jueves, 15 de septiembre de 2011

LA HISTORIA DEL MILAGRO

Hace 319 años nació la devoción de los salteños.

El 13 de septiembre de 1692, es decir, hace 319 años, toda la gobernación del Tucumán tembló a media mañana.

Y, aunque los movimientos sísmicos fueron muy fuertes, en la provincia Salta no hubo muertes que lamentar, a pesar de los derrumbes.

El sismo fue de tal magnitud, que en la tierra se abrieron grandes grietas de donde salían borbotones de agua y barro.

Fue una experiencia terrible para la población, que temía que todo desapareciera a causa de la furia de la naturaleza.

Se calcula en la actualidad, que en la escala de Richter, la intensidad del terremoto alcanzó entre 7 y 8 grados, con larga duración, tanto en el evento mayor como en las réplicas que se sucedieron a lo largo de toda la jornada.

Desesperación

La primera reacción de los pobladores, desesperados por el fenómeno, fue la de dirigirse de inmediato a la iglesia Matriz, para orar y solicitar la piedad de Dios.

Cuando la gente entró al templo se pudo ver que desde el nicho del altar mayor, a unos tres metros de altura, aproximadamente, se había caído la imagen de la Virgen.

Pero que pese a los destrozos causados por el sismo estaba intacta, no había sufrido ni un rasguño.

De otro templo, también ubicado frente a la plaza principal de la ciudad, habían salido los padres de la Compañía de Jesús, escoltados por una gran cantidad de gente.

Los religiosos iban orando con un crucifijo y eran acompañados por muchos vecinos, en peregrinación.

A estos se le sumaron los fieles de la iglesia Matriz que habían salido rápidamente de ella por temor a un derrumbe del edificio, pues los sismos continuaban con gran violencia y persistencia.

Las procesiones

Por la tarde y en las primeras horas de la noche hubo varias procesiones.

Una se hizo por iniciativa de los curas mercedarios y otra de los jesuitas.

Mientras tanto, el vicario Pedro Caves y Abreu, acompañado por varias damas de la sociedad salteña, sacó de la Matriz la imagen de la Virgen para evitar su destrucción por los derrumbes.

La Virgen fue trasladada entonces a la casa del alcalde y allí, entre oraciones y penitencias, pasó la noche mientras los temblores continuaron con cierta intermitencia aterrorizando a los pobladores.

La historia cuenta que esa noche, la imagen de la Matriz fue bautizada como Virgen del Milagro.

Fue a partir de entonces que comenzó a ser venerada bajo este título, con el que se la conoce en la actualidad.

De Cristo a Señor del Milagro



El título “Del Milagro” para la imagen surgió después de los terremotos de 1692.

Al principio fue solo para la Virgen Inmaculada, que apareció a la vista de todos prodigiosa y llena de sugerencias.

Ese nombre se oficializó en las actas del Cabildo, labradas en octubre de 1692.

Pero para el Cristo Crucificado llegado de El Callao un siglo antes, no se le dio título alguno.

Monseñor Miguel Ángel Vergara contó que “la tradición fue un tanto tacaña para la emocionante imagen del Señor”.

Hasta 1760, nadie lo había llamado “Señor del Milagro”. La primera novena, de 1760, realizada por el cura salteño Francisco Javier Fernández, párroco de Humahuaca, es la prueba definitiva. En ese texto al Santo Cristo no se le llama “Señor del Milagro” sino “Dios Crucificado” En 1760, Fernández presentó la novena al obispo Miguel de Argandoña, en una visita que hizo en Salta.

El prelado se la pasó al padre jesuita Ignacio Leiva, quien aprobó el texto diciendo: “Ha sido compuesto con notorio celo y devoción”. Nada dijo el jesuita sobre el nombre asignado al Santo Cristo.

De esto se deduce que el título “del Milagro” llegó después.

La historia del Santo Cristo y la Virgen del Rosario


En junio de 1592, las imágenes del Santo Cristo y de la Virgen del Rosario arribaron al puerto de El Callao.

Nunca se supo la suerte del barco que los transportaba, pues los cajones que guardaban las imágenes aparecieron flotando.

El día de la fundación de Salta, 16 de abril de 1582, el obispo del Tucumán, Fray Francisco de Victoria, presente en la ceremonia, prometió obsequiarle a la ciudad de Lerma la imagen de un santo Cristo.

Una década después, en junio de 1592, las imágenes del Santo Cristo y de la Virgen del Rosario arribaron al puerto de El Callao.

Nunca se supo la suerte que corrió el barco que las transportaba, pues los cajones que guardaban las imágenes aparecieron misteriosamente flotando cerca del puerto.

Días antes de ser encontrados, en El Callao empezaron a sentirse temblores. Al principio, como la gente estaba bastante acostumbrada a los sismos no les dieron mayor importancia.

Pero cuando comenzaron a sucederse uno tras otro, una multitud, por miedo a los derrumbes, abandonó la ciudad y se fue a la orilla del mar por considerarlo un sitio espacioso y más seguro.

Mientras, en la ciudad, las casas caían destruidas por causa de los temblores.

Pasaron un día y una noche cerca del mar hasta que al amanecer de la segunda jornada, cuando la niebla se disipó y el sol iluminó el paisaje, los ojos expertos de los marinos alcanzaron a detectaron en el horizonte del mar, en dirección sudoeste, dos objetos que marchaban serenos y tranquilos, como si un hábil piloto los dirigiera hacia el puerto. Y como la novedad corrió rápidamente de boca en boca, pronto una multitud se agolpó en la playa para tratar de ver los objetos flotantes.

Allí permaneció la multitud, hasta que un marino con un catalejo dijo que se trataba de dos enormes cajones.

Los llevaba la corriente, siguiendo el curso natural del agua y se aproximaban cada vez más a las orillas de El Callao.

Cuando los cajones estuvieron a poca distancia, el gobernador del lugar mandó varios botes para que los remolcaran hasta el muelle.

Finalmente, cuando llegaron a tierra, el gentío se arremolinó a su alrededor tratando de conocer su contenido.

Todos querían saber qué guardaban esos enormes bultos.

Cuando por fin se pudo ver bien, las cajas tenían rótulos grabados a fuego.

Uno decía: “Un señor Crucificado para la iglesia matriz de la ciudad de Salta, Provincial del Tucumán, remitido por Fray Francisco Victoria, obispo del Tucumán”

El otro, en tanto, rezaba: “Una Señora del Rosario para el Convento de Predicadores de la ciudad de Córdoba, Provincia del Tucumán. Remitido por Fray Francisco de Victoria, obispo del Tucumán”.

Un impresionante cortejo acompañó a las imágenes hasta Lima


Pese a que el sol en aquel día en que se abrieron los cajones que contenían las sagradas imágenes se aproximaba a visitar el trópico de Cáncer y por lo tanto debió sentirse todo el rigor del invierno, jamás se vio en la misma época una atmósfera más limpia y serena.

El sol irradiaba su luz de oro sobre aquella inmensa costa. Favorecida por aquel hermoso día, la población de El Callao se dispuso a acompañar a las efigies en su corta marcha a la ciudad de Lima, y que solo esperaba la salida del virrey para seguirle y aumentar el cortejo, que debía solemnizar aquella nueva procesión.

Al fin salió el virrey con toda su comitiva, a la que seguía una inmensa masa de pueblo y lo más notable de la población de El Callao. Las imágenes iban a la cabeza de aquel numeroso cortejo, y en los casi 10 kilómetros que hay del Callao a Lima, se aumentaron los acompañantes, porque, difundida la noticia de aquel suceso extraordinario, vecinos de toda la región llegaron para formar parte de aquella muestra de adoración que se le tributaba al Hijo de María.

La noche había entrado cuando el cortejo llegó a Lima, donde otra inmensa masa de gente aguardaba al Señor y a su Madre Santísima, a la orilla de la muralla en la zona conocida como Portada del Callao.

Desde allí, todo el acompañamiento siguió a las imágenes y al virrey hasta la Catedral, que fue abierta e iluminada en el momento que se anunció su llegada.

La recepción en la Catedral de Lima fue celebrada con cánticos sagrados que ejecutaba un coro.

En el soberbio edificio levantado por orden de Pizarro, se guardaron aquella noche las dos imágenes que allí quedaron depositadas.

Un largo camino desde El Callao hasta Potosí


Luego de que las sagradas imágenes, posteriormente bautizadas con el nombre del Señor y la Virgen del Milagro, fuesen objeto de una solemne fiesta que contó con la asistencia de las corporaciones eclesiásticas y del virrey, comenzaron los preparativos para trasladarlas a sus respectivos destinos.

Cabe recordar que permanecieron en la ciudad de Lima hasta el 28 de junio, día que salieron rumbo a Potosí.

Medio de transporte

Como los medios de transporte en aquella época eran muy pesados, tardaron muchos días en llegar a Potosí.

Allí, a imitación de lo que sucedió oportunamente en El Callao y Lima, las imágenes fueron recibidas y adoradas por una multitud de fieles católicos.

La población de Potosí, que por aquel entonces era rica y poderosa por la abundancia de producción de sus minas de plata, quiso también en esto ostentar sus riquezas y poder.

Aceptó entonces con agrado la orden del virrey de Lima, para que los más ricos propietarios condujeran las imágenes hasta la ciudad de Salta, cuya orden fue cumplida con la más escrupulosa exactitud, sobre todo con la finalidad de agradar a las máximas autoridades de la época.

Prosperidad, guerra y desaparición de Esteco


Don Francisco de Aguirre, designado en 1552 lugarteniente de don Pedro de Valdivia, fundó en junio de 1553 la ciudad de Santiago del Estero.

Dependía de la Capitanía General de Chile, pero por Cédula Real del 29 de agosto de 1563, esta ciudad pasó a integrar la nueva provincia del Tucumán.

Fue designado gobernador de la nueva jurisdicción, don Francisco Aguirre.

Este encomendó luego a su sobrino, Diego de Villarroel, la fundación de San Miguel de Tucumán, hecho que concretó el 31 de mayo de 1565.

Aguirre prosiguió luego hacia el Sur, rumbo al país de los indios comechingones, en procura de nuevas conquistas, pero un grupo de sediciosos que querían descubrir la “Ciudad de los Cesares”, lo tomaron prisionero y los remitieron a Charcas -acusado de hereje-, para ser juzgado por don Pedro Ramírez de Quiñones, enemigo de Aguirre.

Los rebeldes salieron de Santiago del Estero en dirección al Norte, costeando el río Salado o Juramento, y al llegar a una región habitada por los indios estecos decidieron establecer una población con los expedicionarios que se habían negado proseguir camino hacia el Alto Perú, por temor a ser juzgados ellos también. Este pueblo fue llamado Esteco.

Don Diego de Pacheco, sucesor de Aguirre, resolvió legalizar aquella fundación y con fecha del 15 de agosto de 1567, la designó Nuestra Señora de Talavera de Esteco.

En la actualidad subsiste un pueblito llamado Talavera, que se encuentra ubicado en el mismo sitio de aquella, en el actual departamento de Anta.

Madrid de las Juntas

Don Juan Ramírez de Velazco, que remplazó a don Hernando de Lerma en el gobierno del Tucumán, erigió otro pueblo sobre la ruta del Alto Perú a Tucumán.

En 1592 estableció una nueva población en la confluencia del río Pasaje y el río de Las Piedras.

La bautizó Madrid de las Juntas, al naciente del río de Las Piedras, Metán. Descontentos los pobladores de Talavera de Esteco y Madrid de las Juntas por la falta de protección ante los ataques indígenas, se quejaron ante la Audiencia de Charcas, la que facultó a don Alonso de Rivera para reunir ambos poblados en uno solo.

Esto se concretó en 1609. Los colonos de ambos villorios fueron trasladados a un nuevo paraje, ubicado sobre la margen del río Pasaje, emplazando allí una nueva población a la que se llamó Talavera de Madrid.

Pero los pobladores de la nueva villa por costumbre, siguieron llamándola simplemente Esteco.

El Pacto de Fidelidad


El 18 de octubre de 1844, a las 22, la ciudad de Salta vivió escenas de pánico y dolor por un fuerte movimiento sísmico.

Fue de tal magnitud que cayeron varias casas.

Los pobladores salieron de sus viviendas e imploraron misericordia de Dios.

Recordaron entre lágrimas cómo las sagradas imágenes del Señor y la Virgen del Milagro habían salvado Salta cuando se habían producido los temblores de 1692.

Los habitantes se concentraron en la plaza principal y acudieron presurosos a la Catedral, donde invocaron el auxilio divino y pidieron la protección al Señor y la Virgen del Milagro.

Al día siguiente, el 19 a la noche, se realizó una procesión de penitencia que salió desde la iglesia de San Bernardo y se dirigió hasta el templo mayor.

Fueron numerosas las personas que, en actitud de penitentes, avanzaron de rodillas.

Durante varios días se repitieron los temblores con gran intensidad. Tanto es así que salía agua de las grietas que se abrían en el suelo.

Se multiplicaron los actos de penitencia, dolor y arrepentimiento. El pueblo elevó súplicas y oraciones.

Siempre con la fe y esperanza depositada en el Señor y la Virgen del Milagro.

Luego vinieron días de calma, pero el 26 de octubre, un nuevo movimiento sacudió otra vez la ciudad, siendo el último el que se sintió.

Fue a las cuatro de la madrugada del día 27.

El pueblo de Salta pidió misericordia a Dios con la misma fe y devoción que lo habían hecho sus antepasados.

Y dieron las gracias a los patronos protectores que habían salvado nuevamente a la ciudad, en la cual, pese a los varios e intensos sacudimientos de la tierra, no hubo desgracias personales.

Al año siguiente, las autoridades civiles y eclesiásticas ordenaron públicas acciones de gracias.

El vicario capitular, de común acuerdo con el Gobierno de la provincia, reconoció la “visible y portentosa misericordia del Señor del Milagro y de Nuestra Señora la Virgen del Milagro, salvando, como en 1692, sin lesión alguna, a todos de las ruinas de los edificios”.

“Preparando así el ambiente -relata monseñor Miguel Ángel Vergara en su "Compendio de la Historia del Milagro de Salta'- de los gobernadores y del pueblo, el sacerdote doctor Cayetano González, en un emocionante discurso pronunciado en la noche del 18 de octubre de 1845, estableció el pacto de alianza entre el Señor y el pueblo de Salta”.


Las coronas de flores, desde 1890




Esta es la nota original actualizada de Eduardo Zavalía, autor de las coronas de flores, a más de un lustro de su muerte.



Las coronas de flores que cada 15 de septiembre engalanan las sagradas imágenes del Señor y la Virgen del Milagro obedecen a una antigua tradición familiar, que arranca desde, aproximadamente, el año 1890.



Fue cuando doña Florencia González Sarberry de Ovejero Zerda, esposa de don Sixto Ovejero Zerda, fundador del ingenio Ledesma en la provincia de Jujuy y gobernador de Salta cuando la invasión de las montoneras al mando de Felipe Varela, dispuso elaborar esas ofrendas en su casa de Florida 62.



Ese edificio fue, hasta hace poco, sede de la Municipalidad capitalina, empleando flores que hacía traer de su quinta La Noria, parte de cuya sala se conserva hasta hoy en Pueyrredón al 500, vereda oeste.



A la muerte de doña Florencia, ocurrida en marzo de 1920, la responsabilidad de esta tarea se dividió entre sus hijas doña Adelaida Ovejero González de Tamayo, quien se hizo cargo de la del Señor, y doña Electa Ovejero González de Figueroa Ovejero, de la de la Virgen.



La señora de Tamayo falleció en noviembre de 1949, sustituyéndola su hija doña Graciela Tamayo Ovejero de Mendióroz, quien murió hace más de una década, quedando a cargo desde entonces su hija doña Cecilia Mendióroz Tamayo de Durand Cornejo, elaborándose la corona del Señor en el domicilio de esta última, situado en Buenos Aires 181.



La corona



La señora de Figueroa Ovejero falleció en julio de 1924, quedando a cargo de la corona de la Virgen, su hija mayor, doña María Luisa Figueroa Ovejero de López, la que al fijar su residencia en Buenos Aires fue reemplazada por una de sus hijas, doña Alicia López Figueroa de Alderete, la que cedió la responsabilidad a su tía y segunda hija de doña Electa, doña Elvira Figueroa Ovejero de Zavalía Esteves.



Esta última, al fallecer en junio de 1991 dejó a cargo a su sobrina doña María Hortencia Figueroa García, la que a su vez fue sustituida dos años más tarde por una de las nietas de doña María Luisa, doña Martha Alicia Alderete López de Puló García, quien dirigió la tarea en casa de una de sus hijas, doña Mariana Puló Alderete de Goytia Etchevehere, en barrio Tres Cerritos.



Respondiendo al pedido de un descendiente de doña Florencia González Sarberry de Ovejero Zerda, se agradece por la valiosa colaboración que en la confección de las coronas prestaron siempre la señora Elisa Salguero de Ebber (ya fallecida), sus hijas Josefina y Hermia y sus nietas, quienes dieron el toque final a las artísticas ofrendas.

sábado, 3 de septiembre de 2011

MANUEL J. CASTILLA

Manuel J. Castilla nació en la casa ferroviaria de la Estación de Cerrillos (Salta), el día 14 de agosto de 1918.


Realizó estudios primarios en la Escuela Zorrilla para luego estudiar el secundario en el Colegio Nacional de su provincia natal.


Se dedicó al periodismo y las letras.


Es uno de los escritores fundadores del grupo "La Carpa".


Además de sus colaboraciones en diarios y revistas nacionales, publicó los siguientes poemarios:



Agua de lluvia (1941), Luna Muerta (1944), La niebla y el árbol (1946), Copajira (1949,1964, 1974), La tierra de uno (1951, 1964), Norte adentro (1954), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Amantes bajo la lluvia (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), Tres veranos (1970), El verde vuelve (1970) y Cantos del gozante (1972), Triste de la lluvia (1977), Cuatro Carnavales (1979). También publicó un texto en prosa: De solo estar (dos ediciones en 1957) y el libro Coplas de Salta (1972, con prólogo y recopilación de Castilla).



En 1957 obtuvo el Premio Regional de Poesía del Norte (trienio 1954-56, Dirección General de Cultura de la Nación), por su libro Norte adentro fue galardonado con el Premio "Juan Carlos Dávalos" para obras de imaginación en la producción literaria (trienio 1958-60, Gobierno de Salta) por el poemario El cielo lejos, y con el Premio del Fondo Nacional de las Artes (Mendoza, Trienio 1962-64) por su libro Bajo las lentas nubes.


En 1967 recibió el Tercer Premio Nacional de Poesía por su obra Posesión entre pájaros.


Entre otras de sus más importantes distinciones se incluyen el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1973), el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (trienio 1970-72) y el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (trienio 1973-75).


Falleció en Salta, el 19 de julio 1980 por razones de diabetes.


En la escritura de Manuel J. Castilla convergen narración, poesía y mito.


En el libro De sólo estar, la estructura prosaica y la intensidad lírica condensan la presencia de los mitos del tiempo y del carnaval.


La línea de conciencia social trazada por Castilla en su producción lírica y narrativa es fundante en la literatura del NOA y posteriormente otros escritores retomarán esa problemática, como Héctor Tizón, Daniel Moyano, Francisco Zamora o Carlos Hugo Aparicio.


EL GOZANTE


Me dejo estar sobre la tierra porque soy el gozante.


El que bajo las nubes se queda silencioso.


Pienso: si alguno me tocara las manosse iría enloquecido de eternidad,húmedo de astros lilas, relucientes.


Estoy solo de espaldas transformándome.


En este mismo instante un saurio me envejece y soy leña y miro por los ojos de las alas de las mariposas un ocaso vinoso y transparente.


En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho.


De mi nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego con rocío.


Sé que en este momento, dentro de mí,nace el viento como un enardecido río de uñas y de agua.


Dentro del monte yazgo preñado de quietudes furiosas.


A veces un lapacho me corona con flores blancasy me bebo esa leche como si fuera el niño más viejode la tierra.


De cara al infinitosiento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.


Si se me antoja, digo, si esperase un momento,puedo dejar que encima de mis inglesamamante la luna sus colmillos pequeños.


Zorros la cola como cortaderas,gualacates rocosos,corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,garzas meditabundas yararás despielándose, acatancas rodando la bosta de su mundo,todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste nada y mi alegría.


Después, si ya estoy muerto,échenme arena y agua.


Así regreso



LA POMEÑA


Eulogia Tapia en La Poma


al aire da su ternura


si pasa sobre la arena


y va pisando la luna.



El trigo que va cortando


madura por su cintura.


mirando flores de alfalfa


sus ojos negros se azulan.


El sauce de tu casa


está llorando


porque te roban, Eulogia


carnavaleando.


La cara se le enharina,


la sombra se le enarena


Cantando y desencantando


se le entreveran las penas.


Viene en un caballo blanco


la caja en su mano tiembla


y cuando se hunde en la noche


en una dalia morena.


LETRA: Manuel J. Castilla


MÚSICA: Gustavo (Chuchi) Leguizamón


El otro perfil del "Barba" Castilla


“Es el poeta que menos murió al morir”


Mucho me costó hilvanar las palabras para tributar mi homenaje al “Barba” Castilla,


¡Oh…, sorpresa!, anotado en el Registro Civil, al igual que su acta bautismal como “Manuel José Castilla”, en el veintitrés aniversario de su desaparición física.


Así como me produjo algunos inconvenientes para esbozar los pensamientos para volcarlos al papel


-en este caso que me brotaban del corazón-, algo parecido se me presentó con respecto al título que debía aplicar a esta nota.



Recordé, tras mucho divagar, de una frase del célebre poeta, novelista y ensayista francés Guillaume Apollinaire, el seudónimo de Wilhelm Apollinaire de Kostrowitsky (1880-1918).


“Es el poeta que menos murió al morir”


A este grande de las letras argentinas lo conocí desde que me vestían con pantalones cortos en el desaparecido diario “El Intransigente”, donde mi padre ocupaba la subdirección desde los veintidós años, secundándolo a David Michel Torino.


Fui creciendo y siempre admirando a este ejemplar que interrumpía su teclear en la negra “Rémington” para acariciarse su barba y levantarse los cabellos que se le caían sobre la frente.


Veintitrés años han pasado y su obra se mantiene fresca y vigente.


La voz del poeta que se silenció el l9 de julio de 1980 es oída casi con la misma intensidad con que recitaba sus versos con sus compañeros de la redacción del diario, en las trasnochadas reuniones con los vates junto a Juan Carlos Dávalos, o en las carpas de su Cerrillo natal.


El “Barba” hacía bizarría de su ingenio.


Por los avatares políticos en cierta oportunidad el gobierno, a los efectos de silenciar la constante oposición que le hacía la publicación, dispuso el traslado de todos los periodistas y gráficos para prestar declaración ante el Congreso de la Nación al sentirse un legislador “tocado” por un artículo del diario.


La censura no tuvo efecto a raíz que se contrataron linotipistas y armadores de otras provincias y el material periodístico era escrito por estudiantes, amigos y distinguidos profesionales.


Aquí aparece la chispa de Manuel.


Parodiando a una canción de moda escribió lo siguiente:


“Adiós muchachos ya me voy para Devoto…


frente a la cana, me silva el coto”.


Años después fue clausurado “El Intransigente” y cambió el bullicio de las rotativas para dedicarse a vender choclos y zapallos frente a la plaza “9 de Julio”y a escasos metros del Cabildo Histórico, sitio que era rodeado por prestigiosos escritores del momento y de sus hijos que heredaron su veta literaria..


En 1956, “El Intransigente” vuelve a vocearse por las calles de Salta y el destino me lleva a ser compañero del Barba Castilla, junto a Raúl Aráoz Anzoátegui; Aristóbulo Wayar, Ervar Gallo Mendoza, Miguel Ángel Pérez, Walter Adet, Jacobo Regen, Víctor Abán., Benjamín Toro y Luis Andolfi.


Por mi juventud era mimado por el poeta, autor de numerosas obras que lo hicieron acreedor de importantes premios.


Entre los libros editados se puede mencionar, entre otros: “Agua de lluvia”, “La niebla y el árbol”, Copajira”, “La tierra de uno”, “Norte adentro”, “El cielo lejos”, “Bajo las lentas nubes”, “Cantos del gozante” y “Tres veranos”.


Al mediodía con un “vamos changuito” partíamos a comer picante de panza con algunos compañeros de la mesa de redacción al boliche de “Balderrama”, siendo los únicos privilegiados entre los parroquianos -en su mayoría obreros y aurigas de coches de plaza-, de comer con improvisados manteles productos de tiras de papel que extraíamos de las bobinas de nuestra fuente de trabajo.


Interpreto, con toda modestia, que expuse otra faceta de Manuel J. Castilla, propietario de una particular singladura literaria y muy poca conocida.


Andrés Mendieta


EL UNIVERSO DE MANUEL J. CASTILLA


Son tan vigentes la vida y la obra de Manuel J. Castilla que, estoy seguro, a nadie le parece que ya hacen veinte años de la muerte de la primera, pues, la segunda está naciendo todavía.


Tanto que ambas, la vida y la obra, siguen siendo fuentes de estudios investigativos, de conclusiones diferentes y de infalibilidad equivocadas.


Quien más, quien menos, ha hecho su mundo propio del mudo literario o vital de Manuel José Castilla.


Y todos son válidos, porque la cotidianeidad y el texto poético del hombre y del autor literario son tantos como interlocutores tengan sus días y de sus versos.


Permítaseme, entonces, entre tantas experiencias que el hombre y el poeta de “Andenes al ocaso” tuvo con amigos, con la gente y hasta con personajes extraños, que yo intente la confidencia de mi propia experiencia con Manuel J. Castilla y su relación con nombres y cosas que identifican y determinan el protagonismo de distintas generaciones en una misma época.


Acaso porque es inevitable decir su nombre sin que, simultáneamente, nuestra memoria no convoque también a otros nombres relacionados con hechos concretos del movimiento cultural de Salta y la Argentina.


Es que Manuel J. Castilla, como muy pocos fue un aliento receptivo e impulsor de vocaciones y proyectos, pronto a crear las posibilidades del universo creativo de las acciones edificantes del ideario artístico y social proyectado a mejorar el espacio y el tiempo externo e interno de SaltaMás allá de los ensayos que se ocuparon de analizar los más recónditos motivos lingüísticos y antropológicos de su poesía, de los “ismos” y las ecuaciones semánticas y dialécticas, la conciencia popular aún no tiene conocimiento de lo que el hombre, el poeta hacía pensando en la dignificación de su pueblo, no sólo a través de la literatura y de su cancionística, sino alegre y preocupadamente hundido en la diaria necesidad ontológica de las personas.


Cualquier hecho intrascendete le significaba a Manuel Castilla la imprescindible oportunidad pedagógica para aplicar su didáctica en pro de aprender, o enseñar a la gente.


La conversación con un carnicero podría convertirse de pronto en un compendio fundamental e instructivo para no equivocarnos en el corte, el tiempo de cocción y la textura del punto exacto de los más exquisitos platos con carne vacuna y, a la vez, saber la geografía productiva de la ganadería del mundo y su referencia a los climas de Salta según la tonada y el número de versos de esa o aquella copla perteneciente a tal o cual región de la provincia.


Claro, ningún académico o intelectual puede ocuparse de esta supuesta siempre menor de Manuel Castilla, como también es cierto que la mayoría de los académicos e intelectuales no poseen la virtud de relacionar el común de los días de un poeta con la higienización de la sociedad, como lo quería Octavio Paz, por intermedio de su constante creativa, ya que el verdadero artista jamás abandona su proceso creador.


Es evidente que a todo esto, Castilla lo sabía. Su poder de observación no cesaba.


Un apellido, un oficio, la manera de caminar de un desconocido le indicaba un origen, la costumbre de alguna región y, siempre, su memoria escarbando la historia o los modos de la tradición.


De la tradición del hombre, quiere decir, que al fin y al cabo es el que hace, soporta y cambia todas las tradiciones.


Era imposible que un lustrabotas no saliese con unas monedas de más en el bolsillo y algún texto en sus oídos referente a su trabajo o al sueño inalcanzable que el propio lustrín le confiaba, o que al otro día se hallara con el cuerpo de la promesa hecha, ya fuese un libro, un par de medias o el pasaje para ir a ver a su madre a Morillo; hasta los gatos de Cacho Aramayo lo saben.


Alguna vez dije que la anécdota es una caricatura de la vida, sigo sosteniendo lo mismo, porque en Manuel Castilla las anécdotas son las que le inventaron quienes quisieron encontrarle solemnidad, complejidades psicofilosóficas o encasillamientos sociológicos; en realidad, Manuel Castilla era así, vivió aplicando su conocimiento, trabajando siempre en su raíz intuitiva sin explicar sus frutos.


Porque sabía que lo simple viene de lo práctico, Castilla prefirió la sencillez de la sabiduría.


Por eso siempre abrió las puertas de su casa, nos prestó su biblioteca y hasta arriesgó sus propios poemas a nuestras correcciones.


Para eso tuvimos que ser sobrevivientes de su crítica, de su razón tan bien intencionada que no pocos le debemos el nombre en letras de molde o la vigencia de algún cuarto de página.


Castilla fue aliento y desafío ante el emprendimiento infinito que significa el intento de cualquier obra artística, pero también doloroso rigor ante los balbuceos del alma


Jamás dejó de conversar la poesía, de sugerirnos la poética de la vida y de prevenirnos el riesgo de soportarlo todo, incluso el desprecio de nuestros propios seres queridos.


Y así supimos compartir su mesa y, por supuesto, la honra de su trabajo en la comida.


Lo mismo que su trascendencia y la magnitud de su obra, hasta sus recopilaciones de coplas populares ya no le pertenecen.


Cantó al hombre y a la esencialidad latinoamericana, a la soledad y a las adversidades e injusticias propias y ajenas.


Con su ser, de naturaleza a naturaleza fue tatuando su sentido de muerte, la médula de su estética.


Sin embargo, todo artista permanece en su origen


Acaso por lo mismo, Manuel Castilla siempre creyó que en cada persona existe un original que es necesario educar y desarrollar para alegrar y hacer menos dramática la existencia de la especie humana.

Hugo Roberto Ovalle-El Tribuno 21-07-2000