó al deceso.
La semiología
exigida para formular el diagnóstico de úlcera está ampliamente reunida en la
sintomatología que padeció el general San Martín, con una cronología perfecta:
a) Tuvo
períodos de reposo de su lesión, en que se encontró bien;
b) períodos de
actividad: ya hemos referido las gastralgias repetidas.
Dolores que fueron
cíclicos con las comidas, o sea, que tuvieron ritmo diario y que se deducen por
la confesión del prócer en la carta dirigida a Guido en 1845, en que
manifestaba: “cerca de cuatro meses de continuos padecimientos en que no podía
tomar el menor alimento sin que, a la hora, me atacasen cólicos sumamente
violentos”.
c) Dolores ultratardíos: los presentaba a las cuatro de la madrugada
(probablemente lo despertaban), tomaba un brebaje para calmarlos y, desde ese
momento, comenzaba las tareas del día. Ceballos los interpretó como dolores en
ayuna.
d) Periodicidad anual: lo refleja la circunstancia que repitiera, casi
anualmente, épocas libres de síntomas. Fue la sintomatología que experimentó en
Europa, especialmente entre 1841 y 1850.
En 1847, en la carta a Guido del 27 de
diciembre, hace referencia a los “tres ataques nerviosos” (así llamaba a sus
episodios de dolor gástrico), y en la que le enviara un mes después expresaba:
“yo me hallaba batallando con mi periódico dolor de estómago”.
Si alguna duda
quedara, debemos remontarnos al año 1821 en que, durante su estadía en el Perú,
su úlcera tuvo dos empujes evolutivos en ese año, confirmados por menciones
realizadas al respecto en la correspondencia del prócer al general chileno Luis
de la Cruz y a su amigo el general O’Higgins.
En el caso de
San Martín, estuvieron representadas por las hemorragias y la fiebre. Las
hemorragias fueron muy importantes y pusieron en peligro su vida. Es interesante
recordar algunos episodios, como el primero, sufrido en Tucumán, y los
reiterados que tuvo en Mendoza. El 1º de enero de 1816 año de la reunión del
Congreso de Tucumán, lo sorprendió con otro episodio. El Libertador lo menciona
en la carta a Godoy Cruz: “un furioso ataque de sangre y en consecuencia una
extrema debilidad me han tenido 19 días postrado en mi cama”. Ya fue mencionada
la hemorragia padecida en el Perú y la última que le llevó a la muerte, merecerá
una consideración especial.
Cabe una
pregunta: ¿La úlcera fue gástrica o duodenal? Sin la documentación
incontrastable de la radiología o de la autopsia, para afirmar la localización,
todas las consideraciones son elucubraciones y no se puede emitir una afirmación
categórica. No obstante, nos inclinamos por la implantación duodenal.
Manifestaciones nerviosas: San Martín
padeció de insomnio, excitaciones nerviosas y temblor de la mano derecha. Las
causas de estos padecimientos deben buscarse en las largas y agotadoras jornadas
de trabajo, sus preocupaciones y sus disgustos. Respecto del insomnio, dijo: “Lo
que no me deja dormir no son los enemigos, sino cómo atravesar esos inmensos
montes”. En 1818 padeció un temblor en la mano derecha que le impedía escribir.
La manifestación no ha tenido explicación y probablemente no la tendrá nunca.
Por otra parte fue transitoria.
También sus
enfermedades dejaron su marca. En la carta que en 1837 dirigió a su gran
colaborador Toribio de Luzuriaga, le refería: “Desde el año ‘33, en que fui
atacado de cólera, me quedó una enfermedad de nervios que me ha tenido varias
veces a las márgenes del sepulcro; en el día me encuentro restablecido a
beneficio de los aires del campo en donde vivo y, más que todo, a la vida
enteramente aislada y tranquila que sigo”.
Es muy difícil ubicar
semiológicamente a esa manifestación; de la misma opinión es Ruiz Moreno. Es
razonable pensar que la acción tóxica de las infecciones que sufrió pudo
gravitar sobre el cerebro. Tampoco surge la luz de las mismas descripciones de
San Martín, pues a los espasmos de su úlcera los ha descrito como cólicos
sumamente violentos o ataques nerviosos al estómago, y la consecuencia es una
gran debilidad con desarreglo de funciones. El mismo prócer percibió que le
producía un estado muy irritable.
La
explicación de las manifestaciones nerviosas de San Martín debe buscarse en las
toxemias que sufrió su cerebro con los procesos infecciosos que soportó, en sus
tensiones síquicas, en lo mucho que sufrió física y moralmente, en sus largas
jornadas de trabajo y en la responsabilidad que cargó sobre sus hombros. No debe
haberse inmutado en el fragor del combate, pues él era un guerrero, pero su
espíritu sensible se sacudió más de una vez frente al cuadro de desolación y
muerte que ante su vista ofrecía el campo de batalla.
Le afectaron
en el último lustro de su existencia. Un año antes de su fallecimiento fue
operado, con un pobre resultado. Perdida la esperanza de recuperar la visión, se
acentuó su carácter melancólico y taciturno, prefiriendo el aislamiento y la
soledad.
Según el
concepto actual, la patología que afectó al general San Martín fue de las
enfermedades de la civilización. Por lo menos cuatro de ellas encuadran dentro
de este concepto: el asma, el reumatismo, la úlcera y las manifestaciones
nerviosas. El paradigma de las enfermedades de la civilización, que
magistralmente analizó y difundió el Dr. Mariano R. Castex, es la úlcera,
especialmente con implantación duodenal.
Causas del
fallecimiento
Se debió a
una hemorragia cataclísmica, consecuencia del empuje de su úlcera. Se han
formulado varias hipótesis:
1) Por
claudicación del ventrículo derecho, en un corazón pulmonar crónico, consecutivo
a una fibrosis pulmonar postuberculosis. San Martín no tuvo tuberculosis ni
tampoco fibrosis, que es una causa muy infrecuente de hipertensión pulmonar y de
corazón pulmonar crónico. Jamás San Martín tuvo insuficiencia cardíaca; no
existe ninguna referencia que se le hincharan los pies.
2) Por muerte
cardíaca:
a) Por
infarto: surge de la referencia de Mitre que San Martín, cuando el 6 de agosto
se encontraba frente al canal de la Mancha, se llevó la mano al pecho. El prócer
pudo haber tenido un angor o bien un episodio de disnea debido a su anemia, que
era indudable, pues le faltaban las fuerzas y su debilidad fue creciente.
En ese estado
pudo haber sufrido cualquiera de los dos síntomas, pero fueron pasajeros pues no
se hace otra mención en los diez días finales.
b) Por
hipertrofia cardíaca: sugirió esta causa Mr. Gérard, abogado. El diagnóstico en
esa época, en ausencia de rayos X, se hacía con la percusión, método falaz muy
poco empleado.
c) Por rotura
de un aneurisma: formularon esta sugerencia autores como Mitre y Otero. La
rotura conforma un síndrome perforativo, y el dolor que produce es violentísimo
(llamado en puñalada): el dolor que tuvo San Martín fue el habitual, localizado
en el epigastrio, y repetimos la descripción del prócer: “yo me hallaba
batallando con mi periódico dolor de estómago”. En el episodio final tuvo una
alcamia y luego reagudizó con intensidad. El dolor debido a perforación de un
aneurisma no da tregua al paciente y la intensidad es creciente. Las hipótesis
por muerte cardíaca deben desecharse, no resistiendo el análisis clínico.
3) Por
cáncer: insinuaron esta posibilidad distinguidos médicos que, seguramente,
fundamentaron el diagnóstico en la inapetencia y la delgadez de San Martín. En
los períodos evolutivos de su úlcera, su estado se alteraba ostensiblemente. En
1819 el comerciante y viajero inglés Samuel Haigh ha dejado una descripción
magistral del estado de salud de San Martín: “encontré al héroe de Maipú en su
lecho de enfermo y con un aspecto tan pálido y enflaquecido que, a no ser por el
brillo de sus ojos, difícilmente lo habría reconocido; me recibió con una
sonrisa lánguida y extendió la mano sudorosa para darme la bienvenida”. La
inapetencia sigue repetida en la carta a O’Higgins y en la referencia de
Iturregui y Valdés Carrera.
En los
períodos de remisión experimentaba una excelente recuperación: así lo conoció
Alberdi. Pero en Europa, la inapetencia fue casi permanente y veinte o más años
es un lapso demasiado prolongado para un cáncer. A veces limitaba su
alimentación por temor a los dolores. Además, si bien tenía inapetencia y comía
moderadamente, no tenía repugnancia ni aversión electiva por ningún alimento.
Este dato está bien documentado en el relato de Mariano Balcarce, sobre su
última comida: si bien frugalmente, comió sin repugnancia. Por otra parte, un
canceroso entra en un estado de caquexia progresiva; en el último mes queda
confinado al lecho y, en algunos casos aparece el clásico edema de hambre que
presagia un fin. La hipótesis de la muerte por cáncer también debe ser
descartada.
4) Por
complicación de su úlcera. En su caso son dos las posibles complicaciones: la
perforación y la hemorragia. Por diversas consideraciones clínicas, la
perforación debe descartarse. La hemorragia fue la causa final de la muerte de
San Martín y no la pueden explicar quienes se han limitado a informarse por el
relato de Félix Frías. Augusto Barcia Trelles dice textualmente: “Eran las dos
de la tarde cuando San Martín se sintió atacado por las torturas de las
gastralgias y presa de un frío que paralizaba la sangre”. Fue colocado sobre el
lecho de su hija, que lo abrazó con enorme emoción. San Martín, acariciándola,
le dijo: “Mercedes, ésta es la fatiga de la muerte”, y volviéndose hacia
Balcarce, con una terrible fatiga que llegaba a dificultar la emisión de su voz
le dijo, casi deletreándolas, estas cuatro palabras: “Mariano a mi cuarto”. No
transcurrió un minuto y el cuerpo de San Martín sufrió una fuerte sacudida.
EI
Había muerto a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850! Esta sucinta
descripción está tomada de textos de Frías, Gérard, Vicuña Mackenna, Rosales y
Otero. El frío que paralizaba su sangre, según Barcia Trelles, o el frío glacial
que comenzó a discurrir por sus extremidades, según Otero, constituyeron la base
para fundamentar el diagnóstico del shock hemorrágico final. Podemos hacer un
resumen de la sintomatología que experimentó el general San Martín: es una
página del libro de la patología ulcerosa, con sus tres períodos: de reposo, de
actividad y de complicaciones.
En el
primero, libre de síntomas, debió cuidar su alimentación para no provocar la
exacerbación de la úlcera: ello explica que comiera solo, para no tentarse con
manjares. En el segundo, vivió atormentado por los dolores que duraron semanas
y, a veces, sobrepasaron el mes. Esos períodos alternaron con otros de acalmia.
En el tercer período, que es variable para cada paciente, nunca tuvo un síndrome
pilórico, aunque algunas veces tuvo vómitos. La complicación se presentó con las
hemorragias que iniciaron la escena clínica de 1814 y la final, cataclísmica,
que lo llevó a la muerte el 17 de agosto de 1850.
Fuente
Barcia, Pedro
Luis – Alejandro Aguado: amigo y protector.
Barcia, Pedro
Luis – Final en Boulogne-Sur-Mer.
Barcia, Pedro
Luis – Los años de Grand Bourg.
Bernard,
Tomás Diego – San Martín en Francia.
Busaniche,
José Luis – Relatos de contemporáneos.
Dreyer, Mario
S. – Las enfermedades del viejo guerrero.
Furlong,
Guillermo – La tierra natal.
Guerrero,
César H. – Aquí yace Remedios de escalada.
Guillen
Salvetti, Jorge – A bordo de la Santa Balbina.
Instituto
Nacional Sanmartiniano.
Labougle,
Horacio – San Martín en el ostracismo: sus recursos.
Luzuriaga,
Aníbal Jorge – El comienzo del destierro.
Mayochi,
Enrique Mario – El solar nativo.
Mayochi,
Enrique Mario – Las nietas del general San Martín.
Mayochi,
Enrique Mario – Mercedes: La hija del Libertador.
Mayochi,
Enrique Mario – Retorno al país nativo.
Mitre,
Bartolomé – Enfermedades de San Martín.
Mitre,
Bartolomé – Las misiones jesuíticas secularizadas.
Mitre,
Bartolomé – Muerte de San Martín.
Efemérides –
Patricios de Vuelta de Obligado.
Pettenghi,
José – La familia de San Martín en Cádiz.
Piccinali,
Juan – La vuelta de San Martín.
Torre
Revello, José A. – Sus padres y hermanos.
Villegas,
Alfredo G. – La familia de San Martín en Málaga.
Villegas,
Alfredo G – Los San Martín y los Matorral.
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Yaben,
Enrique – Remedios de Escalada de San Martín.
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