viernes, 7 de enero de 2011

LA ADORACION DE LOS TRES REYES MAGOS

El efluvio de resplandor se hace más vivo.
La estrella se detiene encima de la casita que está situada en el lado más corto de la plazuela.
Ni los que en aquélla habitan ni los betlemitas la ven, pues están durmiendo en sus casas cerradas.
Pero la estrella acelera sus latidos de luz; su cola vibra y ondula más intensamente trazando casi semicírculos en el cielo, que se ilumina todo por la red de astros que la estrella arrastra, por esta red llena de joyas resplandecientes que tiñen de los más hermosos colores a las otras estrellas, casi como si les transmitieran una palabra de alegría.

La casita ahora está toda bañada de este fuego líquido de gemas.
El techo de la breve terraza, la escalerita de piedra oscura, la pequeña puerta… todo es como un bloque de pura plata sembrado todo de polvo de diamantes y perlas.
Ningún palacio de la Tierra ha tenido jamás, ni la tendrá, una escalera como ésta, hecha para recibir el paso de los ángeles, para ser usada por la Madre que es Madre de Dios; sus pequeños pies de Virgen Inmaculada pueden apoyarse sobre ese cándido esplendor, esos sus pequeños pies destinados a descansar sobre los escalones del trono de Dios.
Y, sin embargo, la Virgen está ajena de ello; Ella vela orante junto a la cuna de su Hijo.
En su alma tiene resplandores que superan a éstos con que la estrella embellece las cosas

Por la calle principal avanza una caravana.
Caballos enjaezados, caballos guiados de las riendas, dromedarios y camellos montados o que transportan su carga.
El sonido de los cascos produce un rumor como el del agua de un torrente cuando roza las piedras y choca contra ellas.
Llegados a la plaza, todos se detienen. La caravana, bajo la luz radiante de la estrella, tiene un esplendor fantástico.
Los jaeces de las riquísimas cabalgaduras, los indumentos de sus jinetes, las caras, los equipajes… todo resplandece, uniendo y avivando su brillo de metal, de cuero, de seda, de piedras preciosas, de pelaje… con el brillo estelar.
Y los ojos relucen, y ríen las bocas, porque en los corazones se ha encendido otro fulgor: el de una alegría sobrenatural.

Mientras los siervos se encaminan hacia el caravasar con los animales, tres de la caravana se bajan de sus repectivas cabalgaduras; un siervo las conduce inmediatamente a otra parte, y ellos, a pie, se dirigen hacia la casa.
Se postran, rostro en tierra, para besar el suelo. Son tres potentados, a juzgar por sus riquísimas vestiduras.

Uno de ellos, de piel muy oscura, que se ha bajado de un camello, se arropa con una toga de cándida seda esplendente; ciñen su frente y su cintura preciosos aros; del de la cintura pende un puñal o una espada, cuya empuñadura está cuajada de gemas.
Los otros dos, que montaban espléndidos caballos, están vestidos así: uno, de paño de rayas bellísimo en que predomina el color amarillo, elaborado a manera de dominó, largo, ornado con capucha y cordón, tan recamados que parecen una única labor de filigrana de oro; el otro lleva una camisa sedeña, que, formando bolsas, sobresale del pantalón amplio y largo ceñido a los pies, y va envuelto en un finísimo chal, tan ornado todo él de flores y tan vivas éstas, que asemeja a un jardín florido, y lleva en la cabeza un turbante sujetado por una cadenita, toda ella con engastes de diamantes.

Tras haber venerado la casa en que está el Salvador, se ponen de nuevo en pie y se dirigen al caravasar, ya abierto a los pajes que se habían adelantado para llamar a la puerta.

Y aquí cesa la visión. 5 Tres horas después vuelve: es la escena de la adoración de los Magos a Jesús.

Ahora es de día.
Un hermoso Sol resplandece en el cielo de la tarde.
Un paje de los tres Magos cruza la plaza y sube la escalerita de la casa. Entra.
Vuelve a salir.
Regresa a la posada.

Salen los tres Sabios, cada uno seguido de su propio paje.
Atraviesan la plaza.
Los escasos transeúntes se vuelven a mirar a estos pomposos personajes que pasan muy lentamente, con solemnidad.
Entre cuando el paje ha entrado y la entrada de éstos, ha transcurrido ampliamente un cuarto de hora; los habitantes de la casita así han podido prepararse para recibir a los que llegan.

EL POEMA DEL HOMBRE-DIOS

Los tres están vestidos aún más ricamente que la noche precedente.
Las sedas resplandecen, las gemas brillan, un gran penacho de preciosas plumas, sembrado de escamas aún más preciosas, ondula trémulo e irradia destellos sobre la cabeza del que lleva el turbante.

Los pajes llevan: uno, un cofre todo taraceado, cuyos refuerzos metálicos son de oro burilado; el segundo, una labradísima copa, cubierta por una aún más labrada tapa, toda de oro; el tercero, una especie de ánfora ancha y baja, también de oro, cubierta con una tapa en forma de pirámide en cuyo vértice hay un brillante.
Debe pesar, pues los pajes lo llevan con esfuerzo, especialmente el del cofre.

Suben por la escalera y entran.
Entran en una habitación que va de la parte de la calle al dorso de la casa.
Por una ventana abierta al sol, se ve el huertecillo posterior.

Hay puertas en las otras dos paredes; desde ellas los propietarios curiosean.
Estos son: un hombre, una mujer y, entre jovencitos y niños, tres o cuatro.

6 María está sentada con José, en pie, a su lado.
Tiene al Niño en su regazo.
No obstante, cuando ve entrar a los tres Magos, se levanta y hace una reverencia.
Está toda vestida de blanco.
¡Qué hermosa, con su sencillo vestido blanco que la cubre desde la base del cuello hasta los pies, desde los hombros hasta sus delgadas muñecas; qué hermosa, con su cabeza pequeña coronada de trenzas rubias, con ese rostro suyo más vivamente rosado por la emoción, con esos ojos que sonríen dulcemente, con esa su boca que se abre para saludar diciendo:
«Dios sea con vosotros»!
Tanto es así, que los tres Magos, impresionados, se detienen un instante.
Pero luego caminan otro poco y se postran a sus pies.
Y le ruegan que se siente.

Ellos no, no se sientan, a pesar de los ruegos de Ella; permanecen de rodillas, relajados sobre los talones.
Detrás, también de rodillas, los tres pajes; se han detenido apenas traspasado el umbral de la puerta, han depositado delante de ellos los tres objetos que llevaban y están esperando.

Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que puede tener de nueve meses a un año, pues su aspecto es muy vivaz y pujante; está sentado sobre el regazo de su Mamá, y sonríe y balbucea con una vocecita de pajarillo.
Está vestido todo de blanco como su Mamá; en sus diminutos piececitos, unas pequeñas sandalias.
Es un vestidito muy sencillo: una tuniquita de la que sobresalen los bonitos piececitos inquietos y las manitas gorditas que querrían agarrar todas las cosas, y, sobre todo, la lindísima carita en que brillan los ojos azul oscuros y la boca hace hoyitos a los lados riendo y descubriendo los primeros dientecitos diminutos. Los ricitos de Jesús son tan lúcidos y vaporosos, que parecen polvo de oro.

El más anciano de los Sabios toma la palabra en nombre de los tres, para explicarle a María que durante una noche del pasado diciembre vieron encenderse una nueva estrella en el cielo, de inusitado esplendor.
Jamás las cartas del cielo habían registrado ese astro, jamás lo habían mencionado.
No se conocía su nombre, porque no lo tenía.
Nacida, entonces, del seno de Dios, esa estrella había brillado para manifestar a los hombres una bendita verdad, un secreto de Dios.
Pero los hombres no le habían prestado atención, porque tenían hundida el alma en el fango; no alzaban la mirada hacia Dios y no sabían leer las palabras que El escribe –alabado sea eternamente por ello– con astros de fuego en la bóveda del cielo.

Ellos la habían visto y se habían esforzado por entender su voz.
Y, perdiendo contentos el poco sueño que concedían a sus miembros, y aun olvidándose del alimento, se habían sumido en el estudio del zodiaco; las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían dicho el nombre y el secreto de la estrella.
Su nombre: "Mesías"; su secreto: "ser el Mesías venido al mundo".
Y se habían puesto en camino para adorarle. Cada uno de ellos sin que los otros lo supieran.
Por montes y desiertos, por valles y ríos, viajando incluso durante la noche, habían venido hacia Palestina, porque la estrella se movía en esa dirección.
Para cada uno de ellos, desde tres puntos distintos de la tierra, se movía en esa dirección.
Se habían encontrado después del Mar Muerto.
La voluntad de Dios los había reunido allí, y juntos habían continuado, comprendiéndose a pesar de que cada uno hablaba su propia lengua, y comprendiendo y pudiendo hablar la lengua del país por un milagro del Eterno.

Juntos se habían dirigido a Jerusalén, dado que el Mesías debía ser el Rey de esta ciudad, el Rey de los judíos; pero en el cielo de esa ciudad la estrella se había ocultado, sintiendo ellos rompérseles de dolor el corazón, y se habían examinado para saber si quizás se hubieran hecho indignos de Dios.
Pero, habiéndolos tranquilizado su conciencia, fueron adonde el rey Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los judíos que ellos habían venido a adorar.
El rey, convocados los príncipes de los sacerdotes y los escribas, había interrogado acerca del lugar en que podía nacer el Mesías, a lo que éstos habían respondido:

-«En Belén de Judá».

Y habían venido hacia Belén.
La estrella, dejada ya la Ciudad santa, había aparecido de nuevo ante sus ojos, y, de noche, el día anterior había aumentado sus resplandores: el cielo todo era un fuego; luego se había parado sobre esta casa, reuniendo toda la luz de las otras estrellas en su haz luminoso.
Así, habían comprendido que ahí estaba el Nacido divino.
Y ahora le estaban adorando, ofreciendo sus pobres presentes y, sobre todo, su propio corazón, el cual jamás cesaría de bendecir a Dios por la gracia concedida y de amar a su Hijo, cuya santa Humanidad estaban viendo.
Luego volverían a informar al rey Herodes, pues también él deseaba adorarle.

8 -«Este es el oro que a todo rey corresponde poseer; esto, el incienso, como corresponde a Dios; y esto, ¡Oh Madre!, esto es la mirra, porque tu Hijo es, además de Dios, Hombre, y habrá de conocer, de la carne y de la vida humana, la amargura y la inevitable ley de la muerte.
Nuestro amor quisiera no pronunciar estas palabras y concebirle eterno también en la carne como eterno es su Espíritu.
Pero, ¡Oh Mujer!, si nuestros mapas, y, sobre todo, nuestras almas, no yerran, El es, este Hijo tuyo, el Salvador, el Cristo de Dios, y, por tanto, deberá, para salvar a la Tierra, cargar sobre sí mismo el peso del mal de la Tierra, uno de cuyos castigos es la muerte.
Esta resina es para esa hora, para que la carne santa no conozca la podredumbre de la corrupción y conserve la integridad hasta su resurrección.
¡Y que por este presente nuestro El se acuerde de nosotros y salve a sus siervos dándoles su Reino!».

De momento –añade– Ella, la Madre, para ser santificados por El, dé a su Niño

-«a nuestro amor, para que, besando sus pies, descienda sobre nosotros la bendición celeste».

María, que ha superado la turbación suscitada por las palabras del Sabio y ha celado la tristeza de la fúnebre evocación bajo una sonrisa, ofrece al Niño.
Lo deposita en los brazos del más anciano, que le besa –y Jesús le acaricia– y luego le pasa a los otros dos.

Jesús sonríe y juguetea con las cadenitas y las cintas de los indumentos de los tres, y mira con curiosidad el cofre abierto, lleno de una cosa amarilla que brilla, y ríe al ver que el sol hace un arco iris al herir el brillante de la tapa de la mirra.

9 Los tres Magos devuelven el Niño a María y se levantan.
También se pone en pie María.
Inclinan mutuamente la cabeza en gesto de reverencia.
Antes el más joven había dado una orden al siervo y éste había salido.
Los tres siguen hablando todavía un poco.

No saben decidirse a separarse de esa casa.
Lágrimas de emoción en sus ojos…
Al final se dirigen hacia la salida acompañados por María y José.

El Niño ha querido bajar y darle la manita al más anciano de los tres, y anda así, de la mano de María y del Sabio, los cuales se inclinan para tenerle de la mano.
Jesús, con su pasito todavía inseguro de infante, ríe, golpeando con sus piececitos sobre la franja que el sol dibuja en el suelo.

Llegados al umbral de la puerta –téngase presente que la habitación tenía la misma largura de la casa– los tres se despiden arrodillándose una vez más y besando los piececitos de Jesús.
María, inclinada hacía el Pequeñuelo, le toma la manita y la guía y hace así ésta un gesto de bendición sobre la cabeza de cada uno de los Magos.
Es éste ya un signo de cruz trazado por los pequeños dedos de Jesús, guiados por María.

Tras ello, los tres bajan la escalera.
La caravana ya está ahí esperando preparada.
Los bullones de las cabalgaduras reflejan el Sol del ocaso.
La gente se ha agolpado en la placita para ver este insólito espectáculo.

Jesús ríe dando palmadas con sus manitas.
Su Mamá le ha alzado y le ha apoyado en el ancho parapeto que limita el descansillo, y le tiene con un brazo sujeto contra su pecho para que no se caiga.
José, que ha bajado con los tres Magos, sujeta a cada uno de ellos el estribo al subirse éstos a los caballos o al camello.

Ya todos, siervos y señores, están a caballo.
Se da orden de marcha.
Los tres, como último saludo, se inclinan hasta tocar el cuello de la cabalgadura.
José hace una reverencia.
María también, volviendo a guiar la manita de Jesús en un gesto de adiós y bendición.
MARIA VALTORTA.














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