“Un día, cuando saltaban las piedras en España al paso de los franceses, Napoleón clavó los ojos en un oficial, seco y tostado, que vestía uniforme blanco y azul; se fue sobre él, y le leyó en el botón de la casaca el nombre del cuerpo: “¡Murcia!”
Era el niño pobre de la aldea jesuita de Yapeyú, criado al aire entre indios y mestizos, que después de veintidós años de guerra española empuñó en Buenos Aires la insurrección desmigajada, trabó por juramento a los criollos arremetedores, aventó en San Lorenzo la escuadrilla real, montó en Cuyo el ejército libertador, pasó los Andes para amanecer en Chacabuco; de Chile, libre a su espada, fue a Maipú a redimir el Perú; se alzó protector en Lima, con uniformes de palmas de oro; salió, vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió; abdicó; cedió a Simón Bolívar toda su gloria; pasó solo por Buenos Aires; se fue a Europa, triste; murió en Francia, con su hija Mercedes de la mano, en una casita llena de flores y de luz.
Escribió su testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla; le habían regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajera a América hace cuatro siglos, y él le regaló el estandarte, en su testamento, al Perú.” Esta es la manera en que José Martí resume toda la existencia de José de San Martín.
Yapeyú, cuna del héroe
El 4 de febrero de 1627, en un paraje donde hasta entonces sólo había tres casas con cien indios, por decisión del provincial de la Compañía de Jesús, padre Nicolás Durán Mastrillo, quedó fundada la reducción de Nuestra Señora de los Tres Reyes de Yapeyú.
Se levantaría sobre la margen derecha del río Uruguay, junto al río entonces llamado Yapeyú y denominado más adelante Guaviraví.
La nueva población no difería en mucho de otras creadas antes o después por los misioneros jesuitas. Uno de ellos, el padre José Cardiel, describe así la planta de los pueblos misioneros:
“Todas las calles están derechas a cordel y tienen de ancho dieciséis o dieciocho varas.
Todas las casas tienen soportales de tres varas de ancho o más, de manera que cuando llueve e puede andar por todas partes sin mojarse, excepto al atravesar de una calle a otra.
Todas las casas de los indios son también uniformes: ni hay una más alta que otra, ni más ancha o larga; y cada asa consiste en un aposento de siete varas en cuadro como los de nuestros colegios, sin más alcoba, cocina ni retrete…” Y más adelante agrega:
“Todos los pueblos tienen una plaza de 150 varas en cuadro, o más, toda rodeada por los tres lados de las casas más aseadas y con soportales más anchos que las otras:
y en el cuarto lado está la iglesia con el cementerio a un lado y la casa de los padres al otro…
Hay almacenes y granero para los géneros del común y algunas capillas”.
Por ser el lugar de residencia del superior de los misioneros jesuitas, Yapeyú tuvo situación privilegiada entre todos los pueblos destinados a reunir a los indios reducidos e incorporados plenamente a las formas de convivencia propias de la civilización cristiana.
Pero por su privilegiada situación geográfica fue el blanco de las asechanzas de los portugueses y de las hordas de indígenas de yaros, minuanes y charrúas, que alentados por los primeros saqueaban las estancias, robando ganados, y destruyendo las sementeras.
Por esto los pobladores debieron en muchas ocasiones tomar las armas para escarmentar a los invasores y así impedir la pérdida de vidas humanas y de importantes riquezas materiales.
En julio de 1768, y dándose así cumplimiento a lo dispuesto por la real cédula firmada por Carlos III el 27 de febrero de 1767, los jesuitas eran expulsados de Yapeyú, hasta donde llegó para ejecutar la orden -una orden que sería repudiada y resistida por muchos vasallos del rey Borbón- el gobernador Francisco de Bucarelli y Ursúa.
Idos los jesuitas -esos misioneros que, junto con las verdades evangélicas, enseñaron concomitantemente a los indios a amar el trabajo y a defender con su libertad la independencia del suelo patrio-, pronto el desorden se generalizó en las reducciones, como lo testimonió Juan José de Vértiz al afirmar en un memorial dirigido al monarca que los indios “se entregaron a la matanza de ganados para alimentarse sin término ni medida, no atendiendo ya sus telares, siembras y otros trabajos establecidos, y lo que antes se llevaba y gobernaba por unas muy escrupulosas reglas se redujo a confusión y trastorno”.
Reemplazado Bucarelli en 1770 por Vértiz (entonces en el ejercicio de la gobernación del Río de la Plata), el nuevo mandatario designó en 1774 por teniente gobernador de Yapeyú al mayor Juan de San Martín, oficial que había llegado América en 1765 y que desde 1767 administraba una vasta hacienda, la Estancia y Calera de las Vacas, en la Banda Oriental, también propiedad de los jesuitas.
Así, por obra del encadenamiento histórico que sucedió a la real orden de extrañamiento de los hijos de San Ignacio, se instalaron en Yapeyú don Juan de San Martín, que a poco sería ascendido a capitán, y su esposa Gregoria Matorras.
El capitán San Martín ejerció el cargo con gran responsabilidad. Si bien debió prestar preferente atención a la lucha armada contra minuanes y portugueses, no descuidó su gestión administrativa, que llegó a ser fecunda. Tanto fue así, que cuando dejó el cargo, el Cabildo de Yapeyú manifestó respecto de aquélla que “ha sido muy arreglada, y ha mirado nuestros asuntos con amor y caridad sin que para ello faltase lo recto de la justicia y ésta distribuida sin pasión, por lo que quedamos muy agradecidos todos a su eficiencia”.
Mientras don Juan de San Martín se entregaba a la atención del cargo que se le había confiado, Gregoria Matorras vivía en Yapeyú dedicada a la crianza de sus cinco hijos, el menor de los cuales era José Francisco, nacido allí, el 25 de febrero de 1778.
Sus padres y hermanos
En el antiguo reino de León -cuyas vicisitudes históricas corren parejas con el de Castilla- nacieron los padres del Libertador.
En el pueblo de Cervatos de la Cueza nació don Juan de San Martín y Gómez, un 3 de febrero de 1728, hijo de Andrés de San Martín e Isidora Gómez.
La aldea se levanta en la comarca de la Cueza, por donde atravesaba una calzada romana, y cuyo nombre lo toma por el del río que la cruza.
El investigador Eugenio Fontaneda, a quien seguimos en parte de esta exposición, supone que debió existir una antigua fortaleza Celta, origen de la actual población, en las cercanía del que fuera solar de los San Martín, hoy casa-museo salvada para la posteridad por el mismo autor.
Se trata de una morada noble castellana, austera, fuerte, construida de adobe, con tapial revestido de barro y paja, y concebida para guardar de los fríos de invierno.
De este tipo de edificación cabe decir, como observó González Garrido, que fue llevada a América por Alonso de Ojeda, Juan de Garay y el mismo Juan de San Martín convirtiéndose, allende los mares, en la “técnica criolla por antonomasia”.
Cervatos es, probablemente, la cuna del apellido San Martín. Parece ser originario del nombre de un santo hidalgo caballero andante, San Martín de Tours.
El mismo que providencialmente, fue patrono de la ciudad de Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, hoy Buenos Aires, Capital de la República Argentina.
El hogar donde naciera Juan de San Martín era morada de humildes labradores.
Al amparo de sus mayores, fortaleció su noble espíritu de cristiano y cuando cumplió dieciocho años, algo tarde para lo acostumbrado en la época, dijo adiós a sus buenos padres, orgulloso por ingresar en las filas del ejército de su patria, para seguir las banderas que se trasladaban de uno a otro confín del mundo.
El joven palentino se incorporó al Regimiento de Lisboa como simple soldado.
Inició su aprendizaje militar en las cálidas y arenosas tierras de Africa (al igual que lo haría su hijo José Francisco), donde realizó cuatro campañas militares.
El 31 de octubre de 1755 alcanzó las jinetas de sargento y, seis años más tarde, las de sargento primero.
Cuando después de guerrear en tierras de las morerías regresó a la metrópoli, siguió a su regimiento a través de las distintas regiones en que estuviera de guarnición.
Así le vemos actuar en la zona cantábrica y en la fértil Galicia, en la activa y fértil Guipúzcoa, en la adusta y sobria Extremadura y en la alegre Andalucía.
Era Juan de San Martín un soldado fogueado y diestro en los campos de batalla cuando, en 1764, se le destinó para continuar sus servicios en el Río de la Plata.
Cuando el 21 de octubre de 1764 se regularon en Málaga los servicios de Juan de San Martín, se le computaron diecisiete años y trece días en campañas.
A raíz de su meritoria foja de servicios, se le ascendía a oficial del ejército real con los galones de teniente, cuyo título le fue extendido el 20 de noviembre de 1764. Su embarque con destino al Río de la Plata lo debió efectuar en Cádiz.
La carrera militar de Juan de San Martín es, pues, aparentemente modesta; pero, en la hondura de su abnegada vida, se puede percibir el anuncio de las virtudes heroicas de su hijo menor, José Francisco.
Cuando desembarcó en el Riachuelo ejercía las funciones de gobernador Pedro de Cevallos, quien le confió el adiestramiento e instrucción del Batallón de Milicias de Voluntarios Españoles, hasta que, en mayo de 1765, lo destinó al bloqueo de la Colonia del Sacramento y del Real de San Carlos.
Permaneció en esa zona hasta julio de 1766, en que se le confió la comandancia del Partido de las Vacas y Víboras, en la actual República Oriental del Uruguay.
En ese nuevo destino prestó imponderables servicios en la persecución del contrabando.
En 1767 ocurrió el extrañamiento de los jesuitas con la confiscación de los edificios y toda suerte de bienes que poseían en España y en América.
Los religiosos tenían en la actual República Oriental del Uruguay, dependiente del Colegio Belén de Buenos Aires, una extensa y bien poblada estancia llamada “Calera de las Vacas” -que fue conocida después con el nombre de “Las Huérfanas”-; se extendía ésta por el norte hasta el arroyo de las Vacas, al este lindaba con el Migueletes y el San Juan y al oeste y suroeste con el caudaloso Río de la Plata.
En ese rico latifundio de cuarenta y dos leguas cuadradas, pastaban por millares distintas especies de ganado.
El entonces gobernador Francisco de Paula Bucareli y Ursúa, le confirió al teniente San Martín la ocupación de la referida estancia, encargándole después su administración, que desempeñó hasta 1744, haciendo aumentar en forma extraordinaria sus beneficios.
Al mismo tiempo que Juan de San Martín ejercía las funciones de administrador, no dejó inactivas sus funciones militares, cooperando de acuerdo con órdenes de sus superiores en el bloqueo establecido permanentemente por España a la Colonia del Sacramento.
El gobernador Bucareli otorgó el 10 de abril de 1769 al padre del Libertador, el empleo de ayudante del Batallón de Voluntarios de Buenos Aires, que confirmó el monarca por título expedido en San Lorenzo el Real el 30 de octubre de 1772.
Varios hechos trascendentales ocurrieron en la vida de nuestro personaje durante su actuación n el Uruguay. Su casamiento con Gregoria Matorras y el nacimiento de sus tres hijos mayores.
El matrimonio se realizó en el palacio episcopal, estando a cargo del obispo titular, Manuel Antonio de la Torre, el 1º de octubre de 1770.
Los nuevos esposos se reunieron en Buenos Aires el día 12 de octubre de ese año, trasladándose poco después a Calera de las Vacas.
Allí formaron su hogar y en ese lugar, en octubre nacieron tres de sus hijos:
María Elena, el 18 de agosto de 1771; Manuel Tadeo, el 28 de octubre de 1772 y Juan Fermín Rafael, el 5 de octubre de 1774.
Cuando el teniente Juan de San Martín cesó en las funciones de administrador de la estancia de Calera de las Vacas, el gobernador de Buenos Aires, Juan José de Vértiz y Salcedo, lo designó el 13 de diciembre de 1774 teniente gobernador del departamento de Yapeyú, haciéndose cargo de sus nuevas funciones “desde principios de abril de 1775”.
Yapeyú había sido una de las reducciones más florecientes y ricas en tierras y ganados, que fundó la acción fervorosa y ejemplar de los padres de la Compañía de Jesús.
Fue erigida a iniciativa del provincial P. Nicolás Mastrilli, con la cooperación del mártir y beato P. Roque González de Santa Cruz, superior de las misiones del Uruguay, y el P. Pedro Romero, su primer párroco.
Su instalación se efectuó el 4 de febrero de 1.627, junto al arroyo llamado Yapeyú por los indígenas, bautizándose con el nombre de Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú.
Yapeyú fue baluarte de civilización y del cristianismo frente a los indomables indígenas, como los charrúas y los yaros, y también lo fue contra los temibles bandeirantes, hordas de hombres blancos que vivían al margen de toda ley humana y que a sangre y fuego sembraron el terror y la muerte, asolando a las incipientes misiones.
Con el correr de los años, Yapeyú se convirtió en uno de los pueblos más ricos de las misiones. Poseía estancias en ambas bandas del río Uruguay.
El pueblo quedó casi abandonado después de la expulsión de los misioneros de la Compañía de Jesús. Dos nuevos vástagos aumentaron la familia San Martín-Matorras en Yapeyú:
Justo Rufino, nacido en 1776, y nuestro Libertador, José Francisco, que vio la luz el 25 de febrero de 1778.
Siendo el pueblo de Yapeyú fronterizo a zonas de litigio, sus habitantes vivían bajo continuas amenazas de guerra.
El nuevo mandatario, Juan de San Martín, desde que ocupara la tenencia, activó la organización de un cuerpo de naturales guaraníes compuesto por 550 hombres, que al ser revistados por el gobernador de Misiones, Francisco Bruno de Zabala, le hicieron decir que era como la más arreglada tropa de Europa.
Esas fuerzas, adiestradas por el teniente San Martín, se destinaron a contener los desmanes de los portugueses y las acometidas de los valerosos y aguerridos charrúas y minuanes.
Merced a un informe emitido por el Virrey Vértiz, Juan de San Martín ascendió al grado de capitán del ejército real, por título que se expidió en El Pardo el 15 de enero de 1.779.
Cuando este despacho llegó a sus manos hacía algunos meses que había cumplido cincuenta y un años de edad.
El constante estado de intranquilidad en que se vivía en la región motivó el traslado de Gregoria Matorras de San Martín a Buenos Aires, trayendo consigo a sus cinco hijos.
En la capital se le reuniría su esposo en los primeros meses de 1781.
El capitán San Martín, con actividad y celo encomiables no sólo puso en estado de defensa el departamento a su mando, sino que lo impulsó por las vías del progreso, realizando diversas obras de carácter público.
Terminada su actuación en Yapeyú, el capitán San Martín embarcó con rumbo a Buenos Aires el 14 de febrero de 1781, volviendo a reunirse entonces con su esposa e hijos e incorporándose de nuevo a las filas del ejército para ejercer las funciones de ayudante mayor de la Asamblea de Infantería.
Desde Buenos Aires, el 18 de agosto, se dirigió por escrito al virrey Vértiz, a la sazón en Montevideo, ofreciéndose para cualquier servicio o bien para instruir a los naturales, en cuyo ejercicio se había distinguido durante su residencia en Yapeyú.
El padre del Libertador se dirigió a las autoridades superiores de la Corte pidiendo la correspondiente licencia para embarcarse con su familia con destino a la metrópoli.
Le fue concedido lo solicitado por Real Orden, expedida el 25 de marzo de 1783. Casi un cuarto de siglo de constante actividad había consagrado a las regiones del Plata el veterano soldado; había actuado en campañas militares que acreditaron su valentía y había administrado con suma pureza bienes confiados a su cuidado.
En abril de 1784, Juan de San Martín llegaba a Cádiz; retornaba al suelo patrio con su mujer y cinco hijos. Los cuatro varones, al igual que su padre, abrazarían la carrera de las armas, pero de todos ellos, sólo el benjamín daría gloria inmortal al apellido paterno.
En Málaga pasaría los últimos años de su existencia, mientras sus hijos avanzaban en edad y aspiraciones.
En esa ciudad iniciaron o completaron, en parte, los estudios los jóvenes hermanos San Martín.
Con los ojos mirando más allá de los mares, Juan de San Martín exhalaba, el 4 de diciembre de 1796, su último suspiro.
Se hizo constar que no había testado y que habitaba en un lugar de Málaga conocido por Pozos Dulces, camino de la Alcazabilla.
La viuda del antiguo teniente de Yapeyú, al mes siguiente del óbito de su esposo, dirigió una instancia al monarca Carlos IV en la que solicitaba una pensión.
En 1806 gestionó e insistió para que la reducida pensión que disfrutaba, de 175 pesos fuertes anuales, fuera transferida a su hija después de su fallecimiento. El rey resolvió no acceder a lo solicitado.
Sus restos descansan hoy en el cementerio de la Recoleta de Buenos Aires.
La madre: Gregoria Matorras
La madre del futuro Libertador, doña Gregoria Matorras del Ser, fue el sexto y último vástago del primer matrimonio de Domingo Matorras con María del Ser.
Fueron sus hermanos mayores:
Paula, Miguel, Francisca, Domingo y Ventura. Vino al mundo el 12 de marzo de 1738, en el pueblo de la Región de Palencia, Reino de León, llamado Paredes de Nava (la villa debió su origen a antiguas construcciones castrenses, de donde viene su nombre “Paredes”, en tanto que “Nava” significa llanura en lengua vasca y majada en hebreo).
Fue bautizada en la parroquia de Santa Eulalia al cumplir diez días (el mismo lugar donde nacieron y se bautizaron genios del Renacimiento español como Pedro Berruguete y su hijo Alonso, o Jorge Manrique, autor de “la más bella poesía del Parnaso castellano de la Edad Media”, según Marcelino Menéndez y Pelayo).
Haciendo valer el contenido del viejo proverbio “Una madre vale más que cien maestros”, muchos biógrafos aciertan a observar que en la idiosincrasia de la madre de José radicaron las razones más profundas de la nobleza y el desinterés del Emancipador.
A los seis años, quedó huérfana de madre.
A los treinta, aún soltera, viajó al Río de la Plata con su primo Jerónimo Matorras, ilustre personaje que aspiraba a colonizar la región chaqueña, obteniendo para el logro de esa empresa el título de gobernador y Capitán General de Tucumán.
Antes de emprender el viaje obtuvo Matorras licencia, otorgada el 26 de mayo de 1.767, para traer consigo a su prima Gregoria, a su sobrino Vicente y a otras personas.
Llegada a Buenos Aires con don Jerónimo en 1767, fue el azar o la añoranza de su Tierra de Campos lo que le motivó a reunirse con paisanos.
Así empezó a relacionarse con un bizarro capitán, oriundo de un pueblo próximo al suyo, que luego sería su esposo.
En poco tiempo, se conocieron, se amaron y se prometieron.
Pero, como el deber de las armas llevó al novio a un destino en las Misiones Jesuíticas del norte, la novia hubo de casarse, por poder, con un representante de su marido el capitán de dragones D. Juan Francisco de Somalo, el 1 de octubre de 1770, con las bendiciones del obispo de Buenos Aires, don Manuel de la Torre, también oriundo de otro pueblo palentino, Autillo de Campos.
La escritura, otorgada por don Juan cuatro meses antes de la celebración, “por palabra de presente como ordena Nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica Romana”, se refiere a la novia con estas palabras: “doña Gregoria Matorras, doncella noble, con quien tengo tratado, para más servir a Dios Nuestro Señor, casarme”.
Es revelador conocer el testamento de doña Gregoria para vislumbrar su personalidad. Firmado en Madrid, el año 1803, diez antes de morir.
En el mismo se puede leer:
“En el nombre de Dios Todopoderoso y de la Santísima Reina de los Angeles, María Santísima, Madre de Dios y Señora Nuestra, amen. Sépase por esta pública escritura de testamento (…) como yo, Doña Gregoria Matorras, viuda de Don Juan de San Martín capitán (…). Teniéndome la muerte, como cosa natural a toda criatura viviente, su hora tan cierta como incierta la de su advenimiento (…)”.
En sus palabras se destacan una serenidad firme ante la muerte, una intensa fe religiosa y una gran reciedumbre de carácter.
De hecho, los escritos de doña Gregoria y don Juan son testimonios de tales rasgos que, junto al amor por las Indias, eran principios que transmitían cuidadosamente a sus hijos, aunque de un modo muy particular fueron desarrollados por el general.
En otra parte del documento, se entrevé cierta predilección hacia José Francisco; porque, tras referirse a provisión económica destinada a la atención de las necesidades de sus hijos mayores, Manuel Tadeo, Juan Fermín y Justo Rufino, “para su decoro y decencia en la carrera militar”, destaca que el que más le había costado era Justo Rufino, “actualmente guardia de Corps en la Compañía Americana”, pues principalmente con él “se han gastado muchos maravedíes”.
A lo que añade, con entrañable acento: “Pero sí puedo asegurar que el que menos costo me ha tenido ha sido don José Francisco”.
¿Cómo explicar esto, sabiendo que éste tomó lecciones de guitarra del compositor don Fernando Sors; que reunió una gran biblioteca, cuyo valor equivaldría a su sueldo integro de militar durante tres años; que tomó lecciones de canto, que nunca pidiera dinero a sus padres?
El aparente misterio se aclara, si aceptamos que obtenía ingresos extra con actividades artísticas, que percibía, tal vez, de sus amigos y comerciantes de la logia de los “Caballeros Racionales”, asamblea de inspiración francmasónica a que pertenecía.
En efecto, en una de sus cartas comentaba que, si fracasaba en la carrera de armas, siempre podría ganarse la vida pintando paisajes de abanico. De hecho, la bandera de los Andes pintada al gouache él por nos le revela como avezado pintor.
No obstante, como militar decimonónico, tuvo el pundonor de ocultar sus trabajos manuales como medio de obtener ingresos; y es que, en general, lo artesanal y las actividades mercantiles estaban mal vistas en aquella época. Doña Gregoria tuvo otro hermano, presbítero, llamado don Miguel, capellán de numero de la Santa Iglesia Catedral de Palencia, que aparece citado en documento de su esposo, autorizándole a administrar su bienes raíces adquiridos por herencia, sitos en Paredes de Nava.
Tenía también otros hermanastros -pues el padre enviudó y volvió a casarse- que alcanzaron importantes puestos en la sociedad, como don Andrés, procurador de tribunal civil, don José, medico cirujano, y don Simón, medico de cámara de la reina Isabel II.
Desde que don Juan falleciera en Málaga a los sesenta y ocho años, teniendo José Francisco dieciocho, doña Gregoria no estuvo sola.
Siempre le acompañaba el matrimonio formado por su hija María Elena y don Rafael González Menchaca, empleado de rentas, que le dio a su nieta Petronila.
La muerte de dona Gregoria acaeció en Orense (Galicia) el primero de junio de 1813, donde estaba destinado don Rafael.
Tanto él como María Elena cumplieron los deseos de su madre, que había expresado en el mencionado testamento, la voluntad de que su cuerpo “sea amortajado con el hábito de Santo Domingo de Guzmán”.
Ambos habían profesado en la Orden Tercera de Santo Domingo, en cuyo convento orensano fue inhumada.
En ese mismo año, don José Francisco de San Martín y Matorras se manifestaba por primera vez como triunfador de la causa de la Emancipación americana, en combate de San Lorenzo, demostrando una valía militar extraordinaria.
Contemplando el pasado del general, sus raíces, cimentadas en la aguerrida tierra palentina donde sus padres nacieron, y estableciendo sus virtudes humanas en un cristianismo auténtico, e comprende mejor como:
“De azores castellanos nació el cóndor que sobrevoló los Andes” (lema de la casa- solar de los San Martín, en Cervatos de la Cueza).
Los hermanos
Del matrimonio contraído entre don Juan de San Martín, ayudante mayor de la Asamblea de Infantería de Buenos Aires, y doña Gregoria Matorras, nacieron en la Real Calera de las Vacas, jurisdicción de la parroquia de Las Víboras -actualmente en la República Oriental del Uruguay- sus hijos María Elena (18 de agosto de 1771), Manuel Tadeo (28 de octubre de l772) y Juan Fermín (5 de febrero de l774).
Trasladada la familia al departamento de Yapeyú, donde don Juan fue designado Teniente de Gobernador, nacieron los otros dos hijos: Justo Rufìno (l776) y José Francisco (25 de febrero de l778).
Se casó en Madrid el 10 de diciembre de 1802 con Rafael González y Alvarez de Menchaca.
En su testamento, el Libertador estableció: “… es mi expresa voluntad el que mi hija suministre a mi hermana María Elena una pensión de mil francos anuales y, a su fallecimiento, se continúe pagando a su hija Petronila una de doscientos cincuenta hasta su muerte, sin que para asegurar este don que hago a mi hermana y sobrina, sea necesario otra hipoteca, en la confianza que me asiste de que mi hija y sus herederos cumplirán religiosamente ésta mi voluntad”. (París, 23 de enero de 1844).
María Elena falleció en Madrid el año 1852.
Como María Elena, nació en Calera de las Vacas, territorio de Misiones del Uruguay el 28 de octubre de 1772.
La hoja de servicios de Manuel Tadeo le presenta robusto y de corta estatura. Tuvo especial gusto por la música, acaso originado en el Colegio de San Telmo, de gran prestigio entonces, al que pudo asistir desde su llegada a Málaga, y también debe suponerse que como José Francisco fuera un buen matemático, pues desde sus primeros años de oficial se le dieron cargos de artillería, arma facultativa, ya entonces muy científica y, por ello, solo accesible a los técnicos y marinos.
Del mismo modo que todos sus hermanos varones, siguió la carrera de las armas, iniciándose en el Regimiento de Infantería Soria, “El Sangriento”.
En el que ingresó como cadete en 1788. Con dicha unidad tomó parte en la campaña de Africa (l790), participó en las campañas de Ceuta y de los Pirineos Orientales (l793-l794).
Quedó prisionero de los franceses, junto con su regimiento, al rendirse la plaza de Figueres. Firmada la Paz de Basilea (julio de 1795) fue liberado.
Concluida la guerra contra Francia, sirvió como maestro de cadetes durante dos años y medio y fue comisionado, por el término de nueve meses, en el reino de Murcia en persecución de malhechores y contrabandistas.
Al iniciarse el siglo XIX obtuvo el grado de capitán y pasó a revistar en el Regimiento de Infantería Valencia. En 1806 fue agregado al Regimiento de Infantería de la plaza de Ceuta.
Participó en la guerra de la Independencia y luchó contra los franceses; el 16 de setiembre de 1808 fue nombrado ayudante de campo del general conde de Castrillo y Orgaz, revistando en los ejércitos del Centro, Extremadura, Cataluña y Valencia.
Participó en las jornadas de Tudela, Navarra, Ciudad Real y en la retirada de Despeñaperros. En los últimos años de esta guerra se halló en el sitio y defensa de Valencia.
Se graduó de coronel en 1817; revistó en el Regimiento de Infantería León y, en 1826, se le concedió el gobierno militar de la fortaleza de Santa Isabel de los Pasajes, en San Sebastián. Falleció en Valencia en 1851.
Juan Fermín Rafael
Ingresó como cadete en el Regimiento de Infantería Soria el 23 de setiembre de 1788, en el cual revistó durante catorce años.
Permaneció luego tres años en el Batallón Veterano Príncipe Fernando.
Luego pasó a la caballería, prestando servicio en el Regimiento Húsares de Aguilar y, posteriormente, en el Escuadrón Húsares de Luzón, con destino en Manila, Filipinas.
Según su foja de servicios, se encontró en la plaza de Ceuta; hizo la guerra contra Francia desde el 17 de julio de 1793; estuvo en la retirada del Rosellón en mayo de 1794.
Continuó en el mismo regimiento incorporándose a la guerra marítima y participó en la batalla naval del 14 de febrero de 1797, contra los ingleses.
En el año 1802 se trasladó a Filipinas, donde contrajo matrimonio con Josefa Manuela Español de Alburu. Falleció en Manila el 17 de julio de 1822.
Los descendientes de Juan Fermín Rafael eran hasta hace unos pocos años los únicos miembros de la familia comprobados que seguían con vida.
Justo Rufino
El 18 de agosto de 1793 solicitó ingresar en el ejército español siendo admitido en el Real Cuerpo de Guardias de Corps el 9 de enero de 1795.
Permaneció en ese cuerpo durante trece años, en cuyo transcurso fue ayudante de campo del marqués de Lazán y ascendido a teniente el 9 de enero de 1807.
Posteriormente se incorporó al Regimiento de Caballería Húsares de Aragón, con el grado de capitán.
Asistió a los acontecimientos de Aranjuez (mayo de 1808); al ataque y defensa de Tudela (junio de 1808); a los dos sitios de Zaragoza (1808 y 1809), donde fue hecho prisionero cuando se rindió la ciudad. Fugó de sus captores y se presentó al gobierno, que lo destinó -ya graduado de teniente coronel- junto al teniente general Doyle.
Participó en la destrucción del fuerte de Sant Carles de la Rápita y asistió al sitio de Tarragona. Falleció en Madrid en 1832. Fue el único de los hermanos varones que estuvo junto a José Francisco durante su período de ostracismo en Europa.
Primeros años en España
La fragata “Santa Balbina” era una airosa embarcación velera de la Armada Real inglesa, construida en astilleros británicos, seguramente los de Plymouth.
El 9 de agosto de 1780, cuando custodiaba con otras dos fragatas un importante convoy de velas, fue sorprendida y apresada junto a ellas, a la altura de las Azores por la escuadra del general Córdoba, e incorporada a las fuerzas navales españolas con el nombre de “Santa Balbina”.
Se la asignó al apostadero naval de Montevideo en 1781, donde efectuó diversas misiones, como la de perseguir a las naves inglesas y francesas que se dedicaban a la pesca de ballenas en aguas españolas.
En noviembre de 1783 fue designada para trasladar a España, llevando de transporte a diverso personal del Ejército con sus familiares.
Los viajeros fueron fletados partir del 5 de noviembre hasta el 6 de diciembre, en que el buque salió a la mar.
La familia más numerosa de las embarcadas fue la del ayudante D. Juan de San Martín, que se presentó acompañado de su mujer, Doña Gregoria Matorras, y de sus hijos María Elena, de doce años, Manuel Tadeo, de once, Fermín de diez, Justo Rufino de ocho, y José Francisco, el futuro emancipador de Argentina, de seis.
El escribiente naval que anotó la edad de los niños consignó a José un año más del que le correspondía, suponiendo que su fecha real de nacimiento fuera la comúnmente admitida del 25 de febrero de 1778.
No creemos que se equivocara, pues, en caso contrario, no hubiera podido ingresar el 21 de julio de 1789 como cadete de Regimiento de Murcia, ya que el articulo 2do., tratado 2, título XVIII de las “Ordenanzas” del Ejército, instituida por Carlos III en 1768, determinaba que el que se recibiere por cadete no había de ser menor de doce años, prescripción que se cumplía rigurosamente.
El autor conoce muchos casos de influyentes militares, como el de general Conde de España, que tuvo que esperar hasta los doce años para que su hijo ingresara en el Ejército como cadete.
Se duda entonces de que un oficial de poca relevancia, como el padre de nuestro héroe, pudiera conseguir una dispensa de edad.
Acompañaba a la familia San Martín un criado, esclavo negro, llamado Antonio, adquirido seguramente por D. Juan con los ahorros que pudo reunir en su destino de Yapeyú.
En total, los pasajeros eran nueve oficiales de infantería, caballería y dragones, con dos esposas y catorce hijos, una viuda de oficial, dos sargentos, cuatro cabos, un tambor con su hijo, un soldado, dos marineros ingleses, un presidiario y nueve criados.
La fragata media 69 pies de eslora y 18 de manga. Su velamen se componía de dos palos mesanos, dos mayores y dos trinquetes, y portaba treinta y cuatro cañones.
Su tripulación estaba formada por once oficiales, un guardiamarina, dieciocho oficiales de mar, veintidós soldados de infantería, cincuenta y seis artilleros, cuarenta y siete marineros, treinta y seis grumetes y cuatro pajes. Transportaba también veinticinco guanacos destinados al Monarca, para los que se habilitaron a bordo divisiones, comederos y bebederos.
Mandaba la fragata el capitán de navío D. Roman Novia de Salcedo, un vasco de cuarenta y siete años, hijo de un alcalde de Bilbao, que poco después se retiraría del servicio activo.
Complementaban la oficialidad tres tenientes de navío (uno de ellos era D. Juse van Halen, el célebre aventurero, tío carnal de Juan, que coincidiría años después con San Martín en la Guerra de la Independencia de Bélgica, otro, Casimiro Lamadrid, antepasado del general Francisco Franco Bahamonde), un contador, dos capellanes, dos cirujanos y dos pilotos.
Durante el viaje, tuvieron que soportar algún temporal que les rompió por la cruz la verga mayor.
Además, los guanacos enfermaron de sarna, por lo que murieron todos.
El joven San Martín, que recorrería con curiosidad todos los compartimentos del buque y realizaría mil travesuras a pesar de los esfuerzos de Antonio, conservó siempre un recuerdo entrañable de la navegación y cierta inclinación a la Marina, que le movería catorce años más tarde a embarcar voluntariamente en Cartagena, en la fragata “Santa Dorotea”.
A los ciento ocho días de navegación, la fragata entraba en la bahía de Cádiz, donde anclaba el 23 de marzo de 1784. Ante los ojos infantiles y asombrados de José Francisco se mostró el paisaje de las poderosas murallas de la ciudad y la blancura de sus numerosas torres y casas. El muchacho no pudo sospechar entonces el glorioso porvenir que le aguardaba. Al día siguiente desembarcó con su familia, pero eso es otra historia.
Su regreso a la patria
Marzo de 1812. En su edición correspondiente al viernes 13, un periódico local –“La Gaceta de Buenos Aires”- hace pública la llegada de la fragata inglesa George Canning, salida de Londres cincuenta días atrás.
Trae noticias de la desgraciada situación por laque pasa España, donde el invasor francés, con bríos recobrados, tiene grandes probabilidades de dominar todo el territorio. Informa, también, que a su bordo arribaron como pasajeros seis americanos y un europeo, todos oficiales de las armas de la Monarquía. Entre ellos, el teniente coronel José Francisco de San Martín, quien así retorna a su país nativo, al país de su nacimiento.
La información decía así: “El 9 del corriente ha llegado a este puerto la fragata inglesa Jorge Canning, procedente de Londres en 60 días de navegación.
Comunica la disolución del ejército de Galicia y el estado terrible de anarquía en que se halla Cádiz, dividido en mil partidos y en la imposibilidad de conservarse por su misma situación política.
La última prueba de su triste estado son las emigraciones frecuentes, y aún más a la América Septentrional.
A este puerto han llegado, entre otros particulares que conducía la fragata inglesa, el teniente coronel de caballería D. José San Martín, primer ayudante de campo del general en jefe del ejército de la Isla, marqués de Coupigny; el capitán de infantería D. Francisco Vera; el alférez de carabineros reales D. Carlos Alvear y Balbastro; el subteniente de infantería D. Antonio Arellano y el primer teniente de guardias valonas, barón de Holmberg.
Estos individuos han venido a ofrecer sus servicios al gobierno, y han sido recibidos con la consideración que merecen por los sentimientos que protestan en obsequio de los intereses de la patria”. El otro periódico que por entonces se imprimía en Buenos Aires –“El Censor”- no dio información acerca del arribo de la fragata inglesa.
El recién llegado
¿Quién es este Teniente Coronel recién llegado?
Muy pocos recuerdan a su padre y a su madre, aunque sí quedan todavía unos pocos parientes o amigos de uno y de otra; menos son, seguramente, los que a él lo conocieron niño, durante su breve paso por las bandas rioplatenses.
Nacido en Yapeyú el 25 de febrero de 1778, de la mano de sus progenitores y junto con sus cuatro hermanos, mayores que él, marchóse a España cuando apenas contaba cinco años de edad (25 de febrero de 1778 es la fecha tradicional y oficialmente aceptada, aunque hay desacuerdos al respecto.
José Pacífico Otero, por ejemplo, afirma que el Libertador vino al mundo en 1777. Yapeyú y 25 de febrero de 1778 son lugar y fecha de nacimiento que figuran en el registro de sepelios, correspondientes al año 1850, de la iglesia parroquial de Boulogne-sur- Mer).).
En Málaga realizó el aprendizaje elemental -ya en el hogar, como se solía, ya en alguna escuela pública, muy probablemente en una de Temporalidades- y en 1789 sentará plaza de cadete en el Regimiento de Murcia.
Comenzó así para José Francisco una carrera militar que se prolongaría hasta 1811.
El 5 de setiembre de ese año se le concedió, a su solicitud, el retiro y permiso para pasar a Lima. Interin, ha combatido en Africa y en Europa, en el desierto de Orán (Norte de Africa), en el llano, en la montaña pirenaica (Cordillera de los Pirineos, entre Francia y España) y en el mar (a bordo de la fragata “Santa Dorotea”); ha sido vencedor y prisionero.
Fue jefe victorioso de unos pocos soldados en el combate de Arjonilla y oficial subordinado en el campo triunfal de Bailén.
Conoció el riesgo de perder la vida en tres ocasiones: entre Valladolid y Salamanca, al ser asaltado por cuatro bandoleros en un solitario camino; en Cádiz, al ser confundido con el general Solano por una multitud enardecida, y en Arjonilla, donde lo salvó el soldado Juan de Dios. Se inició como cadete y llegó a teniente coronel; empezó su carrera en la infantería y la concluyó en la caballería.
Fue distinguido por los jefes a cuyas órdenes estuvo señalemos en particular al marqués de Coupigny, mencionado por la Gaceta de Buenos Aires-, y ostenta como premio la medalla de Bailén.
Esbocemos ahora, en lo físico, en lo moral, en el carácter, a este criollo, según lo verán en los próximos años sus compatriotas y los americanos que compartirán con él luchas y afanes.
Su estatura no pasa de 1,70 m y casi seguramente no llega a tal medida, pero impresiona como tanto o más porque el recién llegado está siempre erguido, con presencia castrense.
El rostro se muestra moreno, ya por coloración natural de la piel, ya por la huella que en él ha dejado el servicio prestado a campo abierto.
La nariz es aguileña y grande.
Los prominentes y negros ojos no permanecen nunca quietos y son dueños de una mirada vivísima.
Posee un inteligencia poco común y sus conocimientos van más allá de los propios de una estricta formación profesional.
De maneras tranquilas y modales que revelan esmerada educación, según los momentos es dicharachero y familiar, severo y parco, optimista y dispensador de ánimo para quienes lo han perdido o vacilan.
Ni en este momento de su retorno ni en el futuro, alguien podrá tacharlo de indiscreto, llegando en ocasiones a ser por necesidad, casi críptico o disimulador sin mentira.
Escribía lacónicamente, con estilo y pensamiento propios, dice Bartolomé Mitre (“Historia de San Martín y la Emancipación Americana”).
Poseía el francés, leía con frecuencia y, según se desprende de sus cartas, sus autores predilectos eran Guibert y Epicteto, cuyas máximas observaba, o procuraba observar, como militar y como filósofo práctico.
Profundamente reservado y caluroso en sus afecciones, era observador sagaz y penetrante de los hombres, a los que hacía servir a sus designios según sus aptitudes.
Altivo por carácter y modesto por temperamento y por sistema más que por virtud, era sensible a las ofensas, a las que oponía por la fuerza de la voluntad un estoicismo que llegó a formar en él una segunda naturaleza.
Por qué, para qué retorna
En tres ocasiones, el futuro Libertador explicará por qué y para qué decidió retornar a América. Así, en 1819, dirá: “Hallábame al servicio de la España el año de 1811 con el empleo de comandante de escuadrón del Regimiento de Caballería de Borbón cuando tuve las primeras noticias del movimiento general de ambas Américas, y que su objetivo primitivo era su emancipación del gobierno tiránico de la Península”.
“Desde este momento, me decidí a emplear mis cortos servicios a cualquiera de los puntos que se hallaban insurreccionados: preferí venirme a mi país nativo, en el que me he empleado en cuanto ha estado a mis alcances: mi patria ha recompensado mis cortos servicios colmándome de honores que no merezco…”
Y en 1827, hablando de sí en tercera persona, manifestará:
“El general San Martín no tuvo otro objeto en su ida a América que el de ofrecer sus servicios al Gobierno de Buenos Aires: un alto personaje inglés residente en aquella época en Cádiz y amigo del general, a quien confió su resolución de pasar a América, le proporcionó por su recomendación pasaje en un bergantín de guerra inglés hasta Lisboa, ofreciéndole con la mayor generosidad sus servicios pecuniarios que, aunque no fueron aceptados, no dejaron siempre de ser reconocidos”.
Y corridos veinte años, volvió sobre el tema al decir a Ramón Castilla: “Como usted, yo serví en el ejército español, en la Península, desde la edad de trece a treinta y cuatro años, hasta el grado de teniente coronel de caballería.
Una reunión de americanos en Cádiz, sabedores de los primeros movimientos acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etc., resolvimos regresar cada uno al país de nuestro nacimiento, a fin de prestarle nuestros servicios en la lucha, pues calculábamos se había de empeñar”.
Retorna, entonces, porque ha tenido noticia de los importantes sucesos que están ocurriendo y para ofrecer sus servicios militares a la tierra de su nacimiento.
Algunos no lo creerán así y tras su llegada comienzan a correr las versiones más contradictorias o disparatadas: así, se llega a decir, con intención que no necesita ser explicada, que es un espía, que es agente francés, que lo es, sí, pero británico.
Con el correr de los años, y aún después de la muerte de San Martín, se seguirá dando aliento a estas patrañas, a estas especiales maneras que tienen algunos para exhibirse sabedores de lo que todos desconocen.
Más nadie encontrará el menor dato que favorezca sus aserciones hechas a media voz, ninguno de sus impugnadores podrá valerse del menor principio de prueba en favor de tesis tan peregrinas como reiteradas.
Cómo se lo recibe
La rápida comunicación hecha a Juan Martín de Pueyrredón, a cargo del Ejército Auxiliador del Perú, y la difusión por la Gaceta de la llegada de los siete oficiales atestiguan que el Gobierno le concede importancia al hecho. No es para menos.
En momentos difíciles como los que transcurren para el movimiento iniciado en mayo de 1810, todo aporte, todo apoyo, cobra significación especial.
No se la restará tampoco Gaspar de Vigodet, quien a la sazón gobierna en Montevideo.
Por ello, el 25 de marzo se dirigirá al ministro de Guerra del Consejo de Regencia para señalar “la grande sorpresa, y sentimiento que me ha causado como a todos los buenos españoles este inesperado acontecimiento y representarle el gravísimo perjuicio que resulta al Estado de la concesión de semejantes permisos a unos individuos como éstos, reputados por infidentes y adictos al sistema de la independencia”.
Suspicacias y prevenciones se manifiestan también en el seno del Gobierno.
“A principios de 1812 -escribirá San Martín en 1848, a Ramón Castilla- fui recibido por la Junta gubernativa de aquella época, por uno de los vocales con favor y por los dos restantes con una desconfianza muy marcada”.
Quiénes son estos dos, no se lo sabrá nunca a ciencia cierta, mas los hechos por ocurrir a poco permitirán afirmar que, prontamente, todo quedará aventado.
Su esposa: Remedios
Nació en Buenos Aires el 20 de noviembre de 1797, siendo sus padres D. José Antonio de Escalada, rico comerciante, canciller de la Real Audiencia de 1810, y doña Tomasa de la Quinta Aoiz Riglos y Larrazábal.
Esta ilustre familia -ha dicho un historiador- se caracterizó siempre en la colonia y en la república, por el mérito de sus varones y el boato representativo de sus mujeres.
Se recuerda entre las familias porteñas el empleador de las veladas y fiestas con que estos señores Escalada mantenían el prestigio de su elevada posición.
Remedios, esposa del general San Martín más tarde, era de una delicadeza exquisita. Su elevado sentido de la dignidad y sus patrióticas virtudes envuelven su recuerdo en un aroma agradable, ocupando un lugar destacado entre las damas de la época, por haber sido la que primero tuvo el noble y patriótico gesto de desprenderse de sus sortijas y aderezos para contribuir a la formación de las huestes patriotas.
Remedios tenía 14 años cuando arribó a nuestras playas el Teniente Coronel de caballería D. José de San Martín, grado adquirido en una interminable serie de combates, ora en la madre patria contra el extranjero invasor, ora en África, guerreando contra la morisca audaz y bravía.
Al llegar a su patria, ofreció su brazo y su espada a la causa emancipadora, y el gobierno de las Provincias Unidas se apresuró a aceptar tan patriótico ofrecimiento, sin soñar acaso, que al hacerlo acababa de armar caballero de la causa americana al más decidido y esforzado paladín, que debía escribir largas páginas brillantes, rebosantes de gloria y exuberantes de nobles ejemplos para las generaciones futuras. Desde el momento en que San Martín ofreció sus servicios al la causa de la independencia, la casa de la familia Escalada, que era un centro de patriotas de la Revolución, le abrió sus puertas y fue uno de los más asiduos concurrentes.
Allí conoció a la niña que debía ser después su esposa.
El futuro adalid, llegó pobre y sin relaciones, no trayendo más que una buena foja de servicios de España y el propósito de prestar leales y desinteresados servicios a su patria.
José Antonio de Escalada, con clara visión, entrevió en aquel arrogante militar a un general de nota y no tuvo inconvenientes en aceptar los galanteos a su hija, no obstante la diferencia de edad entre ambos, que llegaba casi a 20 años: “ella, niña, no muy alta, delgada y de poca salud; él de edad madura, estatura atlética, robusto y fuerte como un roble”.
San Martín al vincularse a esa familia conquistaba posición y atraía a las filas del Escuadrón de Granaderos a Caballo, que estaba organizando, a una pléyade de oficiales, como sus hermanos políticos Manuel y Mariano y sus amigos, los Necochea, Manuel J. Soler, Pacheco, Lavalle, los Olazábal, los Olavarría y otros que llenaron después con su espada páginas admirables en la epopeya americana.
Desde que San Martín conoció a Remedios, como él llamaba a su tierna compañera, se enamoró de ella y comenzó el idilio que terminaría en el matrimonio celebrado en forma muy íntima en la Catedral de Buenos Aires, el 12 de septiembre de 1812. Fueron sus testigos “entre otros” -dice la partida original- el sargento mayor de Granaderos a Caballo D. Carlos de Alvear y su esposa doña Carmen Quintanilla.
No habían transcurrido tres meses de la fecha en que se celebró la boda, cuando el coronel San Martín recogía su primer laurel en los campos de San Lorenzo, donde, como es sabido, muy poco faltó para que doña Remedios quedase viuda.
Desde este instante su talla militar adquiere contornos gigantescos y es el comienzo real de su vida pública que terminaría simultáneamente con los días de su esposa, once años después.
Cuando San Martín marchó a tomar el mando del Ejército del Norte, Remedios quedó en Buenos Aires.
Fue en esa época cuando el ilustre soldado sintió los primeros síntomas del grave mal que debía alarmarlo en una gran parte de su agitada existencia, mal que lo obligó a trasladarse a la provincia de Córdoba, al establecimiento de campo de un amigo, reponiéndose algún tiempo después de sus dolencias.
Cuando fue designado Gobernador Intendente de la provincia de Cuyo, su esposa lo acompañó en su estadía en Mendoza y apenas llegó ella a esta ciudad, la casa del General se transformó en alegre y hospitalaria, en un centro radioso de la sociedad mendocina, por obra de su exquisita cultura y el prestigio de su bondad y virtudes.
A ella concurrían los oficiales y los jóvenes de la localidad que después se agregaron, Palma, Díaz, Correa de Sáa, los Zuloaga y Corvalán, que unidos a los primeros cruzaron la cordillera y formando parte de los vencedores, llegaron hasta la Ciudad de los Virreyes, en el paseo triunfal que realizaron a través de media América.
En el mes de enero de 1817, el Ejército de los Andes emprendió la colosal empresa que debía cubrirlo de laureles y su comandante en jefe dejó el hogar para no volver a él sino de paso, en los entreactos que le permitían sus victorias.
Así continuó el andar del tiempo y en 1819, San Martín, que tenía su pensamiento aferrado a la idea de afianzar la independencia de su Patria atacando al enemigo en el centro de su poderío, el Perú, pidió a su esposa que regresara a casa de sus padres y así lo hizo “Remeditos”, revelando que era tan tierna como obediente esposa.
Ya tenía entonces a su pequeña Mercedes de San Martín, que sería más tarde esposa de D. Mariano Balcarce, única hija del matrimonio, la cual había nacido en Mendoza, en 1816.
Acompañáronla en su viaje, su hermano, el Teniente Coronel Mariano de Escalada, y su sobrina Encarnación Demaría, que después fue señora de Lawson.
Remedios de Escalada de San Martín tras su traslado de Mendoza a Buenos Aires vivió en la casa de sus padres, y agravada la enfermedad que padecía, por consejo médico debió trasladarse a una quinta de los alrededores (actual Parque de los Patricios), de propiedad de su medio hermano Bernabé.
Abatida y enferma, esperaba siempre la vuelta de su esposo, anunciada tantas veces. La muerte de su padre, acaecida el 16 de noviembre de 1821, agravó su malestar, justamente en los momentos en que el héroe renunciaba a los goces de la victoria y de las delicias del poder, después de la célebre entrevista de Guayaquil, y se retiraba para siempre de la escena política, cerrando su vida pública con un broche de oro, que deberá ser siempre profundamente comprendido por las generaciones futuras, porque su renunciamiento evitó la guerra civil en Sud América que habría destruido la obra emancipadora iniciada en mayo de 1810.
Profundamente atormentada por sus preocupaciones, que facilitaron el desarrollo del terrible mal en su delicado organismo, falleció en la quinta en que se radicó para combatir su enfermedad el 3 de agosto de 1823.
San Martín se encontraba en Mendoza y en junio había escrito su última carta a D. Nicolás Rodríguez Peña, en que le decía que habíale llegado el aviso de que su mujer estaba moribunda, cosa que lo tenía de “muy mal humor”, pero sus propios males le impidieron llegar a Buenos Aires para recibir de su esposa el postrer beso, antes de iniciar viaje sin retorno.
“Murió como una santa -refería su sobrina Trinidad Demaría de Almeida, que rodeó su lecho en los últimos instantes- pensando en San Martín, que no tardó en llegar algunos meses después, con amargura en el corazón y un desencanto y melancolía que no le abandonaron jamás”.
De regreso en Buenos Aires, el General San Martín -entre noviembre de 1823 y febrero de 1824- hizo construir un monumento en mármol, en el cementerio de la Recoleta, para depositar en él los restos de su Remeditos, en el que hizo grabar el siguiente epitafio: “Aquí yace Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”.
Monumento que cubre los restos de la que “fue digna hija, virtuosa esposa, madre amantísima, patricia esclarecida y mujer merecedora del respeto general”.
Remedios de Escalada de San Martín figuró en la Sociedad Patriótica, asistió al célebre “complot de los fusiles”, en que las damas patricias se propusieron armar un contingente con su peculio particular, y tomó parte en todas las iniciativas promovidas por las mujeres de la época en pro del movimiento emancipador.
El documento que redactan aquellas nobles damas que se propusieron reforzar los contingentes que bregaban por afianzar la independencia nacional, con la famosa empresa llamada el “complot de los fusiles”, terminaba con las palabras siguientes: “Yo armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra libertad.”
Su hija: Mercedes
“Aunque es verdad que todos mis anhelos no han tenido otro objeto que el bien de mi hija amada, debo confesar que la honrada conducta de ésta y el constante cariño y esmero que siempre me ha manifestado han recompensado con usura todos mis esmeros, haciendo mi vejez feliz”. San Martín, 1844.
En Francia, el 28 de febrero de 1875, fallecía Mercedes San Martín de Balcarce. Blanca ya su cabeza, mostrábase aún como la evocara un compatriota tras visitarla en su residencia de Brunoy: “Tengo todavía presente su alta e imponente figura, aquella su gracia seductora y súbita simpatía que a las primeras palabras inspiraba”.
Cuando le llegó la muerte, estaba por cumplir 59 años de edad.
En el otro extremo de su existencia, el nacimiento había sido así anunciado por su padre a Tomas Guido, el gran amigo: “Sepa usted que desde anteayer soy padre de una infanta mendocina”.
La carta tiene por fecha la del 3 de agosto de 1816. También en este día se la cristianaba en la Matriz de la capital cuyana, por mano del presbítero Lorenzo Guiraldes, a la sazón vicario general castrense.
La correspondiente acta dice que fue bautizada y llamada “Mercedes Tomasa, de siete días, española, legítima de señor Coronel Mayor General en Jefe del Ejercito de los Andes y Gobernador Intendente de la Provincia de Cuyo, don José de San Martín y la señora María Remedios Escalada. Fueron padrinos: el sargento mayor don José Antonio Alvarez Condarco y la señora doña Josefa Alvarez”.
El “anteayer” de la carta Guido y los “siete días” de que habla el acta bautismal provocan duda acerca de la fecha exacta del nacimiento de la hija unigénita del futuro Libertador.
Y no deja de llamar la atención lo de “española”, tratándose de quien había nacido cincuenta días después de declarada la independencia nacional.
Quizá tal calificación se debió a la fuerza de la costumbre.
Entre dos travesías
Poco más de cuatro meses de vida tiene Mercedes cuando su padre, en enero de 1817, parte de Mendoza al frente del ejército llamado a realizar el plan continental de liberación política.
Por los mismos días, Remedios y su hija viajan a Buenos Aires. Seguramente, el alejamiento habrá producido en el esposo y esposa un dolor como “cuando la uña se separa de la carne”, según expresa el Poema del Cid. El cruce de la cordillera fue la gran hazaña inicial. Chacabuco, la primera victoria de San Martín en tierra chilena.
Con tal motivo, el 5 de marzo de 1817, el director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Juan Martín de Pueyrredón – sabedor de que no puede premiar al padre por sus triunfos pues todo honor y recompensa los rechaza sistemáticamente- acuerda a Mercedes una pensión vitalicia de 600 pesos anuales. Así lo comunica a Remedios, tres días después, Juan Florencio Terrada, encargado del Departamento de Guerra.
Aquella, el 11 de marzo expresó por carta su agradecimiento a Pueyrredón y agrega que desearía hacerlo personalmente, más que la priva de ese gusto un “notorio quebranto de mi salud”.
Cuando el 1821 la Junta de Representantes de Buenos Aires deje en suspenso el pago de todas las pensiones graciables, exceptúa expresamente de ello a Mercedes.
Empero a partir del año siguiente la niña no percibirá más la anualidad y, según señala Mitre, a partir del cuarto trimestre de 1823, su nombre ya no figurará más en la lista de pensionados.
Fue este el segundo obsequio oficial recibido por Mercedes. El primero, a poco de su nacimiento, le había sido hecho por el gobierno de Mendoza: 200 cuadras en Los Barriales.
Cuando San Martín renunció en nombre de su hija a la donación, sugiriendo que se destinase dichos terrenos para premiar a oficiales militares que se distinguieran en el servicio a la patria, el asesor fiscal dictaminó que los padres no podían perjudicar a sus hijos menores en mérito a la patria potestad ejercida sobre ellos.
Padre e hija volvieron a estar juntos por dos veces.
La primera fue cuando el héroe tras su triunfo en Chacabuco, viajó a Buenos Aires, ciudad a la que llegó a comienzos de abril de 1817 y en la que permaneció hasta el 20 de ese mes.
La segunda fue en 1818, oportunidad en que el padre, madre e hija marcharon a principios de julio a Mendoza desde la Capital, adonde había arribado aquel el 11 de mayo, apenas corrido un mes de la victoria de Maipú.
Al agravarse el mal que aquejaba a su esposa, el Libertador debió aceptar que ella y la niña retornaran a Buenos Aires, lo cual hicieron en marzo de 1819. Corren los días y los años.
El 2 de agosto de 1823, Remedios muere en la ciudad porteña.
El 4 de diciembre siguiente, tras catorce días de viaje, llega el héroe y le rinde postrero y público homenaje con la siguiente inscripción en su tumba: “Aquí yace Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”.
Hostilizado por muchos y en desacuerdo con su suegra doña Tomasa, por la educación harto regalona que recibía Mercedes, toma la tremenda decisión de hacer una segunda travesía: la que lo llevará al ostracismo definitivo, aunque el nunca lo concibió como tal. El 10 de febrero de 1824, padre e hija se embarcan con rumbo a Europa, en el navío francés “Le Bayonnais”.
Educación de la hija
La educación de Mercedes es idea fija, casi obsesiva, para su padre.
Acerca de como había encontrado a la niña al regresar a Buenos Aires, hará en 1828 esta confidencia a Manuel de Olazabal: “¡Que diablos!, la chicuela era muy voluntariosa e insubordinada, ya se ve, como educada por la abuela”.
Mientras navegan, se muestra tan severo, (quizá para eliminar prontamente la inconducta), que Merceditas “lo más del viaje lo pasó arrestada en el camarote”.
Ya en Europa e internada la hija en un colegio inglés, del que más adelante pasará a otro sitio en el continente, el Libertador dedica a su educación la mayor parte de los pocos bienes con que cuenta por entonces.
Pero no solamente el dinero, sino, también, sus meditaciones.
Si para los granaderos había dictado un severo reglamento, un código con mucho de pedagogía castrense, para mejor guiar, para mejor formar a Mercedes, redacta en 1825 las celebres once máximas, esas que él tendrá por objetivos y a cuya lectura recurrirá con frecuencia para hacerlas realidad.
A medida que el tiempo transcurra y vea concretarse el éxito deseado, San Martín se referirá al asunto una y otra vez.
Así, escribirá a Guido: “Cada día me felicito más de mi determinación de haber conducido mi chiquilla a Europa y arrancada del lado de doña Tomasa; esta amable señora, con el excesivo cariño que la tenía, me la había resabiado, -como dicen los paisanos- en términos que era un diablotín.
La mutación que se ha operado es tan marcada como la que ha experimentado en figura.
El inglés y el francés le son tan familiares como su propio idioma, y su adelanto en el dibujo y la música son sorprendentes.
Ud. me dirá que un padre es un juez muy parcial para dar su opinión, sin embargo mis observaciones son hechas con todo el desprendimiento de un extraño, porque conozco que de un juicio equivocado pende el mal éxito de su educación”.
Casamiento de Mercedes
En 1831, San Martín y su hija residen a dos leguas y media de París, en una casa de campo donde siempre hay preparada una habitación para el recién llegado.
Hasta allí, providencialmente, desde Londres arriba en marzo el joven Mariano Balcarce, hijo del vencedor de Suipacha.
Allí día siguiente, Mercedes enferma de cólera y poco después sucede otro tanto con su padre.
Los dos serán solícitamente atendidos por el huésped, seguramente con más eficacia que la que podría haber mostrado la única criada que allí sirve.
La joven se repondrá en un mes; su padre tendrá complicaciones gástricas y necesitará mucho más tiempo.
El ocasional encuentro provocó mutua simpatía entre los jóvenes y derivó noviazgo.
Con tal motivo, el 7 de diciembre de 183l, el héroe así escribía a Dominga Buchardo de Balcarce, madre de Mariano: “Antes del nacimiento de mi Mercedes, mis votos eran porque fuese varón; contrariado en mis deseos, mis esperanzas se dirigieron a que algún día se uniese a un americano, hombre de bien, si posible, el que fuese hijo de un militar que hubiese rendido servicios señalados a la dependencia de nuestra patria”.
“Dios ha escuchado mis votos, no sólo encontrando reunidas estas cualidades en su virtuoso hijo don Mariano, sino también coincidir en serlo de un amigo y compañero de armas.
Sí como espero este enlace es de aprobación de usted, sería para mí la más completa satisfacción”.
“La educación que Mercedes ha recibido bajo mi vista, no ha tenido por objeto formar de ella lo que se llama una dama de gran tono, pero sí el de hacer una tierna madre y buena esposa; con esta base y las recomendaciones que adornan a su hijo de usted, podemos comprometernos en que estos jóvenes sean felices, que es lo que aspiro”.
La carta, además de permitirnos conocer el deseo sanmartiniano de haber sido padre de un varón, constituye una prueba más de la importancia y sentido concedidos por el héroe a la educación de Mercedes.
La boda se realizó el 13 de septiembre de 1832, siendo testigos José Joaquín Pérez y el general Juan Manuel Iturregui, ministro de Chile en Francia y agente diplomático del Perú, respectivamente.
Los esposos viajaron prontamente a Buenos Aires, donde quedaron por dos años y nació María Mercedes, su hija y la primera nieta del Libertador.
La llegada del matrimonio hizo que Guido escribiese a San Martín, el 27 de marzo de 1833, lo siguiente: “Ya tenemos por acá a la amable Mercedes.
Desde el domingo está entre nosotros. Dos veces he ido a verla y en ambas ha estado recogida porque la navegación la ha desmedrado un poco”.
“Cuantos la han visto y la han hablado notan la educación cuidada que ha recibido y me dan de ella una idea bien honrosa.
El joven Balcarce me ha gustado mucho: desnudo de la secatura de carácter de la familia, ha tomado los modales suaves y la susceptibilidad necesaria de sus años.
Basta solamente que no los deje usted solos y que los venga pronto a acompañar”.
Ya estaban los esposos de regreso en Francia cuando advino al mundo su segunda hija, Josefa, según anoticia el abuelo, por carta de 1º de febrero de 1837, a su gran amigo Pedro Molina: “La mendocina dio a luz una segunda niña muy robusta: aquí me tiene usted con dos nietecitas cuyas gracias no dejan de contribuir a hacerme más llevaderos mis viejos días”.
La vida en el hogar
San Martín y los Balcarce viven en Grand Bourg.
Allí los visita un hermano de Mariano, el joven Florencio, poeta residente en Francia.
En 1838, escribe así a otro hermano que está en Buenos Aires: “Tengo el placer de ver la familia un domingo si y otro no.
El general goza a más no poder de esa vida solitaria y tranquila que tanto ambiciona.
Un día lo encuentro haciendo las veces de armero y limpiando las pistolas y escopetas que tiene; otro día es carpintero, y siempre pasa así sus ratos, en ocupaciones que lo distraen de otros pensamientos y lo hacen gozar de buena salud”.
De su cuñada expresa: “Mercedes se pasa la vida lidiando con las chiquitas que están cada vez más traviesas”; y de éstas: “Pepa entiende francés y español, aunque no habla aún”, y de Merceditas dice “…el abuelo que no la ha visto un segundo quieta”. La ancianidad Llega para el Libertador.
Su hija ha colmado todas sus esperanzas.
Por eso, en 1844, cuando testa, expresa así su recatado agradecimiento: “Aunque es verdad que todos mis anhelos no han tenido otro objeto que el bien de mi hija amada, debo confesar que la honrada conducta de esta y el constante cariño y esmero que siempre me ha manifestado han recompensado con usura todos mis esmeros, haciendo mi vejez feliz”.
Los últimos años
El dolor sufrido por Mercedes al morir su padre, el 17 de agosto de 1850, se renovará diez años después, al fallecer su primogénita María Mercedes en plena juventud.
La memoria del héroe permanece viva en su hija y en Mariano Balcarce.
Los dos cumplirán celosamente las mandas testamentarias y no escatimarán el archivo paterno a Mitre cuando éste se decide a escribir con método científico la historia de la epopeya libertadora.
Radicados en Brunoy, una habitación se destinará a conservar cuanto recuerda materialmente al gran padre y abuelo.
Y también allí, en el panteón familiar erigido en el cementerio de Brunoy, permanecerán los restos del Libertador mientras su hija viva.
Mercedes sabe que su padre ha expresado el deseo de que su corazón sea llevado a Buenos Aires y no se opone a ello, pero no consentirá en separarse de esos restos mientras Dios no la llame a su seno para poder tributarle así homenaje del amor filial.
Esto explica por qué las veneradas cenizas no retornarán a la Argentina, a América, hasta 1880.
Y allí en Brunoy, en Francia, “la mendocina” concluirá su existencia, y corrida una década, el 20 de febrero de 1885, la seguirá su esposo.
Los sobrevive Josefa Dominga, quien contrajo matrimonio con Fernando Gutiérrez Estrada, vástago de una familia mexicana.
Ella fallecerá en 1924, sin dejar descendencia.
El 13 de diciembre de 1951, los restos de Mercedes, de Mariano Balcarce y de María Mercedes recibieron definitiva sepultura en un monumento fúnebre especialmente construido en la basílica de San Francisco, de la ciudad de Mendoza, la tierra donde vino al mundo la hija del Libertador.
Los despojos habían llegado a Buenos Aires dos días antes, traídos desde Francia a bordo del guardacostas “Pueyrredón”.
Máximas redactadas por el General San Martín para su hija Mercedes Tomasa:
1º.- Humanizar el carácter y hacerlo sensible aún con los insectos que nos perjudican.
Stern ha dicho a una mosca abriéndole la ventana para que saliese: “Anda, pobre Animal, el Mundo es demasiado grande para nosotros dos”.
2º.- Inspirarla amor a la verdad y odio a la mentira.
3º.- Inspirarla gran Confianza y Amistad pero uniendo el respeto.
4º.- Estimular en Mercedes la Caridad con los Pobres.
5º.- Respeto sobre la propiedad ajena.
6º.- Acostumbrarla a guardar un Secreto.
7º.- Inspirarla sentimientos de indulgencia hacia todas las Religiones.
8º.- Dulzura con los Criados, Pobres y Viejos.
9º.- Que hable poco y lo preciso.
l0º.- Acostumbrarla a estar formal en la Mesa.
11º.- Amor al Aseo y desprecio al Lujo.
12º- Inspirarla amor por la Patria y por la Libertad.
Su destierro
El 10 de febrero de 1824, el general San Martín le escribe a su amigo y compadre, el coronel Brandsen: “Dentro de una hora parto para Europa con el objeto de acompañar a mi hija para ponerla en un colegio y regresaré a nuestra patria en todo el presente año, o antes, si los soberanos de Europa intentan disponer de nuestra suerte”.
Con la mente puesta en su país y en el futuro de su pequeña hija, partía espartanamente hacia la vieja Europa el hombre que más laureles y glorias había prodigado a la tierra de su nacimiento.
Atrás quedaban los recelos, los odios y las diatribas de los pequeños en méritos pero de grandes bocas frente al coloso de la historia.
Cuando San Martín comprendió, frente a Bolívar, que los dos no cabían en América del Sur, y que el escenario y el fruto de sus triunfos peligraban frente a posibles o seguras disensiones, tuvo la abnegación y el mérito sublime de posponer sus derechos y sus concepciones estratégicas y políticas para que la única causa, que había abrazado y defendido con eficacia y con gloria, no sufriera tropiezos.
Su causa, como lo dijera muchas veces, era “la causa de la libertad de América y la dignidad del género humano”.
Había regresado del Perú con la íntima convicción de que su “ínsula cuyana” le depararía la tranquilidad y quietud a que aspiraba; que podía colgar su sable legendario y transformarse en un sereno observador del acontecer humano y en un eficaz agricultor de la tierra que tanto amaba.
Su obra ya estaba en marcha y en vísperas de su eclosión definitiva. Sus palabras proféticas, dichas al virrey La Serna en la conferencia de Punchauca, estaban grabadas en su mente: “Sus ejércitos se batirán con la bravura tradicional, pero serán impotentes ante la determinación de millones de hombres a ser independientes”.
Bolívar y sus compañeros cerrarían inevitablemente este capitulo que él había iniciado y, sin duda alguna, ambicionado terminar.
Mitre señaló con verdad y con justicia: “Sin Chacabuco y sin Maupú no hubiesen tenido lugar ni Boyacá, ni Carabobo, ni Ayacucho”.
No era, pues, ese balance lo que turbaba la tranquilidad del héroe. Su destino, que el había elegido, estaba echado.
Lo que torturaba su alma era la ingratitud, la perfidia y la traición de quienes más le debían, de aquellos a quienes había colmado de honores y abierto las puertas de la posteridad.
No volvía derrotado y disminuido en su prestigio, como no venía tampoco huyendo de ningún fantasma ni de ningún remordimiento, como echaron a rodar sus adversarios mediante la cobardía del libelo anónimo o del pasquín irresponsable.
No era verdad que la sociedad porteña lo recibiera con frialdad o con disgusto, como no es verdad que su familia política le negara su apoyo o su adhesión, como se comprueba fácilmente a través de numerosos testimonios.
Su llegada a Mendoza, en enero de 1823, fue causa de afectuosos y emotivos encuentros con sus antiguos camaradas y amigos.
Su chacra estaba lista para recibirlo y a ella se dirigió, antes de proseguir su viaje a Buenos Aires y reintegrarse a su familia.
Allí experimentó los primeros sinsabores y tropiezos al verse vigilado en sus movimientos, violada o sustraída su correspondencia, rodeado, en fin, por los sicarios al servicio del gobierno.
En esas condiciones no pudo continuar su viaje a la capital, pues se exponía a cualquier ultraje o atropello en el camino.
El 3 de agosto de 1823 fallecía en Buenos Aires su esposa y amiga Remedios de Escalada, sin que el Libertador pudiera ofrecerle el aliento de su presencia y su postrera despedida.
El 20 de noviembre, San Martín inicia su viaje a la capital, arribando, sin escolta ni aparato alguno, el día 4 de diciembre.
La calumnia volverá a ensañarse contra su persona y Carlos María de Alvear lanzará un libelo atacando su honradez y su entereza.
¿Qué podía esperar el Libertador de un gobierno que cobijaba a los envidiosos de su gloria, y que, a todas luces le rehuía y le temía? Solo cabía expatriarse.
Pedidos los pasaportes -y no los sueldos que se le debían desde 1819- se ausentó hacia Europa a bordo del barco francés “Le Bayonais”. Zarpó de Buenos Aires el 10 de febrero de 1824, en compañía de su pequeña hija Mercedes, rumbo al puerto de El Havre en Francia. Dos meses más tarde, el 24 de abril, arribó la nave a destino.
La presencia de San Martín despertó sospechas y múltiples consultas entre las autoridades francesas y las cancillerías amigas de los Borbones.
Sus papeles fueron incautados y prolijamente revisados, pues sus antecedentes revolucionarios y republicanos le hacían persona no grata al régimen imperante.
Sus documentos, que según los funcionarios estaban impregnados de un republicanismo exaltado, le fueron devueltos y el 4 de mayo San Martín se embarcó con su hija hacia Southampton, estableciéndose provisionalmente en Inglaterra.
El mencionado puerto ingles era a la sazón refugio de numerosos exiliados políticos.
Allí se encontró con su antiguo camarada Mac Duff – Lord Fiffe- quien lo introdujo en la alta sociedad, presentándolo como conquistador de las libertades de América y émulo digno de Washington.
Por esos días, se celebró un banquete en conmemoración de la independencia norteamericana, al que concurrió especialmente invitado.
Se encontró con antiguos amigos: García del Río, Paroissien y Alvear, entre otros.
A los postres, el primero ofreció una demostración y San Martín, alzando la copa, brindó por su amigo Bolívar y por la feliz culminación de la campaña.
Esta actitud del prócer fue motivo para que Alvear reiniciara su tarea difamatoria, informando al gobierno de Buenos Aires que San Martín conspiraba con el general mejicano Agustín de Iturbide, apoyando su lucha para imponer el sistema monárquico en América. Circuló, por entonces unlibelo titulado “La vida del general San Martín”, cuya autoría se atribuyó a Alvear, como también una caricatura del Libertador que lo mostraba con la corona del Perú escapándosele de las manos.
En cuanto a la entrevista con Iturbide –que este sí le pidió por carta- nunca se supo si efectivamente se realizó, pues el político mejicano regresó a su patria con el objeto de derrocar al régimen del general Guadalupe Victoria, siendo capturado y fusilado en Padilla.
Es muy poco lo que se conoce de las actividades de San Martín en Inglaterra. Se sabe, ciertamente, que permaneció allí desde mayo hasta diciembre de 1824, viajando por distintas partes del país, principalmente por el norte de Escocia donde, por gestión de Lord Fiffe, fue distinguido con la ciudadanía honoraria de Banff, principal localidad vecina a las heredades del ilustre amigo inglés.
Este episodio no debe sorprender si tenemos en cuenta que Inglaterra recibió con gran beneplácito a los próceres sudamericanos y que San Martín cultivaba otras amistades con nobles ingleses que había conocido durante las campañas contra la invasión napoleónica en España.
El Libertador seguía aferrado a los problemas americanos.
En Londres intervino en las gestiones para adquirir dos fragatas que reforzaran la armada peruana.
La maledicencia le atribuyó planes intervencionistas lo cual despertó la indignación de Bolívar al creer, de buena fe, tamaños infundios.
Tomás Guido informará a la posteridad los acontecimientos vividos en Lima con ese motivo.
San Martín intentó radicarse en Francia, pero fueron infructuosas las gestiones de su hermano Justo, que vivía en París, para que el conde de Corbiere accediese a ello.
Resolvió, entonces, viajar a los Países Bajos. Obtenida su admisión a ese reino, retiró a su hija de la pensión en que la había confiado y, a fines de 1824, se estableció en una casa del arrabal de la ciudad de Bruselas.
Bruselas y La Haya eran las dos ciudades más importantes de los Países Bajos y ambas se destacaban por la cultura y laboriosidad de sus habitantes. La liberalidad de las costumbres, la sensación de seguridad y lo barato de la vida, con respecto al resto de Europa, las señalaban como las más indicadas para residir en ellas.
No en vano fueron refugio para numerosos extranjeros que, por una u otra causa, debían exiliarse. San Martín eligió Bruselas.
Desconocemos como consiguió radicarse en ese país y que gestiones previas realizó. José Pacífico Otero efectúo numerosas investigaciones al respecto, con resultado negativo.
En cuanto a la casa que habitó, pudo establecerse que estaba ubicada en Rue de la Fiancee Nº 1422. Se sabe que en el centro de la ciudad, en una pensión inglesa, había alojado a su pequeña Mercedes, que entonces tenía ocho años de edad.
En cartas a Guido y a otros amigos, los temas dominantes de este período son la política y la educación de su hija, contento de esto último al notar sus notables progresos. Confiesa que se considera en cierta medida feliz, aunque extraña sobremanera su tierra y sobre todo Mendoza.
Por su casa, con tres habitaciones y un gran jardín, paga mil francos anuales, suma que considera increíblemente barata.
En ella hospedó, durante un tiempo, a su antiguo subordinado y amigo, el general Miller, y le proporcionó valiosos datos para concretar su biografía.
Esa era también la casa que ofreció a Guido para “compartir un puchero”.
Las vicisitudes económicas, no obstante, le agobiaban.
Del Perú se alejó con un modesto haber y sólo cuando se tuvo la certeza de su viaje al exterior, se le adelantaron dos años de la pensión votada por el Congreso.
El gobierno de Rivadavia, permitió que se fuese sin abonarle un peso de sus sueldos atrasados.
La caída de los valores en Londres; la quiebra de la casa en la que su amigo Alvarez Condarco había depositado parte de sus ahorros; la depreciación del cambio; la falta de rentas sobre algunas propiedades -excepto la casa de Buenos Aires; todo, en fin, configuraba un panorama nada halagüeño.
No debe extrañar esto, por cuanto para San Martín el vil metal no es un fin, sino un medio.
El desinterés constituía, para el, una virtud dinámica y primordial.
En 1830 el pueblo belga se levantó contra la opresión holandesa y ofreció a San Martín, según una versión repetida, la conducción del movimiento revolucionario.
El Libertador rehusó la propuesta, indicando que se hiciera cargo de esa tarea un hijo del país.
Atento a las convulsiones sociales que sobrevinieron, San Martín decidió llevar a su hija a un colegio de París y luego, debido a una epidemia de cólera que asoló Bruselas y solucionados los anteriores problemas de residencia en Francia, resolvió trasladarse a París, previo paso temporario en la ciudad termal de Aix-en- Provence.
El hombre que, lejos de la patria, la extrañaba y la seguía sirviendo con denuedo; el hombre que no había querido ser el verdugo de sus conciudadanos, diciéndole a Lavalle, después de rehusar el mando que le había ofrecido en 1829: “… en la situación en que Ud. se halla, una sola víctima que pueda economizar a su país, le servirá de consuelo inalterable, sea cual fuere el resultado de la contienda en que se halle usted empeñado, porque esta satisfacción no depende de los demás sino de uno mismo”; ese hombre de excepción, que para gloria de los siglos se llamó José de San Martín. Continuaba su peregrinación, esta vez en Francia.
Gran Bourg
Es posible que hacia 1828 -no hay certeza informativa- San Martín se encontrara en París o en Bruselas, con el noble español Alejandro Aguado y Ramírez, marqués de las Marismas del Guadalquivir, antiguo compañero de armas, que en 1808 había sentado plaza en el Regimiento de Campo Mayor, en el que el argentino ya se distinguía por sus relevantes méritos; fue entonces que trabaron amistad.
Aguado era, veinte años después, un acaudalado banquero.
Había sido hombre de consejo económico para Fernando VII y para el mismo rey francés, que le otorgara la Cruz de la Legión de Honor.
Radicado en Francia, alejado del mundo de los negocios y convertido en mecenas artístico, administraba sus cuantiosos bienes y se desempeñaba como intendente de la comuna de Evry, en la que estaba comprendido el predio de Grand Bourg. Residía en el castillo Petit-Bourg, a 25 kilómetros de París.
Cuando en 1830 San Martín abandonó Bruselas y se trasladó a París, su situación económica era harto difícil, pues solo subsistía gracias a las rentas exiguas de su finca mendocina y de una casa porteña, puesto que la estimable pensión que le asignara por decreto el gobierno peruano había dejado de pagársele.
Los gobiernos de Chile y de Argentina tampoco lo ayudaban en el exilio. Y, en fin, la devaluación de la moneda lo había llevado a una situación afligente.
Su intención de radicarse en Mendoza se había frustrado en su viaje al Plata en 1828-1829, al hallarse frente a un país convulsionado por la guerra civil.
Precisamente, al retornar a Francia se produjo entonces, ahora en 1830, el reencuentro con Aguado, que fue providencial, pues acudió con ayuda económica a su amigo: “Me puso a cubierto de la indigencia.
A él debo, no solo mi existencia, sino el no haber muerto en un hospital”, escribe en una carta. Gracias, al parecer, a aquel auxilio, y con alguna base propia, es que el héroe pudo adquirir una finca en la localidad de Grand Bourg, el 25 de abril de 1834.
Un año después, compró también una casa en París, sita en la Rue Nueve Saint- Georges, cerca de la residencia del célebre Thiers.
Pasaba en la capital temporadas muy breves; la mayor parte del año permanecía en su finca de campo, junto al Sena, vecino de Aguado, a quien visitaba con frecuencia. Grand-Bourg, se hallaba a 7 km de París.
Su extensión era de escasas 70 áreas. La casa tenía un piso bajo y dos altos: en la planta baja se encontraban el salón, el comedor y la cocina; el primer piso tenia cinco habitaciones y tres el segundo.
Su techo era de pizarra.
El nuevo habitante introdujo algunos cambios edilicios.
La sede actual del Instituto Nacional Sanmartiniano de Buenos Aires es una réplica, con leve modificación de escala, de la residencia francesa.
La casa estaba rodeada de un vasto parque: una huerta con árboles frutales, un jardín, un invernáculo y algunas dependencias en ese terreno circundante.
El Libertador se entretenía en el cuidado del jardín y algo de la huerta.
Casada Merceditas con Mariano Balcarce, en 1832, fueron a vivir a Grand- Bourg y allí crecieron las dos nietecitas: Mercedes, nacida en Buenos Aires, y Josefa, en aquella casa de campo, en 1836. Allí lo visitaba, dominicalmente, Florencio Balcarce, hermano de Mariano, el autor de “El cigarro”, poema escrito en Grand Bourg, en el que reflexiona sobre lo efímero de la gloria humana.
A San Martín le placía la vida reposada y aislada que el lugar le permitía. Sus jornadas eran ordenadas y apacibles.
Allí pasaba de 8 a 9 meses del año, con salidas a sitios mas cálidos durante el invierno. Sus cartas registran su gusto por esa sosegada existencia.
Se levantaba con el alba, preparaba su desayuno, consistente en te o café, que tomaba en un mate con bombilla.
Luego pasaba a sus tareas habituales: el picado de tabaco, que fumaba en pipa y, a veces, en chala; el trapicheo, como llamaba a la tarea de limpiar y lustrar su colección de armas; la realización de pequeñas obras de carpintería, a la que era afecto; o, bien, iluminaba litografías, como entonces se decía al colorear de estampas, particularmente de barcos, paisajes marinos y escenas campestres; algunas de estas piezas han llegado hasta nosotros.
El mismo cosía sus ropas, según el hábito adquirido en el ejército, que no quería abandonar pese a los reclamos de su hija.
Tenía un perrito de aguas, un “choco”, traído de Guayaquil, al que adiestraba en pruebas de obediencia. Hacía paseos a caballo por las inmediaciones.
De regreso, descansaba en una vieja poltrona, donde tomaba mate, fumaba y leía.
La lectura fue la más sostenida de sus distracciones.
Lo hacía en inglés, italiano y, naturalmente, francés.
Era amigo de leer periódicos particularmente americanos. En 1848, el agravamiento de sus cataratas lo limitó en ello.
Su librería personal aún se conserva en nuestra Biblioteca Nacional.
Dormía en una simple cama de hierro, comía asado, de preferencia, y bebía vino con sobriedad.
Parte considerable de su tiempo lo destinaba a ordenar los papeles y documentos de su archivo personal.
Había planeado escribir sus memorias, que esperaba se dieran a publicidad después de muerto.
No avanzó en esta tarea; solo alcanzó a trazar una cronología de los hechos que protagonizó, desde 1813 a 1832, acompañada con documentos probatorios.
Quizá, les agrego algunas notas y glosas a dichos papeles, pero, es de lamentar, no compuso finalmente sus Memorias.
Cultivó un activo dialogo epistolar desde su retiro de Grand-Bourg.
Es abundante y reveladora su correspondencia con los amigos distantes, a los que confía sus opiniones siempre francas y definidas, sobre la evolución política de los pueblos americanos o de Europa, y se franquea sobre rasgos de su salud o sobre la intimidad familiar. Varios de sus corresponsales -v.g. los chilenos Joaquín Prieto, Manuel Antonio Pinto o Joaquín Tocornal- le encomendaban sus hijos de viaje por Europa, que visitaban al varón venerable con el respeto inculcado por sus padres.
De los prohombres americanos, quien le arrancó epístolas mas fraternales fue Bernardo O’Higgins. Y las más duras y contundentes las provocaron Manuel Moreno (diplomático argentino destacado en Londres, hermano de Mariano Moreno), quien, aviesamente, animó el rumor de que el general planeaba proyectos monárquicos para América; y el peruano Riva Agüero, “despreciable persona”.
También respondía las cartas de historiadores y publicistas que requerían su información sobre cuestiones en las que había sido ejecutor principal. Así, las epístolas a Gastón Lafond de Lurcy, quien componía sus “Viajes alrededor del mundo”, en uno de cuyos tomos insertó la polemizada carta en la que se revelaría la situación de la entrevista de Guayaquil.
O, de igual manera, a Guillermo Miller, que había servido a sus órdenes y redactaba por entonces sus Memorias, para las que obtuvo noticias de primera mano y el último retrato de San Martín en Grand- Bourg. Miller lo invitaba a un vasto viaje a Oriente -Constantinopla, Irán, Jerusalén… Nueva York-, casi una vuelta al mundo, pero no cuajó el proyecto amical. San Martín hizo viajes europeos en los meses de invierno, pues el de París le resultaba nocivo a sus ataques nerviosos que a veces lo aquejaban.
En 1841 hizo una excursión a Bretaña y a la región de la Vandee. Al año siguiente, al Havre, la Baja Normandía y el Mediodía de Francia.
En 1845 visitó Florencia, luego Nápoles, donde permaneció hasta enero del año inmediato; se desplazó a Génova y a Roma, regresando a su finca en febrero.
En 1847 hizo un viaje a los Pirineos Orientales, visitó Port-Vendres y Colliure, retornando a Grand-Bourg, para no emprender ningún otro viaje de estación.
El año 1842 fue doblemente luctuoso para San Martín: murió O’Higgins, en su destierro peruano y murió Aguado, en viaje por España, nombrándolo albacea testamentario y tutor de sus hijos y dejándole, como legado, sus joyas y medallas. El prócer cumplió cabalmente su tarea de albacea y curador, concluida en 1845.
Una satisfacción vino a morigerar el dolor por la muerte de sus amigos: el gobierno de Chile, presidido por don Manuel Bulnes, reconoce los méritos del Libertador, considerándolo en servicio activo hasta el fin de sus días e invitándolo a residir en aquel país.
Un año antes de 1842, Sarmiento, con su artículo sobre la Batalla de Chacabuco, publicado en “El Mercurio” de Valparaíso, había reavivado la conciencia chilena de gratitud. En 1838, al enterarse del bloqueo francés a Buenos Aires, escribió a Rosas ofreciendo sus servicios en defensa de nuestra soberanía.
Cambiará varias cartas con el Gobernador de Buenos Aires hasta 1850.
En una de ellas, el mismo le informa que se lo ha designado ministro plenipotenciario frente al gobierno del Perú, pero San Martín rechaza el honor y ofrece sus gestiones en otros terrenos, en favor del suelo patrio.
Y lo hará en un par de epístolas con sensatas y oportunas consideraciones que llamarán a la reflexión a los gobiernos de Inglaterra y Francia.
La primera es la respuesta a Jorge Federico Dickson, representante del alto comercio de Londres, que fue difundida por la prensa inglesa.
La segunda, dirigida al ministro francés Bineau, fue leída en el Parlamento por Mr. Bouther. Ambas surtieron poderoso efecto.
La ultima decía: “establecido y propietario en Francia veinte años ha y contando acabar aquí mis días las simpatías de mi corazón se hallan divididas entre mi país natal y la Francia, mi segunda patria”.
Sarmiento en una conferencia de 1847 en el Instituto Histórico de Francia, dijo que todos los americanos de paso por ese país concurrían a un punto: “Grand-Bourg se llama el lugar de esta romería” (…)
El monumento que los americanos solicitan ver allí es un anciano de elevada estatura, facciones prominentes y caracterizadas, mirar penetrante y vivo, en despecho de los años, y maneras francas y amables.
La residencia del general San Martín en Grand-Bourg es un acto solemne de la historia de América del Sur, la continuación de un sacrificio que principió en 1822 y que se perpetúa aún, como aquellos votos con que los caballeros o los ascéticos de otros tiempos ligaban toda su existencia al cumplimiento de un deber penoso”.
Señalaba así el largo ostracismo del héroe y el desfile incesante de personalidades que acudían a su retiro campestre a conocerlo.
Entre ellos, cabe destacar a tres argentinos ilustres: Juan Bautista Alberdi, quien en 1843, tras conocerlo en París, en casa de los Guerrico, acudió a Grand-Bourg y pasó una velada allí.
Al año siguiente, lo hizo Florencio Varela; y en el verano de 1846, el mismo Sarmiento, quien dialogó extensamente con el Libertador en el petit cottage.
Todos ellos han dejado páginas evocativas de aquellos encuentros dignas de relectura y que registran, con diversidad de ópticas, ricas y diferentes impresiones sobre la figura prócera y los temas de la conversación.
A medida que los años pasaban y no podía San Martín quebrar su exilio, regresando a su patria querida, se afirmaba en sí “el sentimiento doloroso de no poder dejar mis huesos en la patria que me vio nacer”.
Su anhelo, nunca amortecido, de retornar al Plata, reflotaba recurrentemente, pero siempre se lo impedían las circunstancias políticas mal barajadas.
En 1844, redacta y firma en París su testamento ológrafo. Cuatro años después, ante el clima revolucionario creciente en Francia, abandona Grand- Bourg y París, y se instalará en Boulogne-sur-Mer.
A mediados de 1849 venderá su querida finca de Evry, junto al Sena, que le dio sereno cobijo desde 1834 hasta 1848, casi tres lustros de apacible vida retirada, con el cálido entorno familiar de los suyos.
Allí, en Grand-Bourg, cultivó las tres dimensiones del diálogo humano: el hablar con los muertos, que era la lectura de su selecta biblioteca; el hablar con los vivos, los distantes, mediante las epístolas, y los cercanos, con sus visitas; y, finalmente, el hablar consigo mismo, la meditación, de la que extrajo luz de desengaño y verdad para iluminar su estoico ostracismo.
Boulogne-Sur-Mer
A comienzos de 1848, San Martín y su familia se hallaban en su casa de la Rue Saint Georges 35, en París.
En el mes de febrero se desató el movimiento revolucionario que instauró la Segunda República, entre graves desbordes populares y sangrientas luchas callejeras.
Lo tumultuoso de los acontecimientos y lo confuso de la situación instaron al Libertador a alejarse de aquel foco conflictivo y radicarse, temporalmente, en sitio más retirado y apacible. Lo decía en carta a Juan Manuel de Rosas, del 2 de noviembre de ese año: “Para evitar que mi familia volviese a presenciar las trágicas escenas que desde la revolución de febrero se han sucedido en París y ver si el gobierno que va a establecerse según la nueva constitución de este país ofrece algunas garantías de orden para regresar a mi retiro campestre (Grand Bourg) y, en el caso contrario, es decir, el de una guerra civil -que es lo más probable- pasar a Inglaterra y desde ese punto tomar algún partido definitivo”.
Elige, pues, para esta etapa transitoria – que será la final- la ciudad de Boulogne Sur-Mer, en el departamento Paso de Caláis, en la costa norte francesa sobre el canal de la Mancha.
San Martín se trasladó hacia allí el 16 de marzo de 1848. “Este puerto, que agrada mucho a mi padre…”, escribía Balcarce a Alberdi.
En efecto, la ciudad le era grata al general por ser marítima, según las razones aducidas en su carta, y porque el ferrocarril les aseguraba fácil acceso a París, tanto para las ocupaciones propias de Balcarce como, quizás, para las consultas médicas, cada vez mas frecuentes, de San Martín.
La familia se instaló en los altos de la casa situada en la Grand Rue 105, propiedad del abogado Alfred Gerard, director de la Biblioteca Pública de la ciudad, quien ocupaba la planta baja del edificio.
Hasta aquel sosegado retiro le llegaron a San Martín las insistentes invitaciones de tres gobernantes de países americanos para que se trasladara a las patrias que había ayudado a fundar: Argentina, Chile y Perú.
La decisión de vender su dilecta residencia de Grand Bourg,concretada el 14 de agosto de 1849, parecía confirmar su decisión de alejarse de la convulsionada Francia.
Solamente rescató los muebles y pertenencias de su dormitorio, que trasladó a su habitación de Boulogne-sur-Mer, y que hoy se hallan resguardados en una sala de nuestro Museo Histórico Nacional, respetando la distribución que tuvieron en los altos de Gerard.
Estos muebles revelan la sobriedad de ambientes en que desarrollaba su vida cotidiana, pautada por hábitos estoicos.
En Boulogne-sur-Mer se agudiza el mal de cataratas en ambos ojos, que empezó a presentarse en 1845 y que había de limitarlo sensiblemente provocándole una acentuada desazón.
La ceguera gradual le impidió el goce de la lectura, a la que era tan afecto, y la redacción de sus cartas, de lo que se lamenta en reiteradas ocasiones.
También lo obligó a una mayor reclusión y a espaciar sus paseos vespertinos con sus nietas Mercedes y Josefa, por las que tenía entrañable cariño y quienes a veces le servían de lazarillo.
El mismo había dicho, veinte años antes, en una carta al general Miller, en la que se quejaba de su incomodo reumatismo: “en casa vieja todas son goteras”, valiéndose de un refrán de los que acostumbraba incluir en su correspondencia y en su charla informal.
A los males padecidos por años, otros siguen desgastando su trajinado organismo.
“Me resta la esperanza de recuperar mi vista el próximo verano, en que pienso hacerme la operación a los ojos.
Si los resultados no corresponden a mis esperanzas, aún me resta el cuerpo de reservas (en evidente alusión castrense), la resignación y los cuidados y esmeros de mi familia”.
La anhelada intervención quirúrgica, efectuada en la primavera del año siguiente, apenas si le restituyó algo de su vista.
Ese mismo año tuvo un nuevo ataque de cólera y recrudeció su gastritis crónica -que tanto le afecto en sus campanas militares- con vómitos de sangre y punzantes dolores.
También se agravó su úlcera.
A fines de la primavera de 1850 se trasladó, para atenuar sus dolencias, a los baños termales de aguas sulfurosas de Enghien, cerca de París.
Permaneció allí hasta el mes de julio, recuperándose parcialmente.
Su hija y yerno intentaron disuadirlo de regresar a Boulogne-sur-Mer, considerando la humedad de su clima, pero fue en vano.
Escribe Mariano Balcarce: “no pudo, por el mal tiempo, hacer el ejercicio que le era necesario; perdió el apetito y fue postrándose gradualmente.
Aunque sus padecimientos destruían sus fuerzas físicas y su constitución, que había sido tan robusta, respetaban su inteligencia.
Conservó hasta el último instante la lucidez de su ánimo y la energía moral de que estaba dotado en alto grado”.
El día 6 de agosto salió a dar un paseo en carruaje – ya que le era imposible hacerlo a pie – y volvió tan extenuado que debió ser auxiliado para descender del coche y subir las escaleras hasta su dormitorio.
El día 13, por la noche, fue atacado por agudos dolores de estomago y debió recurrir a una fuerte dosis de opio para amenguarlos.
Como única manifestación frente al padecimiento, dijo a su hija, que lo asistía con la ternura de siempre: “C’est l’orage qui mene au port!” (“Es la tempestad que lleva al puerto”). Doble delicadeza del padre que se vale del francés y de una metáfora para expresar su sensación del inminente fin y no agravar el dolor de su hija.
Al día siguiente amaneció amortecido, pero, en medio de una fiebre alta, se recuperó.
En la mañana del 17 de agosto, se mostró con aparente mejoría y pidió pasar a la habitación de su hija y escuchar la lectura de los periódicos.
El doctor Jardón, que lo atendía, lo visitó y aconsejó la asistencia de una hermana de caridad para secundar a Mercedes en la atención que el enfermo requería.
Hacia las dos de la tarde rodeando su lecho su hija, su yerno, las niñas y Francisco Javier Rosales, encargado de la representación de Chile en Francia- se produjo una nueva crisis de gastralgia y fue recostado en el lecho de su hija: “Mercedes, esta es la fatiga de la muerte…”.
Sus últimas palabras fueron para pedir a Mariano que lo condujera a su habitación.
A las tres de la tarde expiró.
Registrado oficialmente el deceso, se embalsamó el cadáver y el día 20, poco después de las seis de la mañana, salió de la casa de Gerard un reducido cortejo que se detuvo, para un responso, en la iglesia de San Nicolás.
Después, la triste procesión continuó hacia la catedral de Nuestra Señora de Boulogne donde, gracias a los buenos oficios del abate Haffreigue, sus restos fueron depositados en la cripta catedralicia. Allí reposarían hasta su traslado, en 1861, al panteón familiar en el cementerio de Brunoy.
Tres testimonios directos nos ofrecen sus impresiones sobre los penosos días del Libertador en Boulogne-sur-Mer: las cartas de su yerno y los artículos necrológicos de Félix Frías y de Albert Gerard.
Frías lo encontró durante su ultimo viaje a los baños termales: “en algunas conversaciones que tuve con él en Enghien… pude notar un mes antes de su muerte, que su inteligencia superior no había declinado.
Vi en ella el buen sentido, que es para mi el signo inequívoco de una cabeza bien organizada.” Conversó con San Martín sobre Tucumán, Rivadavia, los años de su Tebaida cuyana, el estado actual de Francia y las cualidades de los franceses.
“Su memoria conservaba frescos y animados recuerdos de los hombres y de los sucesos de su época brillante.
Su lenguaje era de tono firme y militar, cual el de un hombre de convicciones meditadas.
Pero, hacía algún tiempo que el general consideraba próxima su muerte, y esta triste persuasión abatía su ánimo, ordinariamente melancólico y amigo del silencio y del aislamiento…
Su razón, sin embargo, se ha mantenido entera hasta el último momento”. Frías arribó a la casa de San Martín pocas horas después de su muerte: “En la mañana del 18 tuve la dolorosa satisfacción de contemplar los restos inanimados de este hombre, cuya vida está escrita en páginas tan brillantes de la historia americana.
Su rostro conservaba los rasgos pronunciados de su carácter severo y respetable.
Un crucifijo estaba colocado sobre su pecho y otro entre dos velas que ardían al lado de su lecho de muerte.
Dos hermanas de caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel cadáver”.
Gerard publicó su artículo en “L’Impartial” de Boulogne-sur-Mer y en él decía de su huésped: “El señor San Martín era un lindo anciano de elevada estatura, que ni la edad, ni la fatiga, ni los dolores físicos habían podido doblegar.
Sus rasgos fisonómicos eran muy expresivos y simpáticos, su mirada viva y penetrante, sus modales llenos de amabilidad…
Su conversación, fácil y jovial, era una de las más atractivas que he escuchado”.
Las más significativas cartas de San Martín, en sus dos últimos años, fueron las dirigidas a Juan Manuel de Rosas y al mariscal Ramón Castilla, presidente del Perú.
Es común, en ambas correspondencias, el espacio que destina al análisis de la situación política de Francia en el marco europeo –más explayado en las dirigidas al presidente peruano- de apreciable densidad y nitidez conceptual, que ratifican su lucidez mental pese al deterioro físico.
También es común su gratitud para con las gestiones y ofrecimientos que le hacen los dos mandatarios.
La carta del 11 de noviembre de 1848, dirigida a Castilla, contiene una apretada pero relevante “autobiografía” que merece una detenida relectura y que cierra así: “A la edad avanzada de setenta y un años, una salud enteramente arruinada y casi ciego, con la enfermedad de cataratas, esperaba, aunque contra todos mis deseos, terminar en este país una vida achacosa; pero los sucesos ocurridos, desde febrero, han puesto en problemas dónde iré a dejar mis huesos”.
Sería ocioso destacar la elocuencia lacónica de estas palabras y el drama que representan. Cuando se le presentaban propuestas para volver a alguna de las tres patrias que libertara, que lo esperanzaban, no pudo emprender el retorno al seno americano porque la muerte lo libró de todos sus afanes.
Una comisión de argentinos, en París, promovió y concretó, en 1909, la erección de una estatua ecuestre del Gran Capitán en Boulogne-sur-Mer, obra del escultor francés Henri Allouard. En el acto inaugural destacó la memorable pieza oratoria de Belisario Roldán: “Padre nuestro que estas en el bronce…!”
En carta a Balcarce, el señor Gerard había escrito: “Nos envanecía la posesión de un hombre de esa edad y un carácter tan grande bajo este techo que nos abriga. Esta casa estaba santificada a nuestros ojos.
El gobierno argentino, en 1926, adquirió la casa que fuera hogar postrero del Libertador”.
La iconografía ha fijado para siempre algunas instancias de aquella etapa de Boulogne-sur- Mer. La única fotografía del anciano, en esos años, es el daguerrotipo parisino de 1848.
Sobre él trabajó su aguafuerte Edmond Castan, difundiendo la imagen del gran viejo de cabeza blanca, algo ennegrecido todavía el bigote y las cejas,erguido en su asiento.
El retrato de Christiano Junior (c.1870) lo muestra con similar atuendo al del daguerrotipo. Hacia 1871, el italiano Epaminondas Chiama pintó a San Martín anciano luciendo traje militar. María Obligado de Soto y Calvo nos presentó un “San Martín en su lecho de muerte”.
Otra visión magnifica es la conocida de Antonio Alise, “San Martín en Boulogne-sur- Mer”, de pie sobre una roca, mirando el horizonte que clarea sobre el mar de la Mancha, en tanto el viento se engolfa en su capa negra. Simbólica es también “La visión de San Martín” de Luis de Servi, cuadro en el cual el anciano se ve rodeado por una nube que encierra esfumadas escenas de los momentos decisivos de su esforzada vida, como una objetivación de recuerdos que rondan y acompañan al olvidado en su ostracismo.
Sus enfermedades
En su larga vida, el general San Martín sufrió traumatismos y enfermedades. Con la aplicación correcta del método clínico se puede afirmar con bastante seguridad la patología que padeció.
Heridas
Fue herido en la mano y en el pecho cuando fue asaltado por bandoleros en la localidad de Cubo.
En la batalla de Albuera, la última en que participo San Martín en Europa, tuvo un enfrentamiento, cuerpo a cuerpo, con un oficial francés.
Fue herido en el brazo izquierdo: se supone que cubrió la estocada con ese miembro y con su espada atravesó a su oponente ante la vista de los soldados presentes.
En San Lorenzo fue herido en la cara: le quedó una cicatriz indeleble.
En el vuelco que sufrió en Falmouth, un vidrio lo hirió en brazo izquierdo, lesión que demoró mucho en curarse.
Ninguna de sus heridas tuvo repercusión ulterior para su salud.
Contusiones
En San Lorenzo sufrió el aplastamiento de una pierna y la contusión de un hombro, que se deduce fue el izquierdo.
Procesos infecciosos
Cuando San Martín desembarcó en el Perú y el ejército se instaló en el valle de Huaura, la tropa fue afectada por una violenta epidemia de paludismo y, en menor grado, de disentería.
San Martín no fue afectado por esta epidemia, pero tuvo vómito de sangre.
El Dr. Christmann sostiene, acertadamente, que el episodio era una reactivación de su mal crónico, la úlcera.
El prócer, acorralado por las dramáticas circunstancias que adquiría la guerra, hizo reposo de siete días, lapso exiguo para superar un episodio de tanta gravedad.
Después de su renuncia al poder, en Perú, y llegado Chile le afectó el reumatismo y concurrió tomar baños termales.
Además contrajo chavalongo, nombre vulgar de la fiebre tifoidea: el cuadro clínico que presentó fue similar al que habitualmente nos era familiar en época preantibiótica.
En 1832 una grave epidemia de cólera asoló Europa, incluyendo a Francia. San Martín y su hija no escaparon al flagelo.
En meduloso estudio el Dr. Christmann sostiene que no se trató del cólera epidémico, que es gravísimo, sino del cólera morbus-nostras esporádico, cuyo cuadro patológico es un proceso toxico- infeccioso con gran repercusión general y, en la parte digestiva, manifestado por una gastroenteritis con diarrea.
En la época de su padecimiento no se conocía la bacteriología (el vibrión colérico y el bacilo de la tuberculosis fueron descubiertos por Robert Koch en 1892). El agente etiológico pudo haber sido algún otro germen: este es el enigma que no puede ser dilucidado.
Lo único elocuente es el testimonio de San Martín con su referencia: “Me atacó del modo más terrible, que me tuvo al borde del sepulcro y me ha hecho sufrir inexplicables padecimientos”.
Afecciones respiratorias
a) Asma: sin ninguna duda San Martín padeció esta enfermedad.
Se inició en España en 1808 y el proceso fue diversamente interpretado pues, por la intensidad que adquirió, se vio obligado a pedir licencia.
No guardó el debido reposo y durante seis meses cumplió tareas administrativas.
Cuando se repuso, comunicó la mejoría al marqués de Coupigny y solicitó reintegrarse al ejército que comandaba el general Castaños, consignando que “la respiración ya me permite viajar”.
La frase empleada significa que el prócer tenía dificultad respiratoria y las vías bronquiales se habían estrechado: el proceso que padeció fue asma.
El primer acceso, ya regresado a su patria, lo tuvo en Tucumán cuando era jefe del Ejército del Norte.
El episodio fue coetáneo con el primer vómito de sangre.
A principios del siglo XIX no se tenía la menor noción de la etiopatogenia y la fisiopatología y, por supuesto, la terapéutica era nula, pero la entidad asma se conocía y el diagnóstico era fácil.
El asma que padeció el general San Martín debe encuadrarse en la variedad de la exoalergénica, pues se inició a los 30 años, y soportó accesos importantes que lo obligaron en ciertas oportunidades – estando en Mendoza- a pasar toda la noche sentado en una silla para poder respirar.
En Europa sus accesos se fueron espaciando y tuvo largas temporadas en que se vio libre de ellos. A pesar de tener que soportar grandes cambios climáticos y fríos intensos, por su oficio guerrero, nunca contrajo la bronquitis.
Otro dato confirma la presunción de asma exoalergénica. Es una noción clínica importante que el asma intrínseca y la tuberculosis se agravan a orillas del mar.
En 1834 San Martín fue a Dieppe a tomar baños y en la carta que dirigió a Guido le expresaba: “me han hecho el mayor bien”.
b) Tuberculosis: se pensó que San Martín padeció de tuberculosis pulmonar. El diagnóstico se basó en sus reiteradas enfermedades al pecho y sus vómitos de sangre, que se juzgaron como hemoptisis.
El primer episodio ocurrió en España, en 1808, y con una repetición ulterior cuando estuvo en Tucumán.
La hipótesis fue robustecida por el hecho de que efectuó una cura climática en Córdoba.
A esto se agregó la tuberculosis pulmonar que padeció su mujer, según algunos, adquirida por contagio de su marido.
La conclusión que San Martín estuvo afectado de tuberculosis es errónea: juicios sensatos y la documentación existente así lo prueban.
Cuando San Martín padeció desde 1808 el asma, tuvo una larga convalecencia que despertó la sospecha de una bacilosis.
La suposición de una tuberculosis queda descartada, pues cuando pidió la baja del ejército se deja constancia que tiene una fuerte complexión y una salud robusta.
Por otra parte, la carta que el cirujano del ejército Dr. Juan Isidro Zapata dirigió a Tomás Guido el 16 de julio de 1817, es terminante para reafirmar dos conceptos: el general San Martín antepuso el deber y su patria a su propia existencia y sus enfermedades y, segundo, que fue decisiva la influencia del sistema nervioso en la renuencia y agravación de sus males.
Desde el punto de vista semiológico, no establece de dónde provenía el “hematíe”, nombre que en la época se daba a la sangre azul expulsada por la boca.
El texto no discrimina si se trataba de una hemoptisis o una hematemesis, en que la sangre proviene del pulmón o del estómago, respectivamente.
Para que fuera una hemoptisis le falta un cortejo sintomatológico característico que no se halla en la descripción de Zapata.
En la hematemesis, la iniciación y la terminación de la hemorragia son bruscas: en esta condición encuadra la pérdida de sangre del general San Martín.
Mitre y Rojas emitieron este juicio: padeciendo una tuberculosis, enfermedad astenizante, crónica a rebrotes evolutivos que llevan a la caquexia, San Martín no habría podido soportar los intensos fríos y escalar altas montañas.
En los diez años de su trajinada vida militar, aún enfermo, no descansó un solo día (Rojas), y Ruiz Moreno agregó: “no existe documento que consigne que tuvo fiebre, tos y expectoración”.
Por todo ello, la tuberculosis pulmonar debe descartarse.
Reumatismo
Es indiscutible que San Martín tuvo numerosos ataques reumáticos: se calculan unos diez o doce los sufridos durante su vida.
El Dr. Aníbal Ruiz Moreno ha realizado al respecto un exhaustivo trabajo.
Por su autoridad y el acierto de sus consideraciones, resumimos sus conclusiones: se sabe que el día de la Batalla de Chacabuco el general San Martín estaba aquejado de un ataque reumático-nervioso que apenas le permitía mantenerse a caballo.
En una carta que dirigió al congresal Tomás Godoy Cruz, le expresaba: “mi salud está arruinada”.
Ruiz Moreno hace consideraciones exactas por las que se puede descartar la fiebre reumática, que es más frecuente en los adolescentes y ataca en un alto porcentaje al corazón. Se puede afirmar que el prócer no padeció del corazón, pues no hubiera podido soportar los esfuerzos a que sometió su organismo.
También excluyo la artritis reumatoide, que es deformante y hubiera dejado secuelas que habrían sido exteriorizadas en los cuadros que se pintaron y, principalmente, en el daguerrotipo de 1848, dos años antes de su muerte.
Patología del aparato digestivo
Padeció de úlcera, gastritis, hemorroides gangrenadas y estreñimiento. Nos detendrá el estudio de la úlcera; la gastritis no está confirmada, pero se la sospecha por la confesión del prócer, que comía sólo “para no tentarme con los manjares y la debilidad de mi estómago”.
La úlcera fue la principal patología de San Martín, desde 1814, en que una hematemesis marcó la iniciación clínica, hasta el 17 de agosto de 1850, en que una nueva hemorragia lo llevó al deceso.
La semiología exigida para formular el diagnóstico de úlcera está ampliamente reunida en la sintomatología que padeció el general San Martín, con una cronología perfecta:
a) Tuvo períodos de reposo de su lesión, en que se encontró bien;
b) períodos de actividad: ya hemos referido las gastralgias repetidas.
Dolores que fueron cíclicos con las comidas, o sea, que tuvieron ritmo diario y que se deducen por la confesión del prócer en la carta dirigida a Guido en 1845, en que manifestaba: “cerca de cuatro meses de continuos padecimientos en que no podía tomar el menor alimento sin que, a la hora, me atacasen cólicos sumamente violentos”.
c) Dolores ultratardíos: los presentaba a las cuatro de la madrugada (probablemente lo despertaban), tomaba un brebaje para calmarlos y, desde ese momento, comenzaba las tareas del día.
Ceballos los interpretó como dolores en ayuna.
d) Periodicidad anual: lo refleja la circunstancia que repitiera, casi anualmente, épocas libres de síntomas.
Fue la sintomatología que experimentó en Europa, especialmente entre 1841 y 1850. En 1847, en la carta a Guido del 27 de diciembre, hace referencia a los “tres ataques nerviosos” (así llamaba a sus episodios de dolor gástrico), y en la que le enviara un mes después expresaba: “yo me hallaba batallando con mi periódico dolor de estómago”.
Si alguna duda quedara, debemos remontarnos al año 1821 en que, durante su estadía en el Perú, su úlcera tuvo dos empujes evolutivos en ese año, confirmados por menciones realizadas al respecto en la correspondencia del prócer al general chileno Luis de la Cruz y a su amigo el general O’Higgins.
Complicaciones
En el caso de San Martín, estuvieron representadas por las hemorragias y la fiebre.
Las hemorragias fueron muy importantes y pusieron en peligro su vida.
Es interesante recordar algunos episodios, como el primero, sufrido en Tucumán, y los reiterados que tuvo en Mendoza.
El 1º de enero de 1816 año de la reunión del Congreso de Tucumán, lo sorprendió con otro episodio.
El Libertador lo menciona en la carta a Godoy Cruz: “un furioso ataque de sangre y en consecuencia una extrema debilidad me han tenido 19 días postrado en mi cama”.
Ya fue mencionada la hemorragia padecida en el Perú y la última que le llevó a la muerte, merecerá una consideración especial.
Cabe una pregunta: ¿La úlcera fue gástrica o duodenal?
Sin la documentación incontrastable de la radiología o de la autopsia, para afirmar la localización, todas las consideraciones son elucubraciones y no se puede emitir una afirmación categórica.
No obstante, nos inclinamos por la implantación duodenal.
Manifestaciones nerviosas: San Martín padeció de insomnio, excitaciones nerviosas y temblor de la mano derecha.
Las causas de estos padecimientos deben buscarse en las largas y agotadoras jornadas de trabajo, sus preocupaciones y sus disgustos.
Respecto del insomnio, dijo: “Lo que no me deja dormir no son los enemigos, sino cómo atravesar esos inmensos montes”.
En 1818 padeció un temblor en la mano derecha que le impedía escribir.
La manifestación no ha tenido explicación y probablemente no la tendrá nunca. Por otra parte fue transitoria.
También sus enfermedades dejaron su marca. En la carta que en 1837 dirigió a su gran colaborador Toribio de Luzuriaga, le refería: “Desde el año ‘33, en que fui atacado de cólera, me quedó una enfermedad de nervios que me ha tenido varias veces a las márgenes del sepulcro; en el día me encuentro restablecido a beneficio de los aires del campo en donde vivo y, más que todo, a la vida enteramente aislada y tranquila que sigo”.
Es muy difícil ubicar semiológicamente a esa manifestación; de la misma opinión es Ruiz Moreno.
Es razonable pensar que la acción tóxica de las infecciones que sufrió pudo gravitar sobre el cerebro.
Tampoco surge la luz de las mismas descripciones de San Martín, pues a los espasmos de su úlcera los ha descrito como cólicos sumamente violentos o ataques nerviosos al estómago, y la consecuencia es una gran debilidad con desarreglo de funciones.
El mismo prócer percibió que le producía un estado muy irritable.
La explicación de las manifestaciones nerviosas de San Martín debe buscarse en las toxemias que sufrió su cerebro con los procesos infecciosos que soportó, en sus tensiones síquicas, en lo mucho que sufrió física y moralmente, en sus largas jornadas de trabajo y en la responsabilidad que cargó sobre sus hombros.
No debe haberse inmutado en el fragor del combate, pues él era un guerrero, pero su espíritu sensible se sacudió más de una vez frente al cuadro de desolación y muerte que ante su vista ofrecía el campo de batalla.
Cataratas
Le afectaron en el último lustro de su existencia.
Un año antes de su fallecimiento fue operado, con un pobre resultado.
Perdida la esperanza de recuperar la visión, se acentuó su carácter melancólico y taciturno, prefiriendo el aislamiento y la soledad.
Según el concepto actual, la patología que afectó al general San Martín fue de las enfermedades de la civilización.
Por lo menos cuatro de ellas encuadran dentro de este concepto: el asma, el reumatismo, la úlcera y las manifestaciones nerviosas.
El paradigma de las enfermedades de la civilización, que magistralmente analizó y difundió el Dr. Mariano R. Castex, es la úlcera, especialmente con implantación duodenal.
Causas del fallecimiento
Se debió a una hemorragia cataclísmica, consecuencia del empuje de su úlcera.
Se han formulado varias hipótesis:
1) Por claudicación del ventrículo derecho, en un corazón pulmonar crónico, consecutivo a una fibrosis pulmonar postuberculosis.
San Martín no tuvo tuberculosis ni tampoco fibrosis, que es una causa muy infrecuente de hipertensión pulmonar y de corazón pulmonar crónico.
Jamás San Martín tuvo insuficiencia cardíaca; no existe ninguna referencia que se le hincharan los pies.
2) Por muerte cardíaca:
a) Por infarto: surge de la referencia de Mitre que San Martín, cuando el 6 de agosto se encontraba frente al canal de la Mancha, se llevó la mano al pecho.
El prócer pudo haber tenido un angor o bien un episodio de disnea debido a su anemia, que era indudable, pues le faltaban las fuerzas y su debilidad fue creciente.
En ese estado pudo haber sufrido cualquiera de los dos síntomas, pero fueron pasajeros pues no se hace otra mención en los diez días finales.
b) Por hipertrofia cardíaca: sugirió esta causa Mr. Gérard, abogado.
El diagnóstico en esa época, en ausencia de rayos X, se hacía con la percusión, método falaz muy poco empleado.
c) Por rotura de un aneurisma: formularon esta sugerencia autores como Mitre y Otero.
La rotura conforma un síndrome perforativo, y el dolor que produce es violentísimo (llamado en puñalada): el dolor que tuvo San Martín fue el habitual, localizado en el epigastrio, y repetimos la descripción del prócer: “yo me hallaba batallando con mi periódico dolor de estómago”.
En el episodio final tuvo una alcamia y luego reagudizó con intensidad.
El dolor debido a perforación de un aneurisma no da tregua al paciente y la intensidad es creciente. Las hipótesis por muerte cardíaca deben desecharse, no resistiendo el análisis clínico.
3) Por cáncer: insinuaron esta posibilidad distinguidos médicos que, seguramente, fundamentaron el diagnóstico en la inapetencia y la delgadez de San Martín.
En los períodos evolutivos de su úlcera, su estado se alteraba ostensiblemente.
En 1819 el comerciante y viajero inglés Samuel Haigh ha dejado una descripción magistral del estado de salud de San Martín: “encontré al héroe de Maipú en su lecho de enfermo y con un aspecto tan pálido y enflaquecido que, a no ser por el brillo de sus ojos, difícilmente lo habría reconocido; me recibió con una sonrisa lánguida y extendió la mano sudorosa para darme la bienvenida”.
La inapetencia sigue repetida en la carta a O’Higgins y en la referencia de Iturregui y Valdés Carrera.
En los períodos de remisión experimentaba una excelente recuperación: así lo conoció Alberdi.
Pero en Europa, la inapetencia fue casi permanente y veinte o más años es un lapso demasiado prolongado para un cáncer.
A veces limitaba su alimentación por temor a los dolores.
Además, si bien tenía inapetencia y comía moderadamente, no tenía repugnancia ni aversión electiva por ningún alimento.
Este dato está bien documentado en el relato de Mariano Balcarce, sobre su última comida: si bien frugalmente, comió sin repugnancia.
Por otra parte, un canceroso entra en un estado de caquexia progresiva; en el último mes queda confinado al lecho y, en algunos casos aparece el clásico edema de hambre que presagia un fin.
La hipótesis de la muerte por cáncer también debe ser descartada.
4) Por complicación de su úlcera.
En su caso son dos las posibles complicaciones: la perforación y la hemorragia.
Por diversas consideraciones clínicas, la perforación debe descartarse.
La hemorragia fue la causa final de la muerte de San Martín y no la pueden explicar quienes se han limitado a informarse por el relato de Félix Frías.
Augusto Barcia Trelles dice textualmente: “Eran las dos de la tarde cuando San Martín se sintió atacado por las torturas de las gastralgias y presa de un frío que paralizaba la sangre”.
Fue colocado sobre el lecho de su hija, que lo abrazó con enorme emoción.
San Martín, acariciándola, le dijo: “Mercedes, ésta es la fatiga de la muerte”, y volviéndose hacia Balcarce, con una terrible fatiga que llegaba a dificultar la emisión de su voz le dijo, casi deletreándolas, estas cuatro palabras: “Mariano a mi cuarto”.
No transcurrió un minuto y el cuerpo de San Martín sufrió una fuerte sacudida. EI Había muerto a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850!
Esta sucinta descripción está tomada de textos de Frías, Gérard, Vicuña Mackenna, Rosales y Otero. El frío que paralizaba su sangre, según Barcia Trelles, o el frío glacial que comenzó a discurrir por sus extremidades, según Otero, constituyeron la base para fundamentar el diagnóstico del shock hemorrágico final. Podemos hacer un resumen de la sintomatología que experimentó el general San Martín: es una página del libro de la patología ulcerosa, con sus tres períodos: de reposo, de actividad y de complicaciones.
En el primero, libre de síntomas, debió cuidar su alimentación para no provocar la exacerbación de la úlcera: ello explica que comiera solo, para no tentarse con manjares.
En el segundo, vivió atormentado por los dolores que duraron semanas y, a veces, sobrepasaron el mes.
Esos períodos alternaron con otros de acalmia.
En el tercer período, que es variable para cada paciente, nunca tuvo un síndrome pilórico, aunque algunas veces tuvo vómitos.
La complicación se presentó con las hemorragias que iniciaron la escena clínica de 1814 y la final, cataclísmica, que lo llevó a la muerte el 17 de agosto de 1850.
Fuente
Barcia, Pedro Luis – Alejandro Aguado: amigo y protector.
Barcia, Pedro Luis – Final en Boulogne-Sur-Mer.
Barcia, Pedro Luis – Los años de Grand Bourg.
Bernard, Tomás Diego – San Martín en Francia.
Busaniche, José Luis – Relatos de contemporáneos.
Dreyer, Mario S. – Las enfermedades del viejo guerrero.
Furlong, Guillermo – La tierra natal.
Guerrero, César H. – Aquí yace Remedios de escalada.
Guillen Salvetti, Jorge – A bordo de la Santa Balbina.
Instituto Nacional Sanmartiniano.
Labougle, Horacio – San Martín en el ostracismo: sus recursos.
Luzuriaga, Aníbal Jorge – El comienzo del destierro.
Mayochi, Enrique Mario – El solar nativo.
Mayochi, Enrique Mario – Las nietas del general San Martín.
Mayochi, Enrique Mario – Mercedes: La hija del Libertador.
Mayochi, Enrique Mario – Retorno al país nativo.
Mitre, Bartolomé – Enfermedades de San Martín.
Mitre, Bartolomé – Las misiones jesuíticas secularizadas.
Mitre, Bartolomé – Muerte de San Martín.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Pettenghi, José – La familia de San Martín en Cádiz.
Piccinali, Juan – La vuelta de San Martín.
Torre Revello, José A. – Sus padres y hermanos.
Villegas, Alfredo G. – La familia de San Martín en Málaga.
Villegas, Alfredo G – Los San Martín y los Matorral.
Yaben, Enrique – Remedios de Escalada de San Martín.
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