1. Origen y vicisitudes de la Cuaresma.
La Cuaresma es hoy un período litúrgico de cuarenta días, destinados a preparar la digna celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
Por lo mismo, es un tiempo de mayor penitencia y recogimiento, y en que con más ahínco ha de procurarse la compunción del corazón.
Por más que los liturgistas no están aún acordes acerca de la fecha precisa en que se estableció en la Iglesia la Cuaresma, si viviendo todavía los apóstoles o bastante después, todos sabemos que hay una Cuaresma de origen bíblico; pues en la Biblia constan expresamente las de Moisés, Elías y Jesucristo.
¿La practicarían como observancia eclesiástica los apóstoles y los primitivos cristianos? San Jerónimo, San León Magno y otros santos Padres pretenden que sí, y su opinión por cierto es muy probable, aunque no se apoya en ningún documento escrito. Verdad es que San Ireneo, en el siglo II, y la “Didascalia”, en el III, hablan de ayunos preparatorios para la Cuaresma; pero los ayunos de aquél son nada más que de contados días, y los de éste de sola la Semana Santa.
El primer documento conocido que menciona la Cuaresma propiamente dicha, es el canon 5 del concilio ecuménico de Nicea, celebrado en 325.
A partir de esa fecha, abundan los testimonios en los escritos y concilios de Oriente, y desde el año 340, también en Occidente.
Pero lo que ni en Oriente ni en Occidente se descubre claramente, en aquellos primeros siglos, es el comienzo y término de la Cuaresma.
Combinándola de muy distinta manera las diversas iglesias, incluyendo unas en ella la Semana Santa, y excluyéndola otras.
En una cosa, empero, convenían todas: en el número de ayunos, que solía ser para los fieles, de treinta y seis días.
En el siglo V se unificó, por fin, la duración; y en el VII, un Papa posterior a San Gregorio Magno completó los cuatro días de ayuno que faltaban a la Cuaresma, prescribiéndolo como obligatorio desde el miércoles de ceniza, que por eso se llamó caput jejunii o “principio del ayuno”.
2. Prácticas cuaresmales.
Lo que Moisés, Elías y Jesucristo practicaron con más rigor en sus respectivas cuaresmas, fue el ayuno y la oración, los que, por lo mismo, sirvieron de base para la Cuaresma cristiana, a la cual agregó la Iglesia la práctica de la limosna y obras de caridad.
La ley del ayuno la observaban los antiguos con sumo rigor. No contentos con cercenar la cantidad de alimento, privábanse totalmente de carnes, huevos, lacticinios, pescado, vino y todo aquello que el uso común considerábalo como un regalo.
Hacían sólo una comida diaria, después de la Misa “estacional” y Vísperas, que terminaban al declinar la tarde; y esa única comida solamente consistía en pan, legumbres y agua, y, a las veces, una cucharada de miel.
Con la particularidad que ninguno se eximía del ayuno ni aun los jornaleros, ni los ancianos, ni los mismos niños de más de doce años de edad, tan sólo para los enfermos hacíase una excepción, que habían de refrendar el médico y el sacerdote.
A estas penitencias añadían otras privaciones, tales como la continencia conyugal, la supresión de las bodas y festines, del ejercicio judicial, de los juegos, recreos públicos, caza, deportes, etcétera.
De este modo se santificaba la Cuaresma no ya solamente en el templo como ahora, sino también en los hogares, y hasta en los tribunales, en los casinos, en los hoteles, en los teatros y en los circos.
Es decir, que el espíritu de Cuaresma informaba la vida de toda la sociedad cristiana.
Actualmente la observancia íntegra del ayuno y abstinencia cuaresmal ha quedado confinada a algunas órdenes religiosas, ya que el derecho común tan sólo manda ayunar con abstinencia el miércoles de ceniza y de témporas, y los viernes y sábados de Cuaresma, y sin abstinencia, todos los demás días [1].
De hecho, estos mismos ayunos cuaresmales están reducidos en muchos países casi a la nada, merced a los indultos, bulas y privilegios particulares; habiendo llegado a tanto la condescendencia de la Iglesia, en cuanto al modo de observarlos, que en ellos ha permitido leche, huevos, pescado, vino y otros géneros de regalos, además de autorizar una comida fuerte, un desayuno, aunque leve, y una ligera colación.
La oración cuaresmal por excelencia era y es la Santa Misa, precedida antiguamente de la procesión estacional.
Ahora es digno complemento, por la tarde, el ejercicio del Viacrucis.La limosna practicábase en la Iglesia con ocasión de la colecta de la Misa y otras particulares que se hacían en favor del clero, viudas, huérfanos y menesterosos, con quienes también ejercitaban a porfía otras obras de caridad.
3. Aspecto exterior del templo.
La ley de la abstinencia cuaresmal diríase que hasta a los tem plos materiales alcanza, pues a ellos también les impone la ley litúrgica sus privaciones, con las que se fomenta la compunción y el recogimiento.
Los templos, en efecto, vénse privados durante los oficios cuaresmales del alegre aleluya, del himno angélico Gloria in excelsis, de la festiva despedida Ite missa est, de los acordes del órgano, de las flores, iluminaciones y demás elementos de adorno, y del uso, fuera de las festividades de los Santos, de otros ornamentos que los morados, de cuyo color se cubren también, desde el domingo de Pasión, los crucifijos y las imágenes.
Tal es el aspecto severo del templo o como si dijéramos el continente exterior de la liturgia en tiempo de Cuaresma, el que acentúa todavía más los cantos graves y melancólicos del repertorio gregoriano y el frecuente arrodillarse para los rezos corales.
4. El alma de la liturgia Cuaresmal.
Si, empero, sondeamos el alma de la liturgia cuaresmal a la luz de los Evangelios, de sus epístolas, oraciones, antífonas y demás textos de su rica literatura, la vemos embargada de los más variados sentimientos de arrepentimiento, de confianza, de ternura, de compasión, de pena, de temor.
El Breviario de Cuaresma, con sus homilías y sermones con sus himnos, sus capítulos y sus responsorios, a cual más expresivos y piadosos, pone en juego los más delicados recursos de nuestra madre la Iglesia, para conmover los corazones de sus hijos; pero con eso y todo, todavía le supera el Misal.
Aquí encontramos cuadros indescriptibles: conversiones y absoluciones de pecadores, como la Samaritana, la Magdalena, la adúltera, el Hijo pródigo, los Ninivitas, multitud de curaciones y milagros del Salvador; rasgos generosos de desprendimiento, como el de la viuda de Sarepta; difuntos resucitados y madres y hermanos consolados; a José, víctima de la envidia de sus hermanos, y a Jesús, vendido por uno de sus íntimos, amenazas y voces de trueno y vaticinios terroríficos de los antiguos profetas para los pecadores obstinados y, en cambio, palabras dulces y persuasivas del Divino Maestro llamándolos a penitencia; ríos de lágrimas que cuestan a la Iglesia los cristianos impenitentes, y gozos inenarrables que suscita en el cielo su conversión; quejas de los sacerdotes en vista de la indiferencia de muchos, y tiernos clamores del pueblo fiel pidiendo al Señor perdón y misericordia.
Si penetramos todavía más hondamente en el corazón de la liturgia cuaresmal, descubrimos, además, tres grandes preocupaciones que embargan a la Iglesia:la trama y desarrollo de la Pasión del Señor;la preparación de los catecúmenos; yla reconciliación de los penitentes públicos.
No hay día ni casi oficio en que no se manifieste de algún modo esta triple preocupación, y es menester estar de ello advertidos para interpretar ciertos pasajes y aun ciertos ritos especiales que, aunque muy hermosos, parecerían, sin eso, intempestivos.
5. La Misa “estacional”.
Una de las particularidades más características de la liturgia cuaresmal antigua era la Misa “estacional”.
Tenía lugar todos los días, al atardecer, después de la hora de nona.
Durante todo el día, el pueblo y el clero dedicábanse a sus ocupaciones habituales, pero cuando el cuadrante solar del Fórum marcaba la hora de nona, los fieles de toda la ciudad de Roma se dirigían a la porfía hacia la iglesia estacional, a la que a menudo el mismo Papa acudía para ofrecer el Santo Sacrificio.
Ordinariamente, la colecta o reunión efectuábase en una de las basílicas vecinas, donde esperaban la llegada del Sumo Pontífice y de su séquito. Una vez éstos en la basílica, revestíase el Papa de sus ornamentos y subía al altar para rezar la colecta u oración de toda la asamblea, terminada la cual iban todos en proce sión a la iglesia “estacional”, al son de las letanías y precedidos por la Cruz procesional.
Allí el Papa celebraba la Misa del día, en la que todos los asistentes ofrecían y comulgaban.
Era ya la puesta de sol cuando el pueblo volvía a sus casas, satisfecho de haber ofrecido a Dios el sacrificio vespertino como coronamiento de una jornada laboriosa, santificada por la oración, por la penitencia y por el trabajo [2].
Esta Misa “estacional” era la única que antiguamente había en cada población: por eso la celebraba el Pontífice con asistencia del clero y del pueblo.
Como los de Cuaresma eran todos días de ayuno riguroso, todos esperaban en ayunas la hora de la Misa, para poder comulgar en ella.
Después hacían su única comida, y los monjes completaban el oficio canónico cantando en sus monasterios las Vísperas.
He aquí la razón de cantar Vísperas por la mañana antes de la comida, todos los días de Cuaresma, excepto los domingos, que no son de ayuno.
Un momento antes de la comunión, un subdiácono anunciaba al pueblo el lugar de la estación del día siguiente en estos términos: “Mañana, la estación será en la iglesia de San N.”
Y la schola respondía: “A Dios gracias”.
En seguida de la comunión y de la oración colecta, decía el celebrante la colecta super populum, que entonces reemplazaba a la bendición final.
Estas fórmulas de despedida que antiguamente estaban en uso en todas las liturgias, ano orientales, y que llevaban a veces consigo la imposición de las manos del obispo, sólo las ha conservado nuestro misal en las ferias de Cuaresma, por el carácter solemne y epicospal que éstas tenían [3].
Cuando el Papa no intervenía en la fiesta estacional, un acólito iba, después de la Misa, a su palacio, y le llevaba por devoción un poco de algodón mojado en la lámpara del santuario.
Al llegar, le pedía la bendición, la cual recibida, decíale: “Hoy tuvo lugar la estación en San N., y te saluda”. E
l Papa le respondía: “Deo gratias”, y después de besar respetuosamente el algodón, entregábaselo a su cubiculario, quien lo guardaba con cuidado para meterlo, al morir el Papa, en la almohadilla fúnebre [4].
En el actual Misal Romano se indica todavía, al principio de la Misa correspondiente, la basílica o iglesia “estacional” de cada día, lo que muchas veces será útil tener en cuenta para explicarse el uso de ciertos textos y su verdadero significado en aquel día determinado [5].
6. Los domingos de Cuaresma.
Descontando el de Pasión y el de Ramos, que habremos de estudiar aparte, son cuatro los domingos de Cuaresma, siendo él primero el de más categoría y el cuarto, o de Laetare el más popular.
El I domingo ha tomado entre los latinos el nombre de “invocabit” de la primera palabra del Introito de la Misa, y entre los griegos se le llama la fiesta de la ortodoxia, por señalar el aniversario del restablecimiento de las santas imágenes en el siglo IX.
En la Edad Media llamósele el domingo de las Antorchas, porque los jóvenes, que se habían desenfrenado en los jolgorios de Carnaval, presentábanse ese día en la iglesia con una tea encendida para pedir una penitencia al sacerdote, a fin de reparar sus pasados excesos, de los que eran absueltos el Jueves Santo en la reconciliación general.
También es conocido con el nombre de domingo de la Tentación, por referir el Evangelio de la Misa la triple tentación del Señor en el desierto.
El II domingo, hasta el siglo IX, fue de los llamados “domingos vacantes” o libres de “estación”, a causa de haberlo precedido con las suyas las IV témporas y estar el público cansado.
Después del siglo IX, empero, señalósele ya su estación, como a los demás.
El III domingo era el de los “escrutinios”, porque en él, o comenzaba el examen de los catecúmenos que habían de recibir el bautismo la vigilia de Pascua, o bien se les citaba para el miércoles siguiente.
7. El domingo “Laetare”.
El IV domingo, llamado Laetare (del introito), de los “cinco panes” (del Evangelio), y de la “rosa de oro” (de la bendición de la misma), es de los más celebrados del año litúrgico.
Por coincidir en la mitad de Cuaresma y suponer la Iglesia que los cristianos han vivido hasta aquí embargados, como ella, de una santa tristeza, la liturgia de este domingo se propone renovar en los ayunadores cuaresmales la alegría y la esperanza que todavía han menester hasta llegar al triunfo pascual.
A ese fin, además de elegir textos muy hermosos y muy adecuados para infundir alientos, permite en el templo las flores de adorno, el uso del órgano y hasta de ornamentos de color rosa; todo lo cual causa la impresión de ser éste un día de asueto litúrgico, podríamos decir, y de respiro espiritual.
La Iglesia se alegra hoy intensamente, pero con moderación todavía, como quien está dispuesta a reanudar en seguida las penitencias y las meditaciones dolorosas.
El rito característico de este domingo es la bendición de la rosa de oro, que efectúa en Roma el mismo soberano Pontífice.
Data de hacia el siglo X, y viene a ser como un anuncio poético de la proximidad de la Pascua florida.
Antiguamente la ceremonia se celebraba en el palacio de Letrán, residencia habitual de los Papas, desde donde el Pontífice, montado a caballo y con la tiara, y acompañado por el Sacro Colegio y el público de la ciudad, llevaba la rosa bendita a la iglesia “estacional”, que lo era Santa Cruz de Jerusalén.
Hoy se hace todo en el Vaticano, por lo que la ceremonia no suscita ya tanto el entusiasmo popular, si bien su eco resuena en todo el mundo, merced a las informaciones de los diarios.
Además de bendecirla, el Papa unge la rosa de oro con el Santo Crisma y la espolvorea con polvos olorosos, conforme al uso tradicional.
Al fin la regala a algún alto personaje del mundo católico, a alguna ciudad, etcétera, a quien quiere honrar; y por eso “dícese que su bendición sustituyó a la de las llaves de oro y plata, con limaduras de la cadena de San Pedro, que los soberanos Pontífices enviaban antiguamente a los príncipes cristianos, en pago de haberle proporcionado ellos reliquias de los apóstoles” [6].
Místicamente, representa esta rosa a Jesucristo resucitado, como lo explican los varios discursos pronunciados por los Papas en la ceremonia [7].
El origen de la ceremonia quizá derive de la fiesta bizantina de la media cuaresma, aunque también puede ser que provenga de que antiguamente se solemnizaba en Roma el principio del ayuno preparatorio para Pascua, que abarcaba entonces 3 semanas [8].
8. Las ferias más notables de Cuaresma.
Aparte del miércoles, viernes y sábado de las IV témporas de Cuaresma, de que hablaremos en su lugar, son dignas de especial mención, entre las ferias cuaresmales, el miércoles de la III y IV semana, por ser días de escrutinio, y el jueves de la III, que es como jalón de media Cuaresma.
Empezamos por advertir que todas las ferias de Cuaresma tienen, en el Breviario, su homilía propia, y en el Misal su misa correspondiente, lo que constituye un caudal riquísimo y variadísimo de doctrina y de piedad.
Los jueves, al principio, eran días alitúrgicos (sin reuniones litúrgicas) y por lo mismo carecían de misa propia, pero bajo el Papa Gregorio II (715 31), se les fijó también a ellos su misa, utilizando los elementos ya existentes.
El miércoles de la III semana comenzaba el escrutinio o examen de los catecúmenos que deseaban ser admitidos al bautismo en la vigilia de Pascua.
Empezábase por anotar sus nombres y separar en dos grupos los hombres y las mujeres.
Luego se rezaba por ellos, y ellos mismos también eran invitados a rezar; se les leía algún pasaje de la Biblia en vista de su instrucción; se les exorcizaba, se les imponían las manos, se les signaba, etcétera, y se les despedía del templo antes del Evangelio.
Al ofertorio, los padrinos y madrinas presentaban al Papa las oblaciones por sus futuros ahijados, cuyos nombres se leían públicamente durante el Canon.
Esto mismo se practicaba en los demás escrutinios.
El jueves de la III semana señala propiamente la mitad de los ayunos cuaresmales, no de la Cuaresma misma, la cual promedia justamente el domingo IV, como ya lo hemos notado.
Esta circunstancia hizo que esta feria tuviese entre los antiguos un carácter medio festivo y alentador, contribuyendo a ello no poco el recuerdo de los santos médicos Cosme y Damián, cuya basílica era la designada para la Misa estacional.Los textos de la Misa aluden casi todos a la salud y bienestar corporal, que la Iglesia pide a Dios para sus hijos, por intercesión de San Cosme y San Damián, para que terminen valerosamente el ayuno cuaresmal.
Eran esos Santos dos médicos sirios, que, por ejercer su profesión gratuitamente, eran conocidos con el sobrenombre de anargyros (sin plata), y constaba que curaban a los enfermos no tanto por su pericia profesional, como por virtud divina.
Su culto fué siempre muy popular,.y más desde que el Papa Félix IV les dedicó, en el siglo VI, la Basílica de la Vía Sacra, convertida pronto en un centro de peregrinación para enfermos y dolientes.
El miércoles de la IV semana era el día del gran escrutinio, el cual se celebraba en la majestuosa Basílica de San Pedro.
Los ritos especiales de este escrutinio eran: las oraciones, lecturas y exorcismos de costumbre; la lectura, por primera vez, y explicación del principio de cada uno de los cuatro Evangelios, la recitación, también por primera vez, del Símbolo de la fe, en latín y en griego, en atención a los catecúmenos de ambas lenguas, y su explicación por el sacerdote; ítem del Pater noster, petición tras petición.
Continuaba luego la Misa, y los catecúmenos se retiraban al recibir la orden del diácono.
Al conjunto de estos ritos se le denominaba apertio aurium (acto de abrir los oídos), porque por primera vez escuchaban estos textos sagrados, hasta entonces desconocidos.
Restos de este tercer escrutinio son, en la Misa actual, la oración, la lección y el gradual, que preceden a la epístola ordinaria de este día.
R.P. Andrés Azcárate, “La Flor de la Liturgia”; Buenos Aires, Abadía San Benito, 6ta. Ed., 1951; pág.486-497.
Notas:
[1] “Código de Der. Can.”, can. 1252, 2 y 3.
[2] En la Argentina el Indulto Apostólico reduce los ayunos con abstinencia al Miércoles de Ceniza y a todos los Viernes, y los ayunos sin abstinencia a los Miércoles y al Jueves Santo.
[3] Card. Schuster: ab. cit., val. III, c. I.
[4] Card. Schnster: ob. cit.
[5] Card. Schuster: ob. cit.
[6] Para ello ninguna guía mejor que el “Liber Sacramentorum” del Card. Schuster.
[7] Molien: “La Priere de l'Eglise”, I, p. 304.[8] Cf. “Année Lit.” (Careme) de Dom Guéranger.
STAT VERITAS
No hay comentarios:
Publicar un comentario