jueves, 11 de marzo de 2010

EL GAUCHO GUEMES Y LA MUJER

En la lucha por la emancipación

La presencia del pueblo en las luchas por la independencia, se concretó en el verbo de Patria.

El caballo fue uno de los compañeros de nuestros gauchos, en la titánica empresa de construir nuestra Patria.

El paisanaje era gente humilde de ojos acuosos y manos con penetrantes olor a cuero sobado. Los gauchos nunca flaquearon en las sendas estrechas ni en los pedregales ásperos, porque estaban hechos a las selvas enmarañadas y a las sierras escabrosas, ya escalonando cerros o viviendo ocultos entre las breñas pero, siempre, insomnes, vigilantes, enardecidos, para atropellar furiosos como el río que de las nacientes baja tajando barrancas.

De una lealtad inquebrantable, que no le preocupaba el dinero, y sobre todo, mantenía en todo tiempo el sentimiento de la dignidad.

Entre los documentos existentes en el Archivo Histórico de Salta se encuentra uno donde muestra sobre las condiciones varoniles del gaucho cuando se lee lo siguiente: “Mi esposo falleció el día viernes santo, en las inmediaciones de Jujuy, peleando valerosa y heroicamente con los tiranos y crueles enemigos de nuestro gobierno Americano.

No hay sacrificio que no merezca la Patria, los que derramen su sangre en el campo del honor, nunca mueren, porque viven siempre en la memoria de sus compatriotas.

Este placer, consuela mi viudez… Mi marido y yo no tuvimos más caudal que nuestras vidas: mi marido perdió la suya…”

Son innumerables los testimonios tanto de los patriotas como de los oficiales españoles e ingleses que se refieren al accionar de los gauchos con su guerra de guerrillas.

En estos momentos que nuestra querida patria sufre de una crisis moral, falta de fe y de un sentido nacional debemos tomar como ejemplo a aquellos hombres y mujeres.

El espíritu de Mayo como el de crear una nación libre y soberana.

En el año 1821 una vida se apagó como una llama de papel en el viento.

General: tú no has muerto, No. Martín Miguel de Güemes, vive aún.

Tu pueblo te acompaña.

Ya te reconocen a lo largo y ancho del país lo que hiciste por la libertad hispanoamericana. Fuiste gaucho y señor de los valles y las montañas.

Hombre y centauro, carne de combate.

Hoy te vemos, señor de la Epopeya, caudillo de la empresa libertaria de la “gran nación americana” conduciendo a tus gauchas montoneras en aras de la gloria y la hazaña entre un ronco tronar de los guardamontes y un ulular de lanzas y tacuaras; a los ponchos rojos incendiando el monte y un gris polvaderal en las batallas…

General: te pedimos aceptes este reconocimiento porque con tu fuerza moral, resignando tus principios, seguiste luchando por la paz de esta nación hispanoamericana que daba sus primeros pasos por su libertad e independencia.

En esta recordación no para llorar a un grande, generador de toda una epopeya: a un caudillo de la resistencia; al señor gaucho de las legendarias cargas a sable y lanza; a un firme puntal de la defensa de los caminos del Alto Perú que vivió desde muy joven en las heladas arrogancias de la montaña; en el sordo fragor de los torrentes o en la selva -vivero salvaje de vegetación, de fieras y de alimañas-, sino para enriquecernos con el ejemplo del hombre que durmió bajo las estrellas y a la luz temblorosa del fogón, dándolo todo por la libertad americana; el general Don Martín Miguel de Güemes.

Muchos, a la historia de los pueblos la escribieron en base de las empresas guerreras y la gloria de los mismos está en razón directa con el número de sus victorias.

Tal vez sea este concepto que lleva a hacer incompleta la biografía de los héroes, presentándolos casi siempre como el arquetipo del militar, dejando con esto de lado al hombre, modelo de carácter y ejemplo para la juventud.

Junto con sus gauchos salteños, jujeños y tarijeños, con sus rostros impávidos por la emoción que da el cansancio, de revueltas y sucias barbas y de miradas inmóviles, durante siete años de lucha, regaron con sangre libertaria los campos de lo que hoy es Bolivia, Jujuy y Salta.

Martín Miguel de Güemes no sólo debió enfrentar a los enemigos de afuera, sino también a las pasiones humanas internas; pero, nunca utilizó el poder que tenía para satisfacer mezquinas ambiciones nunca utilizó el poder que tenía para satisfacer mezquinas ambiciones personales, salvo para servir a objetivos fundamentales y nobles: la independencia de la patria y la autodeterminación de los pueblos.

De ese mismo pueblo que lo llegó a llamar “el padre de los pobres” en contraposición de otro que lo calumniaba y lo negaba.

Güemes fue un hombre de una vida llena de renunciamiento, austera, abnegada que sacó del dolor una fuerza; de la injuria un acicate y de la derrota una revancha.

Martín Miguel de Güemes triunfó y hoy está sobre un peñasco abrillantado de heroísmo y de gloria inmarcesible. Por su prematura muerte, a los 36 años, no pudo reunirse en el Perú con San Martín y Bolivia, cuando la patria más lo necesitaba.

No dudemos que su vida es ejemplo para hoy y para la posterioridad. Güemes nació hidalgo y esa hidalguía venía de lejos llevaba en su sangre flujos de nobles que le hubieran permitido vivir para reinar, pero no, prefirió vivir para sufrir.

Desde muy niño y después como cadete convivió con el campesino; lo vio reír y padecer; galopó con él por los montes, las quebradas y los desiertos.

Les enseñó el manejo de las armas y a querer a la Patria hasta por ella morir.

Y su nombre se propaló como el eco en los cerros y corrió como el agua fresca de los manantiales.

Claro está que tenía una sólida base cultural que la manifestaba en muchos de sus escritos, en donde surgen sus conocimientos sobre temas jurídicos, literarios, filosóficos y militares.

Este hombre, a quien hoy estamos recordando, a lo largo de su existencia despreció los bienes materiales para inclinarse a lo espiritual, actitud muy propia a la de su formación católica.
Un ejemplo: ” Arrojen de nosotros la soberbia, el orgullo y la altivez, vicios que deshonran la humanidad y la devoran, e imponen cadenas más duras, y pesadas, que los enemigos impotentes de la España”. Este pensamiento surge de la lectura de un oficio enviado al Director Supremo Ignacio Álvarez Thomas, el 11 de octubre de 1815.

“Por defender los sacrosantos derechos de la Patria” estuvo lejos de su familia y de sus intereses, sometiéndose a privaciones y hasta momentos afligentes.

Güemes, gobernante capaz y probo en la dura tarea de forjar la nacionalidad, en muchas ocasiones llegó a no percibir sus haberes como mandatario y respaldó con sus bienes gastos de la guerra. En una carta que le escribe a Belgrano, el 27 de junio de 1818, le dice: “Hoy mismo marcho a Jujui… No ha podido ser antes, como he querido, porque usted sabe que la pobreza, todo lo trastorna y retarda.

Pero al fin, he conseguido que el comercio me supla dos mil pesos, asegurando el pago a letra vista y afianzándolo con sus bienes.

A todo esto me obliga la necesidad y el amor al país. Confieso a usted que cada cosa de éstas, es un sacrificio que hago de mi misma persona, ofreciéndola a la libertad de la patria…”

De esta pobreza el propio doctor José Redhead, médico de cabecera de Manuel Belgrano, el 6 de julio de 1813, en carta que le escribe al Jefe de la Estación Naval de Sud América para proteger el comercio británico en el Río de la Plata, comodoro Bowles, le señala, entre otras cosas: “… ¡usted puede creerlo!, los enemigos de Güemes en Tucumán crecen en proporción de los sacrificios que él hace para defenderlos.

En verdad se sienten movidos por la envidia que, como usted sabe, es la pasión que gobierna a estos naturales. Él (Güemes) poco se cuida de todo eso: atiende lo que debe hacer, come asado cuando puede procurárselo, anda medio desnudo, sin un peso para comprar vino o aguardiente, rara vez duerme bajo techo y deja a la calumnia inventar cuantas historias se le antoje…”

Fue de nobles sentimientos y de incalculable conducta. En un bando dirigido a los habitantes de Jujuy, el 22 de abril de 1819, manifiesta, entre otras cosas: …”No quiero veros más envueltos en lágrimas y sangre… no temáis a esos cobardes; corred presurosos a humillar su orgullo hasta sepultarlos en el olvido y… para que dejéis escrito a la posterioridad un eterno ejemplo de valor y constancia que excite su emulación. Venid, por último, todos que yo en la escuela de los trabajos donde aprendieron mis bravas legiones el arte de pelear os enseñaré la senda del honor y de la gloria…”

Güemes, un gaucho entre los gauchos, al decir de Atilio Cornejo “no concibió nunca que su provincia estuviera alejada de la Nación y, por ende, de las demás Provincias Unidas del Río de la Plata y, permanentemente, estuvo sometido a las decisiones del poder central, vínculo de unión nacional que, en su concepto, era indestructible”.

Lo recodamos a Güemes como un propulsor de la gran nación americana como hombre de enseñanza, como maestro de almas, como ejemplo de hombre de temple. En todo lo grande que puede ser un hombre. Oportuna evocación ésta, cuando se dice que el mundo soporta una crisis moral.

No se dejó tentar con ofrecimientos que le efectuaron los jefes realistas como: Pedro Antonio de Olañeta, Guillermo Marquiegui, Joaquín de la Pezuela y José de la Serna, porque él fue: “Rico y noble por nacimiento, todo lo ha sacrificado por la Patria, y no tuvo título de nobleza más glorioso que el amor de sus soldados y la estimación de sus conciudadanos”.

Desde aquel 7 de junio de 1821, fecha que fue herido de muerte nuestro héroe máximo, su vida comenzó a arder como una llama votiva, agitada por el espíritu puro de la libertad y encendida por el amor ante la imagen de la imagen de la patria.

Patria y libertad, dos términos inseparables como el fuego y la luz; como el heroísmo y la gloria. De él nos queda su hombría como reflejo inasible que todo lo penetra y lo santifica.

Martín Miguel de Güemes está en la eternidad del bronce y de la historia, desde donde, seguro estoy, está rogando que los colores celeste y blanco de la bandera se confundan con el celeste y blanco del cielo y que su sol no sea de guerra sino de esperanza y futuro de todos los argentinos.

Responder a una carta del jefe realista Pedro Antonio le Olañeta, le responde Güemes “No quiero favores en perjuicio de mi país; éste ha de ser libre a pesar del mundo entero)… Nada temo, porque he jurado sostener la independencia americana, y sellarla con mi sangre”.

Posturas similares, la de su firme fe por la libertad de su patria, la unión de las dieciocho provincias de esta América del Sur hasta dar su vida misma hay impresas en cartas intercambiadas con: José de San Martín, Manuel Belgrano, Juan Martín de Pueyrredón, Bernabé Aráoz, Pedro Ignacio Castro Barros, Juan Facundo Quiroga, Francisco Ramírez, Juan Bautista Bustos, Alejandro Heredia, Bernardo de O’Higgins, José Andrés Pacheco de Melo, José Rondeau, José Artigas, José Pérez de Uriondo y Martín Rodríguez, algunos de los nombres extra{idos de una larga lista de destinatarios y remitentes.

También sus principios los sostiene en actas, proclamas y oficios como aquel que enviara al gobernador de Cuyo diciéndole: “… yo no puedo prescindir del amor a la libertad y del alivio que debo proporcionar a los afligidos hermanos del Perú. Nombrado General en Jefe del Ejército de Observación, ha sido mi única atención la de organizarlo y ponerlo en estado de abrir una campaña, que ha de sellar para siempre nuestra suspirada independencia.

A los doce días de recibida la comunicación del excelentísimo señor capitán general, ya tenía dos mil hombres dispuestos a llevar a cabo tan noble proyecto”.

Concluyo resaltando el verdadero sentido americanista –hoy desconocido hasta por los propios salteños- del General Don Martín Miguel de Güemes.

Dicen que detrás de un hombre inteligente hay una gran mujer. Es por ello que, aprovechando la atención de ustedes, pretendo tributar un homenaje a todas las mujeres (aborígenes, mestizas e inmigrantes) que fueron protagonistas de lo que hoy puede ser la “gran nación Americana”.

Iniciando este reconocimiento no puedo extraerme del papel que cumplió aquella dama nacida en Madrigales de las Altas Torres, en 1451, a Isabel la Católica, quien protegió a Cristóbal Colón en su empresa conquistadora de 1492.

Antes de morir encomendó y obligó “al rey y a los príncipes sucesores que pusieran todos los esfuerzos para dar lugar a que los naturales y moradores de las Indias y tierras firmes, ganadas y por ganar, recibiesen agravio alguno en sus personas y bienes, sino que fuesen bien y justamente tratados, y si algún agravio hubiesen ya recibido que lo remediasen y proveyesen”.

Hay otra expresión que ennoblece a su majestad Isabel la Católica, su humildad. En su protocolo estableció que se le diera sepultura en el monasterio de San Francisco de Granada, cubierta con hábitos franciscanos en sarcófago bajo y cubierto con una lápida plana y austera; que sus funerales sean simples, sin pendones de luto y sin exageradas velas y de lo que debía gastarse en su inhumación se destine en dar vestidos a los pobres y para ayudar a jóvenes menesterosas que quieran consagrarse al servicio de Dios.

La reina fue el alma dinámica, distribuidora de contribuciones y vituallas para la espléndida campaña que desarrolló Cristóbal Colón aquel 12 de octubre de 1492, cuando con sus navíos trajo a América la Cruz de Cristo, la cultura europea y el idioma.

Esta gesta, además, permitió la mezcla de sangre dando lugar al nacimiento de una nueva raza, la mestiza.

Los primeros españoles que llegaron a estas tierras se encontraron con que la mujer se desempeñaba en inferioridad de condiciones con respecto a los hombres.

Por ejemplo, en los mayas ambos comían por separado y si llegaban a encontrarse en el andar, la mujer debía apartarse bajando la vista.

Los aztecas, por su parte, podían arrojar de sus hogares a las mujeres de mal comportamiento, haraganas o estériles; aunque las mujeres maltratadas, o no debidamente mantenidas, podían separarse de sus maridos; mientras que las viudas solamente podían casarse con el hermano del difunto.

Henri Laman dice que había prostitución y que los plebeyos cedían a los nobles sus hijas como concubinas y que la poligamia era posible en la medida de la fortuna del varón.

Entre los quichuas existía la costumbre que el Inca, cuya esposa, diremos oficial, debía ser hermana y podía tomar otras mujeres.

Por otra parte, se cuenta que entre los mapuches, a la muerte del hombre, la mujer pasaba al hijo mayor o pariente más cercano y sostiene que en la América pre-colombina las tareas de horticultura estuvieron en manos de las mujeres.

Era costumbre de los chibchas que el tributo al cacique se pagara con mujeres que, esclavizadas tenían hijos con aquel.

El mismo autor dice que esos niños se convertían en manjar de su padre en actos de canibalismo repugnantes.

Son muchos los testimonios sobre el estado en que vivía la mujer, que al día de hoy podemos considerarlo como aberrante pero, hace mas 500 años atrás era parte de un sentido de vida.

Al llegar los conquistadores, muchos de ellos se unieron con las nativas y comenzaron a gestar los primeros mestizos.

Si eran casados, convivieron con las aborígenes hasta que llegaron sus esposas; si eran solteros, hasta que se casaran con peninsulares y otros formaron con las indias familias bien constituidas.
La historiadora Lucia Gálvez, autora de “Mujeres de la conquista” reflexiona que los españoles, “para tranquilizar sus conciencias, se conformaban con bautizar y catequizar sus queridas, convertidas en una suerte de “amas de casa” mientras durase el concubinato”.

Esta tesis, al parecer, surge de lo que expresara Francisco de Aguirre: “…se hace mas servicio a Dios en crear mestizos que el pecado que con ello se comete”.

Mientras tanto, en España, muchas esposas de expedicionarios realizaban los tramites para poder viajar al nuevo continente y encontrarse con su ser querido.

En Europa, en aquellos tiempos, había una súper población de mujeres.

Tenían varios caminos a seguir: viajar a las tierras descubiertas con el deseo de contraer matrimonio, mantener su soltería, o el convento.

En el tercer viaje de Colón, se faculta por primera vez a viajar a treinta mujeres, quienes debieron hacer una serie de trámites en la Casa de Contrataciones y, con posterioridad, negociar con el capitán de la nave el precio del viaje. Una vez acordado el permiso se le entregaba una lista de elemento que debían utilizar para el viaje: ropa de cama, varias mudas de ropa, tasas y batería de cocina, bebidas y alimentos para cubrir las necesidades de más de tres meses de travesía.

Teresa Piossek Prebich -de quien he tomando algunos datos para esta nota- expresa: “todos comían a igual hora, tras haber cocinado en el fogón común instalado en la cubierta, que no se encendía se había mal tiempo.

Los alimentos, salvo en los primeros días que se encontraban frescos, al promediar el viaje estaban enmohecidos o descompuestos, lo mismo que el agua, que se volvía hedionda y de mal sabor.

No obstante los sedientos pasajeros aguardaban ansioso el momento en el que el capitán les hiciera servir la ración diaria”.

La mujer llegada a tierra firme debía cumplir numerosas tareas: la limpieza de las viviendas, la cocina, la costura, el cuidado de los hijos y entenados, la enseñanza de las primeras letras, la doctrina y ocupando el rol que le correspondía al esposo, como la atención de enfermos y heridos, como centinela y guerreando con los salvajes si era necesario.

Poco tiempo pasó para que, entre españoles y nativas pudieran convivir dentro de un marco de gran armonía.

Hasta la Corona llagaron cuantiosas imputaciones de atropellos cometidos por parte de algunos peninsulares, obligándola a dictar una seria de medidas tendiente a proteger a las nativas y sus hijos.

Entre otras, figuraban estar exceptuadas del trabajo en las minas y de la labranza las indias con un embarazo mayor a cuatro meses; las indias solteras debían trabajar con sus padres, y las casadas no debían ser compelidas a efectuar trabajos mineros.

La mujer aborigen no pagaba tributo.

Y no se la podía obligar a amamantar niños blancos cuando lo estaba haciendo con los suyos propios; en los obrajes no se permitían trabajar a mujeres, a menos que se tratara de la labor propia del sexo y fueran acompañadas de sus padres, hermanos ó esposos.

En auxilio de la moral de la mujer india, se prohibió que los padres regalasen a sus hijas o que las tuvieren encerradas en su casa y, así también, se prohibió la poligamia.

Con respecto a las indias solteras, se les impidió que sirvieran a los caciques, que anduviesen solas pastoreando ganados, ni que fueran criadas sin el permiso de sus padres o las casadas de sus maridos.

Posteriormente, nativas y peninsulares volvieron a encontrarse a través de la obra evangelizadora, trabajando juntas en la difusión de la fe cristiana.

Y como fruto de este apostolado fue consagrado a través de los años, numerosos santos americanos, ya sean indígenas, mestizos o mulatos.

Con esta apretada nota, como ya lo expresara, solo he pretendido recordar todas las mujeres (aborígenes, inmigrantes y mestizas) que con esfuerzos heroicos y con sacrificios, fueron protagonistas de esta historia de América. ­

Finalmente me propongo a tributar el homenaje a la mujer salteña que tras la lucha por la independencia, guerra que en muchos casos dividió a la familia.

Por sus ideales se separaron maridos y mujeres; padres e hijos y hasta en algún momento debieron enfrentarse en el campo de batalla hermanos contra hermanos. Así se escribieron las páginas de la historia.

La tiranía del espacio me obligan a abstraerme del nombre de algunas de ellas, dado que sus aportes los hicieron dentro del mayor anonimato.

Veamos algunos ejemplos: Para apoyar a los ejércitos de la patria con dinero, joyas y vituallas a se puede mencionar, entre otras, a:

María Josefa Álvarez de Arenales, a quien San Martín la condecoró con medalla de oro y banda “al patriotismo, para honrar el pecho de las damas que ha sentido la desgracia de la Patria”;

a Isabel Aráoz de Figueroa, quien puso en manos de Belgrano su collar de perlas de valor considerable que había lucido durante el baile celebratorio del triunfo del 20 de febrero para “las cajas del ejército”;

a Juana Azurduy de Padilla, que alcanzó el grado de teniente coronel y nominada como la “heroína de América” quien entregó a sus cuatro hijos varones, muertos en combates;

a Milagro Cabreros de Retamozo de Plaza, nacida en Cachi, a l5 años abrazó la causa de la independencia y al enterarse de la muerte de Güemes se desprendió de sus joyas y bienes para que se continuara la guerra gaucha;

a Bernarda Díaz de Zambrano, quien donó importantes sumas de dinero para el Ejército del Norte;

a María Gertrudis Medeiros de Cornejo, quien debió soportar persecuciones por parte de los realistas conocedores que esta caracterizada dama radicada en Campo Santo más de una vez no hizo levantar la caña de azúcar para proporcionarle alimento a la caballada de los ejércitos patriotas.

Su propiedad fue incendiada y ella trasladada a Jujuy cubriendo un trayecto de casi cien kilómetros caminando y engrillada.

Desde su cautiverio buscaba el medio para hacer llegar informaciones a Martín Miguel de Güemes.

Merece un párrafo aparte Carmen Puch de Güemes, esposa del General desde sus 18 años, quien por el dolor del asesinato de su ser amado, buscó la muerte: inmóvil, muda, cortándose su espléndida cabellera, cubriéndose su cabeza con un largo velo, debilitándose en el sitio más oscuro de su habitación hasta el 3 de abril de 1822, vale decir a los ocho meses que Güemes pasó a la inmortalidad

Andres Mendieta

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