sábado, 3 de septiembre de 2011

MANUEL J. CASTILLA

Manuel J. Castilla nació en la casa ferroviaria de la Estación de Cerrillos (Salta), el día 14 de agosto de 1918.


Realizó estudios primarios en la Escuela Zorrilla para luego estudiar el secundario en el Colegio Nacional de su provincia natal.


Se dedicó al periodismo y las letras.


Es uno de los escritores fundadores del grupo "La Carpa".


Además de sus colaboraciones en diarios y revistas nacionales, publicó los siguientes poemarios:



Agua de lluvia (1941), Luna Muerta (1944), La niebla y el árbol (1946), Copajira (1949,1964, 1974), La tierra de uno (1951, 1964), Norte adentro (1954), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Amantes bajo la lluvia (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), Tres veranos (1970), El verde vuelve (1970) y Cantos del gozante (1972), Triste de la lluvia (1977), Cuatro Carnavales (1979). También publicó un texto en prosa: De solo estar (dos ediciones en 1957) y el libro Coplas de Salta (1972, con prólogo y recopilación de Castilla).



En 1957 obtuvo el Premio Regional de Poesía del Norte (trienio 1954-56, Dirección General de Cultura de la Nación), por su libro Norte adentro fue galardonado con el Premio "Juan Carlos Dávalos" para obras de imaginación en la producción literaria (trienio 1958-60, Gobierno de Salta) por el poemario El cielo lejos, y con el Premio del Fondo Nacional de las Artes (Mendoza, Trienio 1962-64) por su libro Bajo las lentas nubes.


En 1967 recibió el Tercer Premio Nacional de Poesía por su obra Posesión entre pájaros.


Entre otras de sus más importantes distinciones se incluyen el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1973), el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (trienio 1970-72) y el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (trienio 1973-75).


Falleció en Salta, el 19 de julio 1980 por razones de diabetes.


En la escritura de Manuel J. Castilla convergen narración, poesía y mito.


En el libro De sólo estar, la estructura prosaica y la intensidad lírica condensan la presencia de los mitos del tiempo y del carnaval.


La línea de conciencia social trazada por Castilla en su producción lírica y narrativa es fundante en la literatura del NOA y posteriormente otros escritores retomarán esa problemática, como Héctor Tizón, Daniel Moyano, Francisco Zamora o Carlos Hugo Aparicio.


EL GOZANTE


Me dejo estar sobre la tierra porque soy el gozante.


El que bajo las nubes se queda silencioso.


Pienso: si alguno me tocara las manosse iría enloquecido de eternidad,húmedo de astros lilas, relucientes.


Estoy solo de espaldas transformándome.


En este mismo instante un saurio me envejece y soy leña y miro por los ojos de las alas de las mariposas un ocaso vinoso y transparente.


En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho.


De mi nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego con rocío.


Sé que en este momento, dentro de mí,nace el viento como un enardecido río de uñas y de agua.


Dentro del monte yazgo preñado de quietudes furiosas.


A veces un lapacho me corona con flores blancasy me bebo esa leche como si fuera el niño más viejode la tierra.


De cara al infinitosiento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.


Si se me antoja, digo, si esperase un momento,puedo dejar que encima de mis inglesamamante la luna sus colmillos pequeños.


Zorros la cola como cortaderas,gualacates rocosos,corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,garzas meditabundas yararás despielándose, acatancas rodando la bosta de su mundo,todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste nada y mi alegría.


Después, si ya estoy muerto,échenme arena y agua.


Así regreso



LA POMEÑA


Eulogia Tapia en La Poma


al aire da su ternura


si pasa sobre la arena


y va pisando la luna.



El trigo que va cortando


madura por su cintura.


mirando flores de alfalfa


sus ojos negros se azulan.


El sauce de tu casa


está llorando


porque te roban, Eulogia


carnavaleando.


La cara se le enharina,


la sombra se le enarena


Cantando y desencantando


se le entreveran las penas.


Viene en un caballo blanco


la caja en su mano tiembla


y cuando se hunde en la noche


en una dalia morena.


LETRA: Manuel J. Castilla


MÚSICA: Gustavo (Chuchi) Leguizamón


El otro perfil del "Barba" Castilla


“Es el poeta que menos murió al morir”


Mucho me costó hilvanar las palabras para tributar mi homenaje al “Barba” Castilla,


¡Oh…, sorpresa!, anotado en el Registro Civil, al igual que su acta bautismal como “Manuel José Castilla”, en el veintitrés aniversario de su desaparición física.


Así como me produjo algunos inconvenientes para esbozar los pensamientos para volcarlos al papel


-en este caso que me brotaban del corazón-, algo parecido se me presentó con respecto al título que debía aplicar a esta nota.



Recordé, tras mucho divagar, de una frase del célebre poeta, novelista y ensayista francés Guillaume Apollinaire, el seudónimo de Wilhelm Apollinaire de Kostrowitsky (1880-1918).


“Es el poeta que menos murió al morir”


A este grande de las letras argentinas lo conocí desde que me vestían con pantalones cortos en el desaparecido diario “El Intransigente”, donde mi padre ocupaba la subdirección desde los veintidós años, secundándolo a David Michel Torino.


Fui creciendo y siempre admirando a este ejemplar que interrumpía su teclear en la negra “Rémington” para acariciarse su barba y levantarse los cabellos que se le caían sobre la frente.


Veintitrés años han pasado y su obra se mantiene fresca y vigente.


La voz del poeta que se silenció el l9 de julio de 1980 es oída casi con la misma intensidad con que recitaba sus versos con sus compañeros de la redacción del diario, en las trasnochadas reuniones con los vates junto a Juan Carlos Dávalos, o en las carpas de su Cerrillo natal.


El “Barba” hacía bizarría de su ingenio.


Por los avatares políticos en cierta oportunidad el gobierno, a los efectos de silenciar la constante oposición que le hacía la publicación, dispuso el traslado de todos los periodistas y gráficos para prestar declaración ante el Congreso de la Nación al sentirse un legislador “tocado” por un artículo del diario.


La censura no tuvo efecto a raíz que se contrataron linotipistas y armadores de otras provincias y el material periodístico era escrito por estudiantes, amigos y distinguidos profesionales.


Aquí aparece la chispa de Manuel.


Parodiando a una canción de moda escribió lo siguiente:


“Adiós muchachos ya me voy para Devoto…


frente a la cana, me silva el coto”.


Años después fue clausurado “El Intransigente” y cambió el bullicio de las rotativas para dedicarse a vender choclos y zapallos frente a la plaza “9 de Julio”y a escasos metros del Cabildo Histórico, sitio que era rodeado por prestigiosos escritores del momento y de sus hijos que heredaron su veta literaria..


En 1956, “El Intransigente” vuelve a vocearse por las calles de Salta y el destino me lleva a ser compañero del Barba Castilla, junto a Raúl Aráoz Anzoátegui; Aristóbulo Wayar, Ervar Gallo Mendoza, Miguel Ángel Pérez, Walter Adet, Jacobo Regen, Víctor Abán., Benjamín Toro y Luis Andolfi.


Por mi juventud era mimado por el poeta, autor de numerosas obras que lo hicieron acreedor de importantes premios.


Entre los libros editados se puede mencionar, entre otros: “Agua de lluvia”, “La niebla y el árbol”, Copajira”, “La tierra de uno”, “Norte adentro”, “El cielo lejos”, “Bajo las lentas nubes”, “Cantos del gozante” y “Tres veranos”.


Al mediodía con un “vamos changuito” partíamos a comer picante de panza con algunos compañeros de la mesa de redacción al boliche de “Balderrama”, siendo los únicos privilegiados entre los parroquianos -en su mayoría obreros y aurigas de coches de plaza-, de comer con improvisados manteles productos de tiras de papel que extraíamos de las bobinas de nuestra fuente de trabajo.


Interpreto, con toda modestia, que expuse otra faceta de Manuel J. Castilla, propietario de una particular singladura literaria y muy poca conocida.


Andrés Mendieta


EL UNIVERSO DE MANUEL J. CASTILLA


Son tan vigentes la vida y la obra de Manuel J. Castilla que, estoy seguro, a nadie le parece que ya hacen veinte años de la muerte de la primera, pues, la segunda está naciendo todavía.


Tanto que ambas, la vida y la obra, siguen siendo fuentes de estudios investigativos, de conclusiones diferentes y de infalibilidad equivocadas.


Quien más, quien menos, ha hecho su mundo propio del mudo literario o vital de Manuel José Castilla.


Y todos son válidos, porque la cotidianeidad y el texto poético del hombre y del autor literario son tantos como interlocutores tengan sus días y de sus versos.


Permítaseme, entonces, entre tantas experiencias que el hombre y el poeta de “Andenes al ocaso” tuvo con amigos, con la gente y hasta con personajes extraños, que yo intente la confidencia de mi propia experiencia con Manuel J. Castilla y su relación con nombres y cosas que identifican y determinan el protagonismo de distintas generaciones en una misma época.


Acaso porque es inevitable decir su nombre sin que, simultáneamente, nuestra memoria no convoque también a otros nombres relacionados con hechos concretos del movimiento cultural de Salta y la Argentina.


Es que Manuel J. Castilla, como muy pocos fue un aliento receptivo e impulsor de vocaciones y proyectos, pronto a crear las posibilidades del universo creativo de las acciones edificantes del ideario artístico y social proyectado a mejorar el espacio y el tiempo externo e interno de SaltaMás allá de los ensayos que se ocuparon de analizar los más recónditos motivos lingüísticos y antropológicos de su poesía, de los “ismos” y las ecuaciones semánticas y dialécticas, la conciencia popular aún no tiene conocimiento de lo que el hombre, el poeta hacía pensando en la dignificación de su pueblo, no sólo a través de la literatura y de su cancionística, sino alegre y preocupadamente hundido en la diaria necesidad ontológica de las personas.


Cualquier hecho intrascendete le significaba a Manuel Castilla la imprescindible oportunidad pedagógica para aplicar su didáctica en pro de aprender, o enseñar a la gente.


La conversación con un carnicero podría convertirse de pronto en un compendio fundamental e instructivo para no equivocarnos en el corte, el tiempo de cocción y la textura del punto exacto de los más exquisitos platos con carne vacuna y, a la vez, saber la geografía productiva de la ganadería del mundo y su referencia a los climas de Salta según la tonada y el número de versos de esa o aquella copla perteneciente a tal o cual región de la provincia.


Claro, ningún académico o intelectual puede ocuparse de esta supuesta siempre menor de Manuel Castilla, como también es cierto que la mayoría de los académicos e intelectuales no poseen la virtud de relacionar el común de los días de un poeta con la higienización de la sociedad, como lo quería Octavio Paz, por intermedio de su constante creativa, ya que el verdadero artista jamás abandona su proceso creador.


Es evidente que a todo esto, Castilla lo sabía. Su poder de observación no cesaba.


Un apellido, un oficio, la manera de caminar de un desconocido le indicaba un origen, la costumbre de alguna región y, siempre, su memoria escarbando la historia o los modos de la tradición.


De la tradición del hombre, quiere decir, que al fin y al cabo es el que hace, soporta y cambia todas las tradiciones.


Era imposible que un lustrabotas no saliese con unas monedas de más en el bolsillo y algún texto en sus oídos referente a su trabajo o al sueño inalcanzable que el propio lustrín le confiaba, o que al otro día se hallara con el cuerpo de la promesa hecha, ya fuese un libro, un par de medias o el pasaje para ir a ver a su madre a Morillo; hasta los gatos de Cacho Aramayo lo saben.


Alguna vez dije que la anécdota es una caricatura de la vida, sigo sosteniendo lo mismo, porque en Manuel Castilla las anécdotas son las que le inventaron quienes quisieron encontrarle solemnidad, complejidades psicofilosóficas o encasillamientos sociológicos; en realidad, Manuel Castilla era así, vivió aplicando su conocimiento, trabajando siempre en su raíz intuitiva sin explicar sus frutos.


Porque sabía que lo simple viene de lo práctico, Castilla prefirió la sencillez de la sabiduría.


Por eso siempre abrió las puertas de su casa, nos prestó su biblioteca y hasta arriesgó sus propios poemas a nuestras correcciones.


Para eso tuvimos que ser sobrevivientes de su crítica, de su razón tan bien intencionada que no pocos le debemos el nombre en letras de molde o la vigencia de algún cuarto de página.


Castilla fue aliento y desafío ante el emprendimiento infinito que significa el intento de cualquier obra artística, pero también doloroso rigor ante los balbuceos del alma


Jamás dejó de conversar la poesía, de sugerirnos la poética de la vida y de prevenirnos el riesgo de soportarlo todo, incluso el desprecio de nuestros propios seres queridos.


Y así supimos compartir su mesa y, por supuesto, la honra de su trabajo en la comida.


Lo mismo que su trascendencia y la magnitud de su obra, hasta sus recopilaciones de coplas populares ya no le pertenecen.


Cantó al hombre y a la esencialidad latinoamericana, a la soledad y a las adversidades e injusticias propias y ajenas.


Con su ser, de naturaleza a naturaleza fue tatuando su sentido de muerte, la médula de su estética.


Sin embargo, todo artista permanece en su origen


Acaso por lo mismo, Manuel Castilla siempre creyó que en cada persona existe un original que es necesario educar y desarrollar para alegrar y hacer menos dramática la existencia de la especie humana.

Hugo Roberto Ovalle-El Tribuno 21-07-2000

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