sábado, 6 de agosto de 2011

GUSTAVO LEGUIZAMON (EL CUCHI)


Nació a las once horas y cinco minutos de la mañana de un 29 de Septiembre de 1917 en la ciudad de Salta.


Hijo de José María Leguizamón Todd y María Virginia Outes Tamayo.


Descendiente de Dña. Martina Silva de Gurruchaga, criolla de hacha y tiza que peleó en la Batalla de Salta, considerada heroína de la Independencia.


Hijo de un contador fanático de la ópera y de una mujer que heredó la costumbre de silbarles a los pájaros para que la siguieran, Gustavo Leguizamón es un arquetipo al que reverenciaron los ricos y los pobres, la izquierda y la derecha, el apetito y las ganas de comer.


Pero, ¿cuál fue el secreto de esta magia?


La respuesta, acaso se pueda rastrear en su propia historia.


Tenía meses apenas y a su madre le preocupaba su delgadez.


Fue en esa época que a Doña María Virginia le ofrecieron unos chanchos para ver si podía comprarlos.


"¡Pero están flacos como este cuchi!", dijo mirando a su hijo.


En ese instante Leguizamón quedó rebautizado: desde entonces y para todos sería El Cuchi, vocablo que en quechua quiere decir precisamente chancho o cerdo, pero al que en Salta se le otorga un significado no peyorativo sino simpáticamente cómplice.



Pajita García Bes, José Fernandez Molina, Julio Espinoza y otros.


Como padecía de sarampión, a los dos años su padre le regaló una quena, con lo cual lo hizo musiquero antes casi de que aprendiera a hablar.


Su familia cuenta que pronto le arrancaba al instrumento EL BARBERO DE SEVILLA casi íntegro.


Después, siempre de oído, la emprendería con la guitarra y el bombo, hasta que acabó en el piano.


Cuando tenía veinte años y debía resolver su futuro, ya era músico.


Le comunicó a su padre que iba a estudiar Derecho, y el hombre se encrespó.


Su idea era que fuera a París para perfeccionarse.


El le giraría la mensualidad.


El Cuchi, que se deleitaba con tener una historia al revés de los convencionalismos, no hizo caso y marchó a La Plata, donde en 1945 obtuvo el título de abogado.


No olvidaría jamás aquella estudiantina que lo llevaba a Buenos Aires a recalar en El Olimpo, un tugurio del Bajo donde se jugaba ajedrez.


Allí conoció a Witold Gombrowicz, al que descubrió con unos botines rotosos pero inmensos.


"El único que puede tener patas de ese tamaño -maquinó- es Ariel Ramírez". Y acertó, porque Ramírez le había regalado los zapatos al polaco.


Cantó con el coro universitario, jugó rugby y después fue profesor de historia y filosofía, Diputado Provincial y ejerció durante treinta años la abogacía, hasta que decidió dejarla, porque "Estoy harto de vivir en la discordia humana.


Me produce una gran satisfacción ver una vieja en el mercado tarareando una música mía.


Una vez venía bastante enojado con todos estos inconvenientes que tiene la vida, y un changuito pasó en bicicleta, silbando la Zamba del pañuelo.


Entonces lo paro y le pregunto qué es lo que silba: -No sé; me gusta y por eso lo silbo-, me contestó.


Ya ves, ésa es la función social de la música".


En los cuarenta, cuanto tenía algo más de 25 años, trenzó una amistad entrañable con el poeta Manuel J. Castilla, el hijo del jefe de la estación de Cerrillos, a quien en una de sus obras mayores le diría:


"Padre, ya no hay nadie en la boletería".


Al Cuchi, muchas veces con letra de Castilla, le debe la música argentina y universal, zambas, chacareras, carnavalitos, vidalas inolvidables en las que habitan el amor, la tragedia, la miseria, el sarcasmo, la ternura.


Era un enamorado de la baguala ("Toda gran zamba encierra una baguala dormida: la baguala es un centro musical geopolítico de mi obra") pero también de Bach, Mahler, Ravel, Stravinsky, Schönberg y sobre todo de Beethoven, al que definió con sabiduría como "definitivo".


Pero no se quedó ahí, también admiró a otro genio argentino, Enrique Villegas, y a Chico Buarque, Milton Nascimento, Vinicius ("Las corrientes de música popular americana más importantes están en Brasil") y Ellington.


Capaz de organizar en Salta primero y en Tucumán más tarde conciertos de campanarios (literalmente, pues el sonido lo proveían los bronces de las iglesias), es cierto que Leguizamón saltó sobre el pentagrama y pulsó cuerdas, digitó teclados, sopló en maderas, cobres y cuernos, como se escribió alguna vez, a pura oreja.


La prueba es que intentó también un concierto de locomotoras, fascinado por "ese instrumento musical maravilloso que tiene fácilmente dieciocho escapes de gas que son sonidos y un pito con el cual se pueden hacer maravillas, por no contar su misma marcha".


Al principio -hasta hizo fundir una quena para agregarla a la máquina-, los ferroviarios lo miraban como a un bicho raro.


Después se entusiasmaron.


Los maquinistas lo saludaban con el saludo sonoro de la locomotora, que además le enseñaron a plasmar.



Era un enamorado de la baguala ("Toda gran zamba encierra una baguala dormida: la baguala es un centro musical geopolítico de mi obra") pero también de Bach, Mahler, Ravel, Stravinsky, Schönberg y sobre todo de Beethoven, al que definió con sabiduría como "definitivo".


Pero no se quedó ahí, también admiró a otro genio argentino, Enrique Villegas, y a Chico Buarque, Milton Nascimento, Vinicius ("Las corrientes de música popular americana más importantes están en Brasil") y Ellington.


Capaz de organizar en Salta primero y en Tucumán más tarde conciertos de campanarios (literalmente, pues el sonido lo proveían los bronces de las iglesias), es cierto que Leguizamón saltó sobre el pentagrama y pulsó cuerdas, digitó teclados, sopló en maderas, cobres y cuernos, como se escribió alguna vez, a pura oreja.


La prueba es que intentó también un concierto de locomotoras, fascinado por "ese instrumento musical maravilloso que tiene fácilmente dieciocho escapes de gas que son sonidos y un pito con el cual se pueden hacer maravillas, por no contar su misma marcha".


Al principio -hasta hizo fundir una quena para agregarla a la máquina-, los ferroviarios lo miraban como a un bicho raro.


Después se entusiasmaron. Los maquinistas lo saludaban con el saludo sonoro de la locomotora, que además le enseñaron a plasmar.


En tiempos de Arturo Illia, Gustavo Leguizamón fue diputado provincial extrapartidario y en tiempos del gobernador peronista de Salta Roberto Romero, asesor cultural de la provincia.


Fue entonces cuando embistió con mayor fiereza contra una burocracia sorda que impedía importar pianos y protagonizó en la Legislatura debates memorables para propender al descongelamiento cerebral.


Capaz de respetar a Churchill tanto cuanto despreciaba a Thatcher, Malvinas fue para él una herida abierta pero no ciega, porque supo adjudicar responsabilidades cuando se preguntó por qué fuimos y no peleamos.


Impensable en Buenos Aires, Leguizamón- que mascaba hojas de coca, y defendía la costumbre- fue parte del paisaje de Salta, a la que amó profundamente, desde los olores de sus yuyos secos hasta el aire que viene de la quebrada escondida por la cual Belgrano sorprendió a los españoles.


Se casó con Ema Palermo, teniendo cuatro hijos de ella: Juan Martín(1961), José María(1963) Delfín Galo(1965) y Luis Gonzalo(1967).


Es autor de las zambas más famosas y que representan a la cultura musical de Salta., la música popular ; además de haber compuesto obras populares es un compositor que ha contribuido con su talento y su expresión al acervo cultural salteño.


Sus obras son características por su armonía y ritmo por su riqueza melódica, su temática musical. Escribió entre otras : Zamba del Pañuelo, del Mar, La Panza Verde con Jaime Dávalos, Chacarera del Expediente, Carnavalito del Duende, , Zamba del Argamonte (Castilla), Bajo el azote del sol (Nella Castro).


Su musicalidad y asonancia fue única y componía algunas de sus obras a la medida de la interpretación del Dúo Salteño con quien mejor acuñó las disonancias que emergían como duendes traviesos de las melodías.


Su simpatía y espontaneidad (ocurrencias) brotaban a borbotones en la cotidianeidad Salteña.


Ganó numerosos premios por su labor artística : Premio SADAIC, Premio Fondo Nacional de la Artes.


Compuso una obra que Virtu Maragno la estrenara con la Orq. Sinfónica de Santa Fe, es su Preludio y Jadeo, compuso la música para la película La Redada.



Una de sus últimas fotos


Pero Leguizamón poco a poco se fue apagando, perdiendo primero la memoria- olvidó hasta cómo tocar el piano- luego la razón y finalmente la vida.


Murió en Salta, la ciudad que le había visto nacer y pasar en ella toda su existencia, a las cuatro y media de la tarde de un 27 de Septiembre del 2000, dos días antes de que pudiera cumplir los 83 años de edad.


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